Determinados líderes políticos debido a su incompetencia, dirigentes religiosos cegados por su falta de trascendencia espiritual y líderes sociales confundidos por su cobardía, están conduciéndonos por derroteros que, de no ser controlados a tiempo, podrían llevarnos a situaciones de cataclismo social semejantes a los vividos en suelo europeo, de forma reiterada, en el pasado siglo XX; situaciones de triste memoria que sería deseable que no volvieran a repetirse.
“Lejos esté de nosotros el funesto vicio de pensar”, dicen que le dijo el rector de la catalana Universidad de Cervera al absolutista monarca Fernando VII (1813-1833), con ocasión de una visita a su campus universitario, invadido el rector por el miedo a caer en las iras del despótico rey, rodeado de una aureola que le hacía capaz de traicionar a todos cuantos le rodearon y de ejercer con crueldad despótica su reinado. Unos callan por miedo y a otros el miedo les hace adoptar posturas cobardes capaces de generar conflictos.
Pues no. Va a ser que no. ¡No necesitamos fanáticos! No queremos ser “como ellos”, como los otros, queremos que prevalezca el sentido común, el entendimiento, la concordia, el amor fraternal, el respeto a las ideas, aunque no sean coincidentes con las nuestras. No queremos ser guiados por fanáticos, ni en la iglesia, ni en el gobierno, ni en la universidad. Nos sobran, como les sobraban al Israel del Antiguo Testamente (también al de ahora, integrado por palestinos y judíos) los falsos profetas, los despóticos dirigentes (políticos y religiosos), los falsos predicadores de cruzadas, bien sea a través de los púlpitos, de las ondas o de cualquier otro medio de comunicación. Nos sobran los salvadores de derechas y los redentores de izquierdas. Nos producen espanto los fanáticos religiosos y los políticos o periodistas visionarios.¡Queremos que nos dejen pensar! Sobran tantos “sumos pontífices” (por supuesto con minúsculas) que revestidos de pontifical, y encaramados a muy diversas plataformas, quieren que les sigamos a toque de corneta, sin dejar espacio a la reflexión personal, al diálogo, al encuentro fraterno, a la armonía sinfónica de las ideas. Queremos que nos dejen equivocarnos y que nos dejen pensar, pero que velen, quienes tengan ese oficio, en todo caso, porque no detentemos, ninguno de nosotros, poder suficiente para arrastrar en nuestro error a quienes no deseen seguirnos.
El mundo está lleno de cosas por las que vivir, de ideas que defender (no tanto por las que luchar o morir), de proyectos a los que servir; queremos tener espacios suficientes para poder expresarnos en libertad, sin censuras, a fin de poder hacer la elección que más se acomode a nuestra voluntad en cada momento de nuestra vida. Soñamos con un mundo plural, en el que todos, con nuestras diferencias, podamos respetar y ser respetados. Y esto, trasladado al terreno religioso, demanda de nuestros dirigentes que no nos adoctrinen, que nos enseñen; que no nos roturen el camino, más bien que nos lo sugieran; que no nos fanaticen, antes bien, que nos abran grandes espacios para la reflexión personal y sean capaces de admitir la discrepancia como un valor que enriquece las relaciones humanas y hace de la fe un patrimonio personal y colectivo, sin que eso suponga ningún tipo de contradicción.
En momentos en los que se producen explosiones de violencia amparadas en valores religiosos, la religión debe convertirse en un agente conciliador, desoyendo los llamamientos de algunos líderes religiosos que llaman públicamente a ejecutar a los causantes de lo que para ellos supone una infamia (cf. Omar Bakri Mohammed, clérigo musulmán radical expulsado del Reino Unido por incitar a la violencia).
No caigamos en la tentación. Definitivamente ¡no necesitamos fanáticos de ningún tipo!
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