– Te lo explicaré, Israel: los protestantes gallegos viajamos el 31 de diciembre a Marín, no como una peregrinación supersticiosa para redimir nada, sino para reafirmar nuestra fraternidad y nuestra identidad.
Y le conté que hace más de cien años nuestros hermanos vivían todo el año en ambientes hostiles en sus pueblos y aldeas: eran rechazados y perseguidos por el clero y los poderes públicos, pero también por la mayoría de sus vecinos, pocos querían ayudarles en las tareas del campo, tenían mil problemas para ejercer los más mínimos derechos de casarse o incluso enterrar a sus hijos, les apedreaban, tenían que bautizarse clandestinamente, a la luz de la luna, en la isla de Tambo o en las riberas del Sil; muchos tuvieron que emigrar no sólo por razones económicas, sino porque por todas partes les iban cerrando puertas, “
pobres, angustiados, maltratados…”.
Pero el 31 de diciembre era para ellos un día de calor en medio del invierno de todo el año: uno o dos días antes, muchos de ellos se ponían en camino hacia Marín, unos andando, otros en carros de bueyes, llevando a sus niños en brazos o en cestas encima de la cabeza, protegiéndose como podían de la lluvia y el frío que en esa época no perdona en nuestra tierra, pero casi sin sentirlos por el gozo de llegar a Marín. Llegaban de toda Galicia, de Vilar (¡cuántos mozos de Vilar encontraron novia de Marín en estos cultos!), de Monforte, de A Coruña, de Moreiras, de Vigo, de Mourisca, de Meira, de O Grove, de Ribadavia, de Ferrol, de Castiñeiras…de todas partes; entraban por Marín cantando himnos hasta llegar a aquella amada capilla que se había construido en contra de durísima oposición.
Y entonces eran recibidos por los hermanos con todo amor; les tenían preparados bancos y mesas largos de madera y ponían delante de ellos un pedazo de pan y una bebida caliente que sabía a gloria; les hubiese gustado ofrecerles chocolate, pero era muy caro y en su lugar preparaban una infusión con residuos de la molienda del cacao, la “cascarilla”. Y así pasaban horas delante de la cascarilla compartiendo gozo, esperanza, sufrimientos, persecuciones, pérdidas, dolores, ilusiones, proyectos, noticias de conversiones, estimulándose, consolándose, apoyándose unos a otros, orando unos por otros. El día declinaba, pero no la alegría, y alcanzaban las doce campanadas con el culto de predicación del Evangelio, y las oraciones en común abrían senderos de fraternidad en el nuevo año.
–
Israel– terminé –desde entonces no hemos dejado de celebrar este culto compartiendo cascarilla; éstos somos nosotros, ésta es nuestra gente, aquí están tus raíces, aquí está tu identidad–.
Fue culpa mía que Israel hubiese sido hasta entonces escéptico y se preguntase para qué rayos había que empeñarse en mantener una tradición alrededor de un mal Cola-Cao con el único argumento de que “siempre se ha hecho así”; pero ahora creo que lo entiende.
No hay que matar todas las tradiciones: hay que reavivar su significado profundo, redescubrirlo, conocerlo y ponerlo al día. Después de lo que ahora saben Vdes., ¿acaso se animarían a erradicar el culto de la cascarilla el día de fin de año en Marín? Necesitamos hoy volver al pan sencillo, al cacao de los pobres, a la cascarilla, a las mesas de madera tosca, al calor del amor mutuo espontáneo y fresco, a los lazos de solidaridad, al gozo no fingido de la fraternidad, a las raíces de nuestra identidad. No hay que matar la tradición: hay que recuperar su significado. Hace años, un cierto fervor purificador llevó a plantear la supresión de este culto de la cascarilla; la noticia llegó a unos evangélicos gallegos emigrantes en Australia y decidieron enviar una ofrenda para que se pagase a su cargo la cascarilla de ese año; no se pudo suprimir la tradición.
Oro para que el próximo año Israel viaje con la familia a Marín con la misma ilusión que sus antecesores en la fe, que se acerque con la misma expectación de encontrar y ofrecer amor fraternal. Este último 31 de diciembre, al oler en el culto el aroma especial de la cascarilla de mi taza, viajé también yo hacia atrás, a mi infancia, y vi las piedras de la iglesia mucho más grandes, y escuché a D. Isaac Campelo con la Biblia respetuosamente apretada a la altura del pecho dando órdenes desde el púlpito con aquel vozarrón y aquel perfil impresionante, y escuché los himnos entrañables que estamos dejando morir y, para ser sinceros, recordé también la inconfesable desazón que a mi paciencia infantil producían aquellos sermones interminables de un predicador tras otro; pero también rememoré otra vez aquel calor fraternal profundo, sincero y alegre que aún un niño era capaz de percibir. Oro para que Israel le pueda un día contar a sus hijos por qué siguen viajando a Marín cada año al culto de la cascarilla y por qué cada año los protestantes gallegos vuelven allí a compartir noticias y proyectos y a orar unos por otros.
Ex 12.26-27 tiene un valor especial para nosotros los protestantes, algunos tan aferrados a las formas de las tradiciones y algunos tan despreciativamente ignorantes de su significado genuino: “
Cuando os dijeren vuestros hijos: ‘¿Qué es este rito vuestro?’, vosotros responderéis…”. Que nuestra respuesta vaya al fondo, al más profundo significado, a la memoria respetuosa y emocionada, a la raíz de nuestra identidad, a la recuperación renovada y fresca de nuestra fraternidad cristiana; descubriremos entonces el valor de la genuina tradición, aquella que de ninguna manera salva, pero enriquece.
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