El autor argumenta que
un sistema así no se puede haber producido por evolución de lo simple a lo complejo, como propone el darwinismo, porque cualquier precursor que careciera de una parte concreta sería del todo ineficaz. Por tanto, tales órganos o sistemas biológicos habrían tenido que originarse necesariamente como unidades integradas para poder funcionar de manera correcta desde el principio.
El ejemplo más sencillo propuesto por Behe es el de la vulgar ratonera. Mediante tal artilugio, formado básicamente por cinco piezas, se persigue sólo una cosa, cazar ratones. La plataforma de madera soporta un cepo con su resorte helicoidal y una barra de metal para sujetar el seguro que lleva atravesado el pedacito de queso. Si se elimina una de tales piezas, la ratonera deja de funcionar. Se trata, por tanto, de un sistema irreductiblemente complejo.
Cualquier sistema biológico que requiera, como la ratonera, varias partes armónicas para funcionar puede ser considerado como irreductiblemente complejo. El ojo, que tanto preocupaba a Darwin, es en efecto uno de tales sistemas porque cuando un simple fotón de luz penetra en él y choca con una célula de la retina, se pone en marcha toda una cadena de acontecimientos bioquímicos, en la que intervienen numerosas moléculas específicas como enzimas, coenzimas, vitaminas e incluso iones como el calcio y el sodio. Si una sola de estas precisas reacciones se interrumpe, la visión normal resulta imposible e incluso puede sobrevenir la ceguera.
Behe señala que la extrema sofisticación del proceso de la visión elimina la posibilidad de que el aparato ocular se haya originado mediante la transformación gradual que plantea el evolucionismo. Para que el primer ojo hubiera podido ver bien desde el principio era necesario que dispusiera ya entonces, de todo el complejo mecanismo bioquímico que posee en la actualidad. ¿De qué valdría un diez o un treinta por ciento de ojo? Por tanto, el ojo no pudo haberse producido por evolución como propuso Darwin, sino que manifiesta claramente un diseño inteligente que le debió permitir funcionar bien desde el primer momento. De otro modo, la misma selección natural, a la que tanto apela el darwinismo, se habría encargado de eliminar cualquier forma que no funcionase correctamente.
Los seres vivos muestran numerosas estructuras semejantes al ojo que paralizan cualquier intento científico de explicar sus orígenes por transformación lenta y progresiva. Desde la singular forma de los flagelos que poseen las bacterias hasta el propio código genético, pasando por los numerosos orgánulos celulares o la síntesis de proteínas y otras moléculas biológicas, como el ADN o el AMP. También el proceso de coagulación de la sangre va contra la teoría de la evolución, ya que depende de una cascada de reacciones bioquímicas en cadena que están subordinadas las unas a las otras y, por tanto, debieron funcionar adecuadamente desde el principio.
Darwin escribió estas palabras en
El origen de las especies: “Si pudiera demostrarse que existió algún órgano complejo que tal vez no pudo formarse por modificaciones ligeras, sucesivas y numerosas, mi teoría se vendría abajo por completo” (Darwin, 1980: 199). Behe piensa que la existencia de dichos órganos complejos ya ha sido demostrada por la bioquímica moderna.
No obstante, algunos científicos evolucionistas le han objetado que su explicación de la trampa para cazar ratones tiene un defecto. Quizás una ratonera no sirva para atrapar ratones, sobre todo si le falta el cepo o la barra de metal, pero tales piezas por separado podrían ser útiles para fabricar un clip de corbata o un anzuelo perfectamente funcionales. Es decir, partes de las sofisticadas máquinas biológicas actuales pueden haber tenido diferentes funciones en el pasado y la evolución originaría máquinas complejas, copiando, modificando o combinando proteínas que antes habían sido usadas para otras cosas.
A mi modo de ver, semejante objeción no anula en absoluto el argumento de Behe. Es evidente que una determinada proteína, más o menos modificada, puede ser usada para diferentes funciones, igual que un ladrillo puede servir para construir una barraca o una lujosa mansión, pero la multiplicidad de usos que pueda tener una molécula no demuestra que la estructura o mecanismo del que forma parte se haya originado sin un diseño previo. Por el contrario, de la misma manera que cualquier edificio requiere un diseñador, los sistemas irreductiblemente complejos, a que se refiere Behe, exigen también la existencia de una inteligencia que los haya planificado. La evolución ciega y al azar es incapaz de generar ratoneras eficaces por muchos anzuelos, agujas de corbata o clips que se le echen.
Afirmar lo contrario exige también grandes dosis de fe naturalista.
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