“Mis padres –dice-
me educaron para ser humilde y para vivir una vida cristiana”. Y a la pregunta de si resulta difícil compaginar el cristianismo con ser un deportista de alto nivel, contesta:
“No. De hecho, yo creo que gracias a que soy cristiano es fácil para mí ser un atleta del más alto nivel”. ¿Por qué?, incide el periodista:
“Porque gracias a mi fe yo no caigo en muchas tentaciones que están ahí, como puede ocurrir a otros compañeros que no tienen profundas creencias religiosas. No importa cuán grande llegue a ser mi nombre, porque gracias a Dios yo seguiré siempre siendo el mismo Asafa Powell de siempre”.
Acostumbrados como estamos a tanto cristianismo nominal y espurio, frecuentemente falto de identificación y compromiso con la vida profesional o social, sea en el campo de los deportes, de los negocios, de las relaciones vecinales o institucionales, se trate de empresarios, profesionales libres o trabajadores por cuenta ajena, llegan hasta nosotros como viento fresco estas palabras de un hombre joven (23 años), en la cumbre del éxito y de la fama, seguramente arropado con una buena cuenta bancaria, expuesto a tantos halagos, sometido a tantas presiones, incitado a tantos desvíos...
“Yo creo que el comportamiento demuestra la educación que ha recibido cada uno”, apostilla.
Y pensamos que incluso la palabra con la que tenemos que definir este tipo de conducta se ha quedado rancia:
testimonio personal. Ahí es nada. Así se llama lo que está proyectando con sus palabras el deportista Asafa Powell:
testimonio personal, derivado de
testificar, afirmar o referir una cosa asegurando su veracidad.
Y no se trata tanto de recitar unos cuantos versículos aprendidos de memoria en el seno de una familia o en una clase de la escuela dominical de la infancia, o colocarse un pin en la solapa de la chaquea, o vestirse con una camiseta que tenga grabada una leyenda con un texto bíblico, sino de trasladar a la vida diaria el resultado de una manera de pensar, de creer, de vivir.
Ser cristiano es precisamente eso, incorporar al comportamiento diario las pautas de vida del Evangelio; es responder a las pasiones, a los problemas, a las ambiciones, a las angustias, a las alternativas de vida, al dolor y a la alegría con aquella pregunta que convirtió en clásica el título de un libro:
¿qué haría Jesús en mi lugar?; es pasar por el tamiz de la ética cristiana la conducta como empresario o como trabajador, como político o como miembro de una comunidad de vecinos; es transmitir a las nuevas generaciones, especialmente en el ámbito del hogar, los valores cristianos, aunque esa conducta exija con frecuencia poner la otra mejilla.
El testimonio personal se desarrolla necesariamente en un contexto de compromiso: compromiso con Dios, compromiso con uno mismo, compromiso con la iglesia y compromiso con la sociedad. Un compromiso vinculado con la realidad humana en la que uno se halla inserto. Y el mejor método para evangelizar es la suma de esos testimonios personales, produciendo un compromiso colectivo que da razón de ser a la iglesia. Ya se que están los macro-conciertos y las macro-manifestaciones. Pero tengo serias dudas de que tanto los unos como las otras estén produciendo cristianos con la talla suficiente como para proyectar a la sociedad en la que viven un
testimonio personal consecuente con la fe que dicen profesar; un testimonio semejante al que confiesa el plusmarquista Asafa Powell.
(*) Israel Duro, El Mundo, 27.02.2006, p. D16.
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