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Cataluña ¿una nación?

“Cataluña es una nación”, dice el primer artículo del texto aprobado con un muy amplio consenso en el parlamento catalán. Y se ha reabierto el debate; se ha reabierto porque nunca se acabó de cerrar. Si volvemos en la memoria al momento de la redacción de la última constitución, recordaremos que éste fue uno de los temas sensibles. Cataluña, Euskadi y Galicia proponían la recuperación del reconocimiento político de su identidad nacional, y enfrente otras sensibilidades se oponían incluso al títu
OPINIóN AUTOR X. Manuel Suárez 12 DE NOVIEMBRE DE 2005 23:00 h

De aquí arranca una parte de la tensión, pues por aquel entonces pocos ciudadanos de las otras comunidades sentían necesidad de autonomía, pero el “café para todos” abrió un camino de reclamaciones de competencias fundadas no en la necesidad política, sino en la sensación de agravio comparativo con las tres “nacionalidades”. Cuando un tema no se resuelve bien, acaba aflorando siempre; los cristianos hemos de apoyar el consenso, pero es mejor manifestar claramente las diferencias que cerrarlas en falso.

Hay que aclarar que lo que se está debatiendo es sólo el reconocimiento político de una identidad: Cataluña es una región, una nacionalidad o una nación, y lo seguirá siendo sea lo que sea lo que se apruebe en su parlamento, en el español, o en el oportuno referéndum. Pero un sistema democrático debe reflejar políticamente de forma fiel la realidad social: si Cataluña es una nación, el sistema debe reconocerlo y dar vía al libre desarrollo de las implicaciones políticas que esto tiene, y si no es una nación, debe igualmente promover su reflejo político consecuente; en este sentido, cumplirá con lo que Pablo pide que busquemos en oración: que “vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad” (1Ti 2.2), esto es, que el respeto a la propia identidad no suponga una amenaza a la paz social, ni ésta se imponga anulando la identidad.

La cuestión básica que nos tenemos que plantear en este tema es ¿qué es una nación? No tenemos espacio para resumir respuestas que ocupan libros, pero les invito a que nos centremos en un área a la que los cristianos somos más sensibles: una nación se define, entre otras cosas, como un colectivo con una cosmovisión, una forma de acercarse al mundo y entenderlo. Dios nos habla a través de la creación (Ro 1.20), y de una manera muy específica Dios decide colocarnos a cada uno en un entorno geográfico específico desde el que recibamos ese mensaje de la creación y podamos acercarnos al conocimiento de la realidad y de la verdad: Hch 17.26 dice que “ de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación ; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle”. Es precioso: hace a todos los hombres iguales y al mismo tiempo explica las diferencias culturales, al colocar a colectivos diferentes en espacios geográficos diferentes, espacios todos igualmente merecedores de ser amados porque conducen al ser humano a la búsqueda de Dios, tanto un atardecer grandioso en una explanada castellana como un estampido blanco de almendros en flor en una ladera catalana. Por otra parte, cuando el hombre cumple con el mandato de señorear sobre la tierra, empieza dándole nombre a cada elemento de la creación (cfr. Gén 2.19-20); en el acto de nombrar el hombre define también su forma de entender el mundo, su cosmovisión; esta cosmovisión tiene tanto elementos comunes como específicos de cada cultura: las diferentes formas de darle nombre a las cosas refleja la diversidad de las cosmovisiones y genera la diversidad de las lenguas (¿se podría acaso traducir la palabra seny al gallego, o al castellano? ¿no refleja una forma específica de aprehender el mundo?). Así que un colectivo que se desarrolla en un habitat concreto y crea una lengua y define así una cosmovisión, es una nación; otra cosa es el reflejo político que quiera o pueda darse a esta identidad.

Para los cristianos esto es interesante porque la gran comisión nos hace responsables de la evangelización de todo el mundo, pero nos llama a empezar por nuestro entorno social más inmediato (Lc 24.47), aquél en el que la soberanía de Dios nos puso, aquél con el que compartimos una forma de acercarnos al mundo desde una específica geografía o un idioma concreto, para que contextualicemos y demos a conocer el mensaje del Evangelio en ese entorno. Una nación es, en este sentido, el colectivo por el que los cristianos debemos empezar en nuestra evangelización de todo el mundo.

Bien, si aplicamos esto a Cataluña, ¿cumple o no los criterios que definen a una nación? Es una respuesta que dejo para Vdes., pero sobre todo debemos dejar para los catalanes, porque es su responsabilidad; no es razonable imponer una identidad a ningún colectivo, porque la identidad no se impone, se reconoce. Ahora, no creo que el debate sobre las señas de identidad de una nación sea lo que más preocupa a muchos españoles, sino las implicaciones –especialmente económicas– que ésta tiene; n o es ésta una forma de abordar la cuestión que facilite su solución porque supone un desconocimiento de las verdaderas motivaciones: es cierto que en Cataluña, Euskadi o Galicia hay ciudadanos que reclaman el reconocimiento político de su identidad para sacar más tajada en el reparto de los dineros, pero no es esto lo que define las motivaciones mayoritarias de la población: pesa más el deseo de ver reflejada adecuadamente su identidad, y no dudo que muchos estarían dispuestos incluso a pagar un coste económico por esto –Galicia, por ejemplo, saldrá perjudicada económicamente por las nuevas propuestas, pero es un precio que es correcto pagar–. Si somos capaces de resolver la cuestión de la identidad, no será difícil encontrar el acuerdo para los aspectos económicos. En cualquier caso, hay que empezar a dar pasos que mejoren la confianza y comprensión mutua; y hago varias propuestas:

La identidad nacional española no se puede seguir construyendo en detrimento de las otras identidades. Si se cree de verdad que esa identidad española se enriquece con la diversidad, hay que dar pasos prácticos que lo demuestren. Por ejemplo, si se defiende que el catalán y la cultura catalana forman parte de la identidad española y no son elementos excluyentes, esto tiene sus consecuencias: ¿acaso es congruente con esta visión el hecho de que se estudie más el catalán en las universidades británicas que en las españolas? ¿acaso es normal que los escolares españoles desconozcan por completo la poesía catalana? ¿no es algo tan suyo como el Quijote? ¿por qué muchos españoles se molestan cuando alguien habla en catalán en TV? ¿acaso no forma parte de su identidad común española? ¿por qué muchos españoles protestan porque los indicadores de población en Cataluña expresan el topónimo original sin traducir? ¿no forma parte de su identidad española la toponimia catalana? traduces lo que te es ajeno, no lo que consideras propio. El catalán debería ser utilizado con normalidad en todas las instituciones políticas españolas, y no como una concesión, sino como una defensa de lo que se considera propio, no ajeno. No se puede seguir defendiendo que la identidad catalana forma parte de la española si se manifiesta tal rechazo a conocer siquiera el catalán, si otros pueblos muestran más respeto e interés por conocerlo que quienes defienden la españolidad de la identidad catalana.

En la Península vivimos muchos millones de ciudadanos que pensamos, trabajamos, amamos, vivimos, oramos cada día en un idioma que no es el castellano. Cuando escribo estas líneas, lo hago traduciendo a un idioma, el castellano, que no es el mío propio, pero que respeto y cultivo. A los gallegos, catalanes y vascos se nos dice que nuestra identidad forma parte de la riqueza cultural de España, pero cuando vemos elementos como los que acabo de describir, nos sentimos excluidos. Cuando nuestras señas de identidad son toleradas en nuestra tierra pero ignoradas en España, cuando no se nos abren cauces para que colaboremos a la definición de esa identidad española, empezamos a percibir que la pretendida unidad española se nos está haciendo ajena, percibimos con claridad que se trata sólo de un argumento político para defender un status económico y social determinado, no el fruto de la convicción de corazón; si se cree de corazón, hay que demostrarlo con hechos. El arma más poderosa de ese separatismo que muchos perciben como una amenaza real no son los argumentos economicistas de los radicales, es el nacionalismo español excluyente y homogeneizador; el separatismo perderá muchos de sus argumentos cuando en Madrid no sólo se tolere, sino se estimule el uso del catalán como algo propio, no como una peculiaridad folklórica de esos fenicios del nordeste, sino como parte de la identidad propia, cuando en Madrid se piense no sólo en castellano, sino también en catalán.

Por otra parte, quienes desde Cataluña reclaman que se reconozca políticamente a su país como una nación deben dejar claras sus motivaciones. Las motivaciones económicas son legítimas, pero quitan autoridad moral; entiendo que el nacionalismo catalán debería dejarlas en un segundo plano, y esto eliminaría mucha desconfianza; y aquí son imprescindibles los acuerdos políticos que muestren en la práctica que el pueblo catalán ha sido y seguirá siendo un pueblo solidario; es verdad, eso sí, que la solidaridad no la deben imponer quienes la reciben, sino la deben producir quienes la generan. Otra área en la que deben dar pasos que generen confianza es en el trato a quienes llegan a Cataluña de otras partes de la Península: las actitudes y las regulaciones políticas de apertura y renuncia al exclusivismo serán la mejor arma para reclamar posteriormente lo mismo en las relaciones de Cataluña con el estado español. Contra el exclusivismo españolista no se puede oponer exclusivismo catalanista; la intolerancia nacionalista (casi religiosa) a uno u otro lado, la que define a lo propio sólo en oposición a lo ajeno, bloquea cualquier tipo de acuerdo político de convivencia.

Buena parte de la tensión en el debate del Estatut desaparecería si se encontrasen soluciones que calmasen los deseos de unos y los miedos de otros; y esto exige esfuerzos de comprensión mutua, algo en lo que los protestantes podríamos ayudar porque nosotros no nos sentimos religiosamente apegados a ninguna identidad nacional –y este apego religioso lo podemos encontrar en sectores del nacionalismo español y del catalán–, sino nos reconocemos primero hijos de Dios peregrinos y extranjeros en camino a nuestra patria celestial, y después nos sentimos integrados en una comunidad nacional.

El texto citado de 1Ti 2.2 combina dos elementos que no siempre el sistema político sabe compatibilizar: la paz y la honestidad, la superación de los conflictos sin negar la autenticidad, y aquí está el meollo de la solución al debate que nos ocupa. La constitución del 78 primó la paz por encima de la autenticidad, y nos ha dejado una pesada hipoteca que no debemos subrogar en nuestros hijos. Una respuesta coherente y sólida debe hacer compatibles pulsiones divergentes, debe garantizar tanto el consenso como el respeto a la genuina identidad. Creo que el artículo 5º del nuevo Estatut ofrece una respuesta de este tipo: “Cataluña considera que España es un estado plurinacional”. Reconocer esta realidad sería un buen punto de partida para ambas partes: ambas verían alejarse sus temores de desmembración en un caso y de negación de la identidad nacional en el otro; verían aseguradas la paz social sin detrimento de la identidad; en palabras de 1Ti 2.2, la quietud y la honestidad.

No dudo que este artículo generará interesantes debates entre los lectores; me atrevo sólo a pedir que en ese caso todos usemos de la originalidad, que nuestras reflexiones no se queden en los manidos argumentos que ya hemos escuchado a uno y otro lado, que no se mueven ni un centímetro de sus prejuicios seculares, que Protestante Digital sirva una vez más de foro de encuentro en el que no se defiendan castillos irreductibles, sino se tiendan puentes. En un debate tan mediatizado por la emotividad, será de esperar que los protestantes, que tantas veces hemos bregado justamente con cuestiones de identidad, diversidad y unidad, podamos aportar una visión original y constructiva a una cuestión tan candente y relevante.
 

 


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