Es el momento de repensar cómo acompañamos a nuestros hijos y lo que entendemos por educación.
Foto de Mali Desha en Unsplash.
Tenemos un miedo atroz a perder la autoridad con nuestro hijo o nuestra hija, ¿no te parece? Cuando se “porta mal” tenemos que actuar de inmediato porque no queremos sentir que nos hemos quedado de brazos cruzados. Imponemos nuestras normas como sea, de cualquier manera, porque creemos que, si no lo hacemos lo antes posible, no habrá forma de controlar su comportamiento.
Siento que aún hoy vivamos convencidos de que infundir miedo es el mejor medio para acompañar a los menores, de que sea la herramienta principal para enseñar. Siento mucho que sigamos recurriendo al temor para imponer nuestra autoridad. Porque ese mismo temor es el que luego los niños y niñas normalizan con sus iguales.
Esta manera de tratar la infancia que llamamos educación es, en realidad, violencia disfrazada: una bofetada a tiempo, gritos, humillaciones, amenazas constantes para que el niño o la niña se adapten a nuestras necesidades como adultos, sin tener en cuenta las suyas; chantajes emocionales, castigos desproporcionados...
Somos una sociedad emocionalmente analfabeta. ¿Qué más tiene que pasar para que abramos los ojos? Es el momento de repensar cómo acompañamos a nuestros hijos.
Lo que llaman disciplina en algunas familias, si viniera de otro niño o niña, ¿sería bullying?
Cuando educamos con miedo, enseñamos a los niños los mismos roles que se desarrollan en una relación de bullying. Ante el miedo, todo ser humano puede reaccionar de distintas maneras, entre ellas el bloqueo o la lucha.
El bloqueo ocurre en quien recibe el bullying, porque tiene normalizadas tantas formas de violencia que entiende que esta solo es una más, y debe someterse a ella.
Por otro lado, el niño o la niña que ejerce bullying reacciona desde la lucha y se manifiesta infundiendo miedo para imponer su criterio, siguiendo el ejemplo de la educación recibida. En este caso, la violencia verbal o física campa a sus anchas.
Son luchas de poder en las que uno se encuentra validado cuando el otro queda por debajo; y quien queda por debajo normaliza que ese es el lugar que le corresponde, porque así ha sido tratado desde que tiene uso de razón.
El miedo, el eterno compañero de viaje. Lo habrás leído: la frase más repetida en la Biblia es “No temas”. ¿Por qué se insiste tantas veces con esto? ¿Por qué Dios se esfuerza en recordarnos más de cien veces que no tengamos miedo? No solo lo recuerda, sino que la propia persona de Jesús, con su manera de vivir, con su forma de relacionarse con cada ser humano, desintegró el miedo y rompió en pedazos aquello que a menudo se malinterpretó en nuestra relación con Dios.
Cuando tuve en casa un acuario de agua salada, descubrí que no es tarea fácil atender un acuario. Tenía que llevar un laboratorio químico portátil para medir los niveles de nitrato y el contenido de amoniaco... filtraba el agua en fibra de vidrio y carbón vegetal, y la exponía a la luz ultravioleta. Pensarán, a la luz de toda la energía que les dedicaba, que mis peces, por lo menos, me estarían agradecidos. Pues no. Cada vez que mi sombra se cernía sobre el estanque, buscaban refugio en la concha más cercana. Solo me mostraban una emoción: temor.
Aunque levantaba la tapa para echarles el alimento a horas fijas, tres veces al día, respondían a cada visita como si fuera una señal segura de mi intención de torturarlos. No los podía convencer de que me interesaban de verdad.
Para los peces, yo era como una deidad: demasiado grande para ellos, y mis acciones, demasiado incomprensibles. Mis actos de misericordia los veían como crueldad; mis intentos de protegerlos los veían como destrucción. Comencé a comprender que, para cambiar sus percepciones, se iba a necesitar una especie de encarnación. Tendría que convertirme en pez y "hablar" como ellos en un idioma que pudieran entender.
¿Qué puede ser menos atemorizante que un recién nacido? En Jesús, Dios encontró una forma de relacionarse con los humanos que no conllevaba miedo. —Philip Yancey
El ejemplo de Jesús y su forma de amar nos lo recuerda: El amor no entiende de temores, el amor fluye desde la conexión y la conexión solo ocurre desde el respeto hacia el otro.
El respeto no es una relación con nuestros hijos e hijas sin límites. Ellos necesitan disciplina, pero la alternativa son otros medios para llegar al mismo fin sin dañar por el camino su autoestima, el sentido de pertenencia, el respeto hacia uno mismo y hacia los demás... En definitiva, pulir el amor por nuestros pequeños con la mirada puesta en el gran ejemplo de amor, Jesús.
Me fascina que Jesús conociera tan bien nuestras fragilidades emocionales y que, incluso hoy, pueda iluminar el camino para reparar nuestra relación con la infancia. Ser más como Jesús es ejercer la autoridad desde el respeto y la compasión.
Porque si la disciplina hacia nuestros hijos genera miedo, entonces aún no hemos comprendido lo que significa el verdadero amor.
El amor no sufre del miedo. Por el contrario, el amor que es maduro echa fuera el miedo, pues el miedo tiene que ver con el castigo. Así que el que sufre del miedo, todavía tiene que madurar en el tema del amor. (1 Juan 4:18, PDT)
Cuando educamos, lo hacemos para el momento, pero, sobre todo, para la vida. —Milena González, psicóloga
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