Recordé esto al leer los informes sobre la cumbre de Barcelona en la que se acaba de aprobar un código de conducta contra el terrorismo. Parece de cajón que en este tema no debería haber dudas, sino unanimidad, pero el acuerdo salió atado con alfileres; para muchos dirigentes árabes, el concepto de terrorismo se relativiza y se convierte en legítima resistencia armada cuando sus actores son palestinos. No debería sorprendernos: lo que para los franceses en 1808 eran terroristas, para los españoles eran patriotas de la Guerra de Independencia, y lo que para los españoles del s.XIX en América eran insurgentes, para los sudamericanos eran héroes libertadores.
Cuando el terrorismo se define no en función de su contenido, sino de sus actores o de sus fines, es imposible llegar a un acuerdo sobre el significado del término. Cuando el fin se viste de progresismo o de lucha nacional, la vista se nos puede nublar y llegamos a llamar gloriosa resistencia a lo que es miserable terrorismo y convertimos en romántico lo que es inhumano. No es tan fácil marcar fronteras en este terreno; quizás ayudaría reparar en las víctimas: cualquier muerte es un drama inmenso, pero creo que cuando un movimiento mata más civiles que personas armadas, está mostrando claramente su rostro terrorista. No debemos titubear como el joven en Santander:
ningún fin glorioso hace justificable al terrorismo; pero esto es difícil de entender no ya para muchos árabes, sino para muchos europeos: al terrorismo se le debe combatir con todas las armas, empezando por la fuerza de nuestros valores, pero los valores del relativismo moral europeo se desmoronan ante la convicción del terrorista.
Acabamos de asistir a otra sonora muestra de relativismo moral que debilita nuestra vida política: recuerdo bien las proclamas de los sindicatos contra la industria armamentista y las denuncias de la izquierda contra el negocio de la venta de armas, pero ante la venta de aviones y fragatas al muy notable progresista Sr. Chávez, esas mismas protestas se han convertido en heroica conquista de puestos de trabajo y patriótica defensa de la soberanía nacional española. En los barrios de Caracas el paro asola a las familias, pero a Chávez le sobran 1700 millones de euros para mantener a miles de trabajadores españoles fabricándole armas; en los hospitales de Venezuela muchos pacientes se mueren literalmente por falta de recursos técnicos, pero a Chávez le sobra dinero para comprar barcos con tecnología punta; muchos niños de Maracaibo pasan hambre, pero Chávez los alimenta con orgullo nacional. Y sindicatos y gobierno españoles consideran justo y honroso lo que ellos mismos condenaron enérgicamente en situaciones semejantes.
Pacifismo, terrorismo, explotación, grandes palabras a las que muchos retuercen su significado en función de quién las realiza o contra quién se dirigen. Los cristianos no deberíamos caer en esta trampa: no hay que relativizar estos conceptos,
lo que hay que relativizar es nuestra adhesión a las ideologías y a los actores de cualquier signo que nos venden pacifismo por dogmatismo, heroísmo por terrorismo, liberación nacional por explotación. Nosotros sabemos lo que es la paz: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14.27).
Nosotros somos llamados a traer a este mundo esa paz no contaminada por el relativismo moral, esa paz que se niega a pagar el precio de la justicia, que no da por justo lo que es injusto, que no se deja deslumbrar por rígidos dogmas ideológicos disfrazados de encantador y embaucador progresismo.
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