En Occidente la política y la religión, sin dejar de relacionarse mutuamente, se han independizado. Desde el siglo XVIII, no de una manera espontánea sino como consecuencia de la crítica de las Luces corregida y aumentada por las posteriores versiones más radicales (Nietzsche) y por la erosión que el pensamiento científico ha ido causando sobre una interpretación panreligiosa y teocrática de la vida, las estructuras religiosas han perdido la hegemonía política que tuvieron sin dejar por ello de gravitar como elementos de referencia existencial para muchos de nosotros.
Esa pérdida de hegemonía no ha sido lineal ni se ha producido sin resistencias, incluso armadas en el caso no tan lejano de la pérdida de los llamados Estados Vaticanos. Los antecedentes de la actual situación de libertad y respeto crítico entre las diferentes tradiciones religiosas y el humanismo agnóstico y ateo se remontan a conflictos muy antiguos, cuando la 'sagrada unión del trono y el altar' convertía cualquier disidencia espiritual en un problema de orden público y de seguridad nacional. El propio Jesús de Nazaret -condenado a muerte por un colegio sacerdotal- fue en cierto modo víctima de esa concepción coactiva de lo religioso.
«No reinaré sobre herejes», se juró Carlos I de España cuando se vio enfrentado a la reforma protestante iniciada por Martín Lutero en sus dominios de Alemania. Después se han ido produciendo infinidad de conflictos, condenas, violencias físicas y morales: Copérnico, Galileo, Bruno, la matanza de protestantes en la malhadada noche de San Bartolomé, las brujas de Salem, el debate sobre los derechos humanos, las llamadas libertades modernas que aquel Pio IX anatematizó como «libertades de perdición» en su 'Sylabus'. Muchos pecados contra la libertad y la inteligencia.
Pero no sólo las ortodoxias religiosas tienen su lista negra de injurias a la libertad y a la inteligencia humanas; otras ortodoxias ateas, neopaganas y antirreligiosas han elevado también sus piras y han establecido también sus inquisiciones seculares, empezando por la misma Revolución Francesa con su hermosa tríada de libertad, igualdad y fraternidad que tuvo su Termidor y su Terror Revolucionario, su Comité de Salud Pública que tanto daño hizo a la salud privada de tantos inocentes por el expeditivo medio de la guillotina. Aunque quizá fue el siglo XX el más terrorífico hasta la fecha en materia de terrores seculares con el Holocausto perpetrado por el nacionalsocialismo, el Gulag estalinista y las pirámides de cadáveres de los jemeres rojos.
Himmler -jefe de las SS- decía que «el sentimiento humanitario es un reblandecimiento medular propio de los cristianos» e impuso como consigna de las SS la jaculatoria 'Alemania es mi Dios'. Parece evidente la vocación del nacionalsocialismo de convertir la idolatría nacional en una especie de religión política con su propia infalibilidad acordada a la persona del führer. Esto lo vio claramente Bonhoeffer y la Iglesia confesante alemana, y le llevó como a otros al martirio.
Por otro lado parece también evidente a estas alturas la estructura mesiánica y pseudoreligiosa del materialismo marxista leninista que hizo del odio de clase y del ateísmo la confesión particular del partido-Estado y también de sus satélites, a cuya prédica se dedicó exhaustivamente, con el resultado que hemos podido ver.
La religión es más un sentimiento, una experiencia, una construcción existencial que una idea, y por su carácter lábil y proteico se acomoda a diversas circunstancias.
Pero por su misma naturaleza las posiciones religiosas se formulan necesariamente de una manera más o menos absoluta, son reacias a la crítica, y admiten mal la contraposición y el debate, mientras que la política en una sociedad abierta debe quedar 'velis nolis' sometida a crítica, contraposición y debate. A la postre el problema no es tanto la religión como las astucias de los totalitarismos y el odio a la libertad que se sirven en cada momento y lugar de las banderas que más les convienen: Dios, la revolución, la raza, la clase obrera, la patria
El respeto a la libertad de expresión y de crítica que ampara a los autores de las famosas caricaturas de Mahoma ampara también a los que se expresan en contra de aquéllas y las critican; lo que no queda amparado de ninguna manera son la violencia, los asaltos a embajadas, las amenazas e incluso los asesinatos con los que se ha reaccionado. Esas reacciones parece que vienen a dar razón a la peor imagen del islamismo: que no sabe defenderse con la palabra sino con la intimidación y la violencia.
Creo que no podemos admitir ni disculpar la intimidación. Me vienen a la memoria las hermosas palabras con las que el primer ministro Tony Blair quiso responder a los atentados de Londres: «Cuando ellos intenten intimidarnos, nosotros no nos dejaremos intimidar. Cuando ellos intenten cambiar nuestro país o nuestro modo de vida a través de estos métodos, nosotros no cambiaremos. Cuando intenten dividir a nuestra gente y debilitar nuestra decisión, nosotros no nos dividiremos y nuestra resolución se mantendrá firme».
Después de las luchas del pasado por la mutua emancipación de las iglesias y del Estado en el seno de nuestra tradición cristiana no podemos retroceder a estadios de sumisión premodernos en aras de un mal entendido respeto del Islam. No se trata de plantear una confrontación con la pluralidad de las tradiciones islámicas en su conjunto, que sería injusta y seguramente contraproducente, sino de favorecer por medio del diálogo formas ilustradas del mismo que ya existen en el seno de esas sociedades, formas abiertas a la modernidad y a estas alturas también a la posmodernidad. En un mundo cada vez más pequeño estamos condenados a entendernos.
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