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Teólogo-trabajadora doméstica

Tengo que admitir, así de entrada, que el título de este artículo puede resultar algo chocante. Y pido disculpas de antemano a las personas que se ocupan en el muy digno oficio del trabajo doméstico por cuenta ajena, pues en manera alguna está en mi ánimo ni ofenderlas ni rebajar su nivel social. Por otra parte, un tema como éste, aunque sea en sí mismo muy sesudo, tiene que ser tratado y leído en cierta clave de humor; de lo contrario no resultará fácil sacarle la moraleja, si es que al final e
OPINIóN AUTOR Máximo García Ruiz 08 DE OCTUBRE DE 2005 22:00 h

Y un tercer aspecto. Un artículo de estas características solamente puede escribirlo, sin riesgo a ser abucheado (o aceptando con buen humor el serlo) una persona como el que esto escribe que peina ya más canas que pelo natural, y que a lo largo de toda su vida, que comienza ser dilatada, ha dedicado incontables horas, días, meses, años a escribir, predicar, impartir conferencias y dar cursos en infinidad de centros e iglesias (especialmente evangélicas) at honorem , es decir, como dicen en el “Paci”, mi antiguo barrio, por el morro o, como afirman en Chamberí, asumiéndolo como un privilegio que te conceden quienes te han invitado, y a quienes debes estar agradecido por esa causa.

Vayamos, pues, al grano. El caso es que últimamente tengo algunos motivos de enorgullecerme, porque el trabajo de teólogo, es decir, dar conferencias, impartir cursos, participar en debates o mesas redondas, etc., con contenido teológico, en entidades evangélicas, parece que empieza a ser valorado y comienza uno a recibir compensación económica al trabajo realizado, digamos que, aparentemente, al nivel del salario que se le da a una trabajadora doméstica: ocho o diez euros la hora. No es siempre así ¡hasta ahí podríamos llegar! pero se van dando casos; después de toda una vida acudiendo a la llamada de iglesias, asociaciones, instituciones, etc., para ofrecer el fruto de nuestro trabajo, resulta que ahora, en algunos lugares, valoran tu trabajo y recibes una compensación económica que podríamos equiparar por su cuantía, en principio, al salario/hora de una trabajadora doméstica, y que al menos cubre los gastos de transporte.

Claro que hay que hacer algunas precisiones:

•  A la trabajadora doméstica le facilitan en la casa donde va a prestar sus servicios las herramientas y productos propios de la profesión (faltaría más), mientras que el teólogo que se estima a sí mismo y desea mantenerse profesionalmente cualificado, tiene que procurarse por sus medios las herramientas necesarias: suscripción a revistas, adquisición de libros, asistencia a conferencias y cursos de reciclaje, por no hablar de ordenador, impresora, papel, etc., etc.

•  Mientras que la ecuación a aplicar a la trabajadora doméstica es: hora trabajada, hora pagada, con el teólogo las cosas funcionan de otra manera. Pongamos un ejemplo. Impartir una hora de clase lleva implícito: a) Un mínimo de entre tres y diez horas de preparación (depende de que el tema sea nuevo o repetitivo); b) Una hora de desplazamientos; c) Una hora para impartir la materia; d) Tiempo para corrección de ejercicios, exámenes, etc. Si se trata de una conferencia sobre temas puntuales, el tiempo de preparación suele ser mayor, aunque se compense al reducir los tiempos derivados de correcciones y exámenes. Con la sana intención de no dañar la sensibilidad de los lectores, no establezco la media “salarial” resultante.

•  Y, además, está el tema de la formación académica para el ejercicio de cada una de las dos profesiones. Para ser una trabajadora doméstica no se requiere una titulación formal, aunque es cierto que, sobre todo a causa de la inmigración, muchas de las mujeres que trabajan hoy en día en las casas vienen equipadas con estudios universitarios cursados en sus respectivos países de origen. Pero ¿qué ocurre con los teólogos? Si no se toma a mal ponerme a mí mismo como referencia, ya que estamos hablando (escribiendo) en plan distendido, hagamos cuentas: Formación secundaria, tres años de Seminario más dos años de licenciatura en teología, cinco años para la licenciatura en sociología y otros tres años para el doctorado. Un año detrás de otro. Ya pierdo la cuenta. Y todo ello sin becas, sacándolo del esfuerzo personal, añadido al trabajo con el que subsistir.

Pues bien, siguen siendo muchas las “invitaciones” recibidas en las que continúa funcionando el criterio de que te hacen un gran favor concediéndote el privilegio de participar, de escribir, de enseñar. También es cierto que algunos de nosotros tenemos la oportunidad de impartir enseñanza o pronunciar conferencias en algunas instituciones y universidades (por lo regular no evangélicas) en las que se valora el trabajo desarrollado y la compensación al trabajo y tiempo invertido se corresponde con un baremo que alcanza cierta dignidad.

Pero aún existe otro agravante, y con esto termino. Muchas de esas revistas que te piden un artículo (10 folios, 15 folios, 20 folios), o de esos centros o asociaciones que te convocan para pronunciar una conferencia o impartir un curso, resulta que tienen establecido un precio de venta para la revista o unas tasas de matricula que tienen que abonar cada uno de los alumnos matriculados y que revierten, naturalmente, en beneficio de la propia entidad/centro/revista solicitante.

Bien está que cuando la obra es benéfica en su totalidad, y el producto resultante es fruto de la generosidad, se ofrezca gratuitamente y, por consiguiente, todos los que participan sean medidos por el mismo rasero. Así lo hemos hecho a lo largo de nuestra vida y así seguiremos haciéndolo por amor de una vocación y disposición personal, porque en estos casos claro que lo consideramos un privilegio, un honor. En los supuestos en los que tu arduo trabajo sirve para mantener o poner en marcha proyectos que, en alguna medida, están sujetos a una acción mercantil, opinamos que las cosas deberían ser tratadas de forma diferente. ¿O no?.
 

 


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