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La eutanasia, el cristianismo y los nazis

Notas sobre Hans Küng y Dietrich Bonhoeffer, dos teólogos ante la eutanasia.

LOCI COMMUNES AUTOR 679/Manfred_Svensson 18 DE OCTUBRE DE 2025 22:35 h
Hans Küng./ Foto: [link]UNED[/link]

En el debate sobre eutanasia que tiene lugar en Inglaterra, un columnista sugería el año pasado que los parlamentarios críticos de esta operaban de manera deshonesta: los movía una preocupación religiosa, pero, en lugar de presentar argumentos religiosos, insistían en introducir otros de naturaleza racional.



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En esta crítica había algo absurdo, pero a la vez algo de refrescante.



En discusiones como esta, no hay argumento racional que no sea alguna vez denunciado como religioso, como expresión de alguna simple creencia particular.



Con lo trivial que se ha vuelto esa objeción, aquí al menos aparece algo nuevo: son los argumentos racionales los que se denuncia como hipócritas, porque una convicción religiosa solo se debiera defender con argumentos religiosos.



Más allá de su refrescante novedad, sin embargo, no se trata de una tesis muy persuasiva. Lo que todos debemos hacer en estas discusiones es darnos a entender, de la mejor manera posible, comoquiera que se etiquete los argumentos.



Y si en el trasfondo se asoman problemas religiosos –algo tal vez inevitable dado el tenor del problema tocado–, más vale preguntarse también por las mejores articulaciones de esos problemas.



Una breve vuelta sobre unas páginas de Hans Küng y Dietrich Bonhoeffer bien puede entonces valer la pena. Küngno solo escribió un conocido libro con el título Morir con dignidad (Un morir digno del hombre, sería tal vez una más fiel traducción de este libro de 1995), sino que el año 2013 también hizo público que él mismo consideraría ese camino (su muerte natural tuvo lugar el 2021).



Este teólogo alemán de hecho es la voz a la que más frecuentemente recurren quienes consideran la eutanasia compatible con la fe cristiana, y su posición ha sido objeto de recurrente atención.



Su libro parte de la siempre atractiva idea de dejar los “razonamientos fundamentalistas” y plantea a las iglesias el deber de encontrar un “camino intermedio y razonable entre el rigorismo moral y el libertinaje amoral”.



Aunque dice hablar sobre todo a la Iglesia Católica (la suya), se dirige a todas. Si lo contrasto aquí con el notable mártir luterano Bonhoeffer, obviamente no es para comparar las posturas de dos confesiones: Bonhoeffer concibió su inconclusa Ética escarbando con interés, entre otras cosas, en los textos de la tradición católica.



Opositor del nacionalsocialismo desde la primera hora, también él ha sido celebrado por cultivar una teología lejana a cualquier tipo de fundamentalismo. Pero digámoslo así, no todos los antifundamentalismos son iguales.



 



Küng, la novedad contemporánea y los “argumentos tradicionales”



Küng, obviamente, está más cerca de nosotros, y subraya por lo mismo algunos rasgos singulares de nuestro mundo a los que tiene sentido prestar atención. Piensa, con razón, que una buena vida incluye una buena muerte, y que eso requiere también saber pensar sobre ella.



Una cultura que no piensa sobre la muerte debe ser sometida a examen. Y si la tendencia a esquivarla es una constante de la historia humana, nuestro momento tiene algunos rasgos que lo hacen especialmente proclive a tal olvido.



Ahí está, por ejemplo, el culto a la juventud, que no solo aparta nuestra mirada de la muerte, sino también de la vejez. En sus primeras páginas, Küng se deja caer también sobre la transformación de la vida en un mercado de vivencias, que bloquea todo enfrentamiento consciente con el morir.



Habitamos una cultura del Divertirse hasta morir –Küng alude al famoso libro de Neil Postman– en que no hay espacio para pensar sobre la muerte. Sobre fenómenos como estos, obviamente pueden encontrar mucho acuerdo personas que disienten respecto de la eutanasia.



Küng también fija su atención en cuestiones más estrechamente ligadas con los años finales. Tiene páginas pertinentes sobre la pérdida de la concreta compañía humana en el camino hacia la muerte.



Una medicina altamente tecnificada corre el riesgo de prestar un excelente servicio, pero olvidando, a la vez, lo que significa el peso de la soledad. “Máximos cuidados y mínimas terapias” es un recordatorio pertinente de estas páginas sobre la atención humana al enfermo terminal.



Y luego hay dilemas más directamente vinculados con la discusión sobre la eutanasia, cuestiones de juicio moral que se han vuelto algo más difíciles por ese mismo avance técnico.



La distinción entre una eutanasia activa y otra pasiva puede ser más ardua en contextos que permiten mantenernos en vida usando medios que en otro tiempo pueden haber sido extraordinarios, pero que ahora se han vuelto comunes.



En la constatación de ese hecho me parece que también cabe estar de acuerdo, aunque habría que notar que por sí misma esa dificultad no basta para relativizar la diferencia moral entre el dejar morir y el matar.



Si ese es el tipo de virtudes que el lector encontrará en el libro de Küng, también se cruzará ahí con algunos problemas muy patentes.



Uno elemental es el del simple voluntarismo por el que se cree poder poner coto a los abusos que se introducen cuando se aprueba la eutanasia: la presión sobre los que tienen autonomía debilitada, la lucha por herencias, la simple necesidad de liberar camas, y todos esos fenómenos que la discusión de principios tiende a ignorar.



La idea de que eso se puede simplemente contener con buena regulación es una ilusión persistente, de la que también es víctima Küng. “El ejemplo holandés demuestra que es posible”, escribía en 1995.



Tres décadas más tarde, dicho país se ha vuelto más bien un ejemplo emblemático de la ampliación constante de la práctica. En otros momentos es su descripción del panorama religioso el que despierta dudas.



En un pasaje, por ejemplo, describe a médicos, abogados y jueces como atemorizados por teólogos que los amenazan con la ira de Dios, una descripción bien difícil de tomar en serio como propia de la Alemania (o cualquier lugar de Occidente) de las últimas décadas.



El problema más fundamental, sin embargo, es su incapacidad para formular de un modo mínimamente acabado las razones fundamentales que se suele esgrimir contra la eutanasia. “Naturalmente que conozco, por así decir, desde mi niñez, los argumentos tradicionales de la teología”, nos dice.



Pero cuando procede a describir esos argumentos, uno solo encuentra un marco muy general. Le han dicho que la vida es un don, y Küng lo acepta para añadir que también es una tarea.



Ha escuchado que es una creación exclusiva de Dios, y él añade que esa creación está confiada a nuestra responsabilidad. Los llamados a aguantar hasta el final dispuesto por Dios y a evitar una “devolución” prematura del hombre a su Creador le parecen transmitir, en suma, una “imagen distorsionada de Dios”.



Pero es inevitable preguntarse quién tiene esa imagen. ¿Qué “argumentos tradicionales de la teología” ignoran que la vida es también tarea y responsabilidad, para mostrarla como puro don y creación?



No desconozco, por cierto, que puede existir una educación cristiana de carácter pueril, que transmita una imagen como esa, y que muchas personas pueden enfrentar su vida con escasa comprensión de lo que ella tiene de tarea.



Pero Küng pretendía tomar parte de un debate intelectual y, sin embargo, parece dialogar con nada más que lo oído “desde la niñez”. Después de todo, los “argumentos tradicionales” que tendría que haber considerado son los relativos a la prohibición de dar muerte. Y no es que disienta de estos, sino que están simplemente ausentes de su texto, sean cuales sean los otros méritos que pueda encontrarse en la reflexión que ofrece.



 



Bonhoeffer y los argumentos decisivos



La ausencia de estos argumentos decisivos me parece una buena razón para volcarse sobre Bonhoeffer. Escribía, como es bien sabido, bajo condiciones bien distintas de las de Küng:  trabajó en su Ética entre 1940 y 1943, cuando ya era parte de las redes de resistencia contra el nacionalsocialismo, y el manuscrito quedó inconcluso en el momento de su detención.



Dado el peso que había tenido el programa de eutanasia en el conflicto entre el gobierno y las iglesias, no es nada extraño que le dedicara unas páginas a este tema.



Y una de sus preocupaciones fundamentales es que ante esta cuestión no caben los argumentos acumulativos, que “la decisión sobre el derecho de eliminar una vida humana nunca puede obtenerse de una suma de razones”.



Tiene que tratarse de un argumento decisivo. ¿De qué tipo? Hay dos planos en que hoy acostumbramos a agrupar razones para la eutanasia: argumentos desde la compasión y argumentos desde la autonomía.



Cuando escribe Bonhoeffer, en cambio, el eje fundamental son más bien dos formas de la compasión: existe la compasión por los enfermos, pero también la consideración por los sanos.



Ahora bien, no es que la autonomía estuviera ausente de la discusión de entonces. Es cierto que el programa nazi era de eutanasia involuntaria, pero Bonhoeffer está evaluando justificaciones de la eutanasia, y en ellas escribe que la presencia del consentimiento “se sobreentiende” (pues en caso contrario no podríamos estar hablando de consideración por el enfermo).



Como inmediatamente nota, sin embargo, muchas veces ese consentimiento o deseo resulta simplemente inaccesible. “¿Quién puede medir con cuánta intensidad se apega a la vida el mismo enfermo mental incurable a pesar de su sufrimiento?”



El texto nos habla de manera incluso más directa cuando trata el otro polo, el de quien sí puede expresar su deseo. ¿Qué hacer ante el juicio de alguien profundamente deprimido que desde ese estado pide poner fin a su vida?



Hace explícito su deseo, nota Bonhoeffer, pero ese mismo hecho nos revela la medida en que por la enfermedad ha dejado de ser señor de sí mismo y no debemos dar cumplimiento al deseo que expresa.



Ochenta años más tarde, con la causal de salud mental presente en algunas legislaciones eutanásicas, líneas como estas no han perdido nada de su actualidad.



Pero si esas son el tipo de preguntas que levanta Bonhoeffer al tratar la atención al enfermo, la cuestión de la consideración por los sanos nos tiende a parecer bochornosa.



De hecho, es un eje de la discusión que está simplemente ausente de nuestra discusión. La idea de que la compasión involucrada en la eutanasia pueda ser consideración no por los enfermos, sino por los sanos, compasión por nosotros mismos, insulta nuestra autoimagen.



Pero él tenía a la vista un caso en que esa era, de un modo groseramente explícito, la motivación reinante. La necesidad de una raza fuerte, la necesidad de reducir costos ante la inminencia de la guerra, y preocupaciones por el estilo, se situaban entonces en primer plano (siempre han estado presentes en algún plano).



En su contra, Bonhoeffer levanta una sobria protesta contra el criterio de utilidad que subyace a esa mirada, afirmando el valor inherente de la vida humana con independencia de su utilidad social. “La distinción entre vidas dignas de vivir e indignas de vivir”, escribe “destruye tarde o temprano a la vida misma”.



 



¿Una lucha de cosmovisiones?



En las primeras páginas de su libro, Küng se dirige a las iglesias esperando que eviten contraponer una imagen cristiana del hombre a una imagen secular de este. Dependiendo de lo que se quiera decir con ese llamado, puede ser perfectamente pertinente.



Hemos encontrado en Bonhoeffer preocupaciones que ciertamente compartía con adversarios del nacionalsocialismo que no eran creyentes. Su discusión está tan lejos como la de Küng de reposar en argumentos ajenos a alguna porción de la humanidad.



Pero las diferencias de imagen del hombre también reclaman nuestra atención y a veces son iluminadoras. Bonhoeffer termina sus páginas sobre la eutanasia notando que el debate no pasa ante todo por consideraciones económicas, sociales o higiénicas, sino por una diferencia en visión de mundo.



En el programa de eutanasia nazi le parecía desplegarse “un esfuerzo sobrehumano para liberar a la humanidad de la enfermedad que no tiene sentido. Se trata de una lucha contra el destino, o como también podemos decir, contra la naturaleza del mundo caído”.



Era bajo ese mismo lenguaje de la visión de mundo (Weltanschauung) que Hitler había formulado su querella contra las iglesias, y en cierto sentido Bonhoeffer confirmaba que ese era el plano fundamental de discusión.



Pero al mismo tiempo que aceptaba la disputa en ese plano, precisamente la controversia sobre la eutanasia era ocasión para desfondar la retórica nazi en lugar de contraponerle una simple antítesis. Discutiendo sobre el cuidado entregado por terapeutas, médicos y familiares a enfermos incurables, Bonhoeffer habla no solo de la abnegación con que trabajan, sino de su “verdadero heroísmo” (wahres Heldentum).



Es difícil no sospechar que con eso está subvirtiendo de modo deliberado el culto nacionalsocialista al heroísmo. Otros han detectado esa subversión en su libro sobre el discipulado cristiano, El precio de la gracia, de 1937, donde toda la retórica del “espacio vital”, la lucha, la sangre y el sacrificio es incorporada y a la vez subvertida para quedar al servicio de algo muy distinto del ideal nazi del héroe. Años más tarde, al escribir su Ética, su estrategia retórica parece ser la misma.



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Si eso era tan central para su argumento, tal vez valga la pena cerrar notando en qué sentido este trasfondo nacionalsocialista sigue siendo relevante. En las discusiones contemporáneas sobre la eutanasia suele haber prisa por hacer todo esto a un lado, notando que hoy discutimos de la eutanasia voluntaria.



El mismo Küng quiere remover el tabú que existía en Alemania por este pasado, y es por tanto categórico sobre el “rechazo moral a toda forma de eutanasia impuesta”.



Estas precisiones tienen su merecido lugar, y siempre es importante recordar exactamente qué se está discutiendo en un momento dado. Dicho eso, ¿es un abismo el que nos separa de las discusiones de entonces? ¿Hay una barrera infranqueable que separe la eutanasia voluntaria de la involuntaria? ¿No nos recuerdan las apelaciones de esos años a la compasión que tampoco el proyecto nazi podía operar sobre la base de la sola fuerza?



Estas no son preguntas para responder aquí. Pero hay una pérdida inequívoca que padecemos si tratamos ese pasado como del todo extraño: la voz de quienes hablaron entonces, los textos que por momentos parecen escritos ayer.



 



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