El rayo que no cesa

En tanto que llegaba la ambulancia con el médico, Inés fue recomponiendo sobre la escena que contemplaba, la historia de aquella mujer.

A pesar de los años de convivencia, la pareja no había conseguido ser feliz. Pablo gastaba lo que ganaba en sí mismo, en borracheras, en juegos, en mujeres. Era un maltratador, un embaucador y un embustero. Incluso dosificaba el dinero que Josefina debía gastar diariamente, porque no confiaba en su buena administración. Ante la más mínima contradicción por parte de ella, daba fin a la conversación que mantenían, dejándola en ridículo, muchas veces, delante de la gente. Por sus venas no corría sangre sino veneno. Con el paso del tiempo, consiguió que Josefina dejara de salir con su amiga más íntima. Se enfadaba si al llegar a casa, ella no estaba. Por eso, había dejado también de asistir a los ensayos del coro de la iglesia. Esta situación la llevó a dejar de practicar la risa. Dejó de sentir placer escribiendo poemas y leyendo libros fantásticos.

¡Cuántas veces Josefina fingía que no ocurría nada malo entre ellos! ¡Cuántas veces tapaba sus desprecios en público inclinando sus párpados, esbozando una leve sonrisa!

Era una mujer excepcional. Ella, incapaz de resolver sus propios problemas, acudía en ayuda de cualquiera. ¡Cuántos favores hizo sin que lo supiera su marido! Y es que Josefina era para los demás como lluvia de maná en la desesperación del desierto. Pero ¿Y ella?

Entre varias personas consiguieron llevarla hasta el sofá. Estaba tan grave que murió mientras la reconocía el médico. Pablo, con aire medio aristocrático y enarcando las cejas, fingía arrepentimiento besándole las manos. Como si los besos bastaran para perdonar las afrentas. Se aferraba a ellas, como si los besos fueran ahora su tabla de salvación y pudieran evitar que le metieran en la cárcel.

Ante el suceso, el pensamiento de Inés saltaba desde el comportamiento de Pablo al de Andrés, su marido. Sobre la desigualdad entre los hábitos familiares que existía entre uno y otro. Los dos maridos formaban parte de mundos diferentes, de planteamientos diferentes.

Realmente se trataba de un antes y un después. Un antes de conocer a Dios y un después de entregarle a Él su vida. Mientras observaba la escena, no pudo evitar sentirse privilegiada y daba gracias a Dios por la forma de obrar en la vida de su marido y en la de ella misma. En el amor que Dios ponía en sus corazones cada mañana para afrontar los problemas de la vida, juntos.

Cuando Inés entró de nuevo en casa, su mirada se cruzó con la de Andrés. Sobraron las palabras, aunque entre ellos jamás faltó el diálogo. Sus fuertes brazos rodearon su cintura. Ella se sintió segura entre ellos y a pesar de sus lágrimas y su dolor, sonrió feliz para sus adentros e hizo una oración de gratitud al Señor.

	Artículos anteriores de esta serie:
	1	Malos tratos