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El dragón patoso

Nuestra cultura introdujo hace ya tiempo al dragón en la prisión de papel de los cuentos infantiles y redujo sus funciones a la de mero guardián de tesoros fabulosos o hermosas princesas secuestradas. A pesar de semejante reclusión, la realidad es que sus rasgos siguen causando cierta impresión. Es inevitable. Por más que se trate de una inofensiva figura, no deja de ser una imagen perteneciente al inventario mitológico, terrorífica y amenazadora.
OPINIóN AUTOR David Casado 17 DE SEPTIEMBRE DE 2005 22:00 h

Mezcla de animales no menos mitológicos, caracterizados por su carácter emblemático, como el caballo, del que toma parte de su cabeza y el águila de quien toma sus alas; o por su carácter tenebroso y depredador, como la serpiente y el lagarto, sus rasgos tienen un algo fantasmagórico que no deja de impresionar. Máxime si podemos imaginárnoslo como se lo imaginaban los antiguos, vomitando fuego destructor por sus enormes fauces y humo sulfuroso por los agujeros de su nariz, pudiendo disponer de ambos a voluntad para destruir a sus enemigos.

Tan vívida resultaba esta imagen de campeón de la destrucción, que el dragón jugó un papel importantísimo en la iconografía militar y política de épocas antiguas. Así, por ejemplo, entre los romanos su figura fue emblema del ejército y Agamenón, héroe griego, llevaba en su escudo uno de color azul. En una cultura aún más antigua, como la babilónica, el dragón llegó a estar dibujado en los paramentos de la muralla que defendía la ciudad de Babilonia. Pero más importante y revelador que este uso estrictamente militar es el político.

Los reyes y emperadores de la antigüedad gustaban de mostrarse como dragones frente a sus enemigos. Era su símbolo preferido cuando de amedrentar a opositores se trataba. Lo que ocurre es que no era un símbolo exclusivo. Como la función de estos dignatarios tenía una doble vertiente, se servían de dos símbolos para expresarla. Uno, el del dragón era utilizado para significar la destrucción que podían causar a sus enemigos. El otro, utilizado para mostrar su tarea pacificadora y de acrecentamiento del bienestar de su pueblo, era el del pastor, de modo que la descripción de su personalidad resultaba incompleta si faltaba uno de estos dos símbolos. No obstante, la Biblia no comparte esta doble visión de la realidad. Quizá porque entienda que la personalidad no es algo tan dúctil y maleable que pueda ser representada de una forma tan contradictoria. La Biblia cuando tilda de dragón a un emperador o a un rey lo hace con todas las consecuencias. Faraón fue tildado de dragón por el profeta Ezequiel (29:3), sin que haya en el texto la más mínima duda de que se está calificando la personalidad entera y no sólo una parte de la misma. Y otro tanto ocurre con Nabucodonosor, quien recibe el mismo calificativo del profeta Jeremías (51:34).

El caso más emblemático está en Apocalipsis. Y el más claro también. No porque los dos casos citados no lo sean, sino porque allí se nos dice que eso de que un dragón pueda ser al mismo tiempo pastor o cordero es un imposible, aunque, eso sí, un imposible deseado. El dragón es siempre dragón. Lo que ocurre es que para atraer a las multitudes se expresa de un modo que parece el del cordero, esto es se sirve del engaño (Ap. 13:1-11)

¿No es esto lo que está ocurriendo con el emperador de nuestro tiempo? ¿No habló hace ahora cuatro años con voz de pastor/cordero? ¿No lo hizo hace ahora tres años y medio, aproximadamente, cuando trató de convencer a toda tribu, nación y lengua de los malvados planes del aprendiz de dragón iraquí? Efectivamente, esto es. Sólo que con este dragón imperial ha ocurrido lo inesperado, lo impensable: nos ha salido patoso.

Todo le sale al revés. Si vomitó fuego y destrucción a mansalva para conseguir una guerra relámpago, le ha salido una que se desarrolla a la velocidad con que camina la tortuga. Si planificó una guerra limpia, aséptica y sin muertos, con imágenes propias de un juego de videoconsola, le ha salido una guerra tan sucia, putrefacta y mortal como todas las guerras de todas las épocas. Si proyectó una democracia de corte occidental en la que eclosionaran los derechos humanos, le está saliendo una teocracia islámica que, a no tardar mucho, los constreñirá severamente, especialmente los de la mujer y también los de los pocos cristianos que en Iraq hay. Si se propuso hacer de Iraq el banderín de enganche para los gobiernos de toda la región, se le ha convertido en el banderín de enganche de todos los terroristas del planeta. Si quiso llevar la paz y la concordia, lo que está a punto de conseguir es una guerra civil. Si aspiró neutralizar a uno de los polos de su famoso eje del mal, Irán, en realidad lo único que ha conseguido es beneficiarlo, ya que la conversión de Iraq en una teocracia islámica acrecentará la influencia de Irán en la zona. Si dijo que no lo hacía por el petróleo, ahora, y dicho por él mismo, resulta que sí.

Y, por último, si se esforzó para convencer a sus conciudadanos y al resto del planeta de que hablaba como pastor/cordero, el tiempo está quitándole paulatina pero inexorablemente su disfraz. Ya saben también ellos que no había armas de destrucción masiva, que no había industria atómica, que los inspectores de la ONU hicieron un buen trabajo, que bajo una terminología eufemística ha dado instrucciones para que se practique la tortura. Ciertamente, este dragón ha salido patoso.
 

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