No es nada extraño escuchar a Matias Prats, Àngels Barceló o a otros tantos empezar el apartado de sucesos con introducciones tan suculentas como esta: “En unos segundos les contaremos la increíble historia de unos niños de tres años que lograron escapar de unas jaulas donde permanecían secuestrados en el sótano de una vivienda perdida en la falda del Teide…” presentaciones de este tipo consiguen que millones de personas quedemos pegadas a nuestro sillón y contemplemos sin parpadeo el último anuncio de Gallina Blanca como aperitivo que precede a la historia de nuestra vida.
Historias cuidadosamente seleccionadas por un consejo de redacción que hace tiempo sustituyó los acontecimientos trascendentes por la hojarasca de color castaño. Mientras tanto, la sensación del espectador es la de aquél cuya vida pende de un hilo fino que podría ser cortado en cualquier momento por un instintivo y peligroso acto de zapping.
Sin poner ni un gramo de esperanza en que nuestros ojos se humedezcan y vuelvan a ver la verdad que nos rodea, contemplamos y escuchamos atónitos cómo una abuela cortó en pedacitos a su Yorkshire y lo vendió a dos euros en su charcutería, cómo un hombre empapó de gasolina y quemó a su mujer después de 30 años de convivencia y cómo un policía disparó a un chico mientras arrancaba un clavel de su propio jardín. Y pasan los días, los meses y los años y viajamos de Alcásser a Mijas, de Mijas a Orihuela, de Orihuela a Roquetas, y así
vamos conociendo la geografía española y sus localidades no tanto por su cultura, fiestas o tradición, sino por el número de violaciones asesinatos y abusos que se cometieron en ellas.
Muchos nos sorprendemos de que se cometan tales atrocidades y haya un flujo tan grande de maldad en un país como el nuestro, llamado “civilizado”, pero ¿no será que la expresión de maldad no tendrá nada que ver con el grado de civilización de un territorio?
Solemos pensar que de la gente normal como nosotros nunca podría salir algo semejante, y mientras nuestros ojos siguen secándose denunciamos con firmeza: “¡¿A quién se le ocurriría hacer algo así?!”, “¡es un loco descerebrado!”, “¡tendrían que matar a ese chiflado!”,
pero ¿sabéis qué dice la vecina anciana que ha visto crecer a ese “descerebrado” desde el día en que nació? “Siempre ha sido un chico muy normal”.
Estos actos de maldad y violencia que tanto nos irritan y nos duelen (si tenemos suerte) cuando los vemos por televisión, los escuchamos por la radio o los leemos en el periódico, provocan casi instantáneamente un tambaleo en nuestra conciencia y un resurgir de nuestro corazón expresado en un vómito de palabras de “justicia” que dictaminan un veredicto sobre aquellos que cometieron tales actos. Pero ¿hemos pensado alguna vez a quién juzgamos?
Un ateo dijo en una ocasión, “aquello que vemos es lo que somos”, y yo os aseguro que aquellos que cometieron tales barbaries un día también opinaron desde su sofá mientras veían las noticias.
Lo sorprendente no es que haya sequía sino que aún siga cayendo agua del cielo.
¿Esperaremos que vuelva a llover para que se humedezcan nuestros ojos?
Si quieres comentar o