La justificación por la sola fe tiene una enorme resonancia práctica, porque significa la convicción de haber sido salvados, recibidos y acogidos, no por méritos propios.
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor… Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”. 1 Jn. 4:18; Rom. 5:1-2.
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El problema nunca es tener miedo, sino que los temores nos impidan vivir. El miedo no es patrimonio de una época de la vida, porque hay miedos infantiles, adolescentes, juveniles y adultos. Y, con toda seguridad, todos albergaremos miedos hasta el último día de nuestros días. Entonces, ¿qué significa ese “no tengas miedo” que tantas veces escuchamos a nuestro alrededor y que en tantas ocasiones resuena en nuestro fuero interno? ¿Acaso al expresarnos así se supone que ya hemos vencido todos nuestros fantasmas internos? Claro que no. Albergamos temores durante toda nuestra vida, pero el tiempo, la experiencia y la fe cristiana nos van dando perspectiva y recursos para afrontarlos. Pero, en realidad, a qué le tenemos miedo. A veces, existen miedos indefinibles, ambiguos y desconocidos, pero hay otros que podríamos identificar de manera objetiva y realista. Son estos:
El miedo al fracaso. Cuando somos jóvenes interpretamos la existencia como una carrera en la que hay que ir superando pruebas. El miedo al fracaso es, en buena medida, el miedo al futuro. Cuando estudiamos tenemos que aprobar. Necesitamos emanciparnos. En el deporte hemos de sobresalir. En redes sociales hemos de hacernos notar. Soñamos con encontrar estabilidad en la vida. ¿Y si no la con seguimos? ¿Y si no estamos a la altura de las expectativas? A veces, para que el futuro no nos asuste ni siquiera pensamos en él. No ponemos metas a largo plazo, no sea que no se cumplan. Rebajamos las expectativas para no pretender ser demasiado ambiciosos con lo que nos parece inalcanzable. Para evitar el fracaso borramos la misma posibilidad de fracasar, no sea que nuestras vidas se vengan abajo sin remisión.
Entonces ¿Cómo vencemos el miedo al fracaso? El fracaso, en sí mismo, no es lo peor que nos puede pasar, sencillamente porque todos vamos a fracasar alguna vez en la vida. Pero de los fracasos también se sale. De las caídas uno se levanta. De los errores uno aprende. De los tropiezos uno se recupera. Porque las heridas cicatrizadas que nos proporcionan los errores en la vida nos proporcionan la experiencia, la sabiduría y el discernimiento para volverlo a intentar de otra manera. En el fondo, por la gracia de Dios somos más fuertes y más resistentes de lo imaginamos y, precisamente por eso, a pesar de todos los golpes de la vida, el miedo al futuro se afronta preguntándonos que está en nuestra mano hacer para llegar donde querríamos estar. Porque la vida siempre nos enfrenta con desafíos, batallas y conquistas (“Bailar con el tiempo”. J. L. Rodríguez Olaizola). Puede que en ese camino tengamos que reiniciarnos más de una vez, pero solo perseverando podremos construir los cimientos de una existencia con sentido, orientación y futuro.
El miedo al rechazo. Queremos gustar. Queremos que nos quieran. Anhelamos la aprobación de los demás. Suspiramos por caer bien, ser aceptados, acogidos, escuchados y recibidos por los demás. El juicio de los otros es una “prisión” en la que nos encontramos enjaulados porque ejerce una presión casi insostenible sobre nuestras vidas. Se nos valora, se nos puntúa, se nos evalúa por los gestos, el físico, por los amigos, por el modo de hablar, por la manera de vestirnos o por nuestros silencios. Y no aceptamos el rechazo porque nos quita de circulación, devalúa nuestro valor de mercado, nos barre del mundo, nos convierte en bichos raros irreconocibles y nos priva de la identidad portátil que tantas veces nos construimos. ¡Resulta agotador, insensato y necio dejar que nuestro valor como personas y nuestra identidad como seres humanos dependa siempre de factores externos, superficiales y efímeros!
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El texto del capítulo 5 de la carta a los Romanos es un correctivo a todas estas ideas, criterios y opiniones que establece dogmáticamente el statu quo de nuestro tiempo. La justificación por la sola fe tiene una enorme resonancia práctica, porque significa la convicción de haber sido salvados, recibidos y acogidos, no por méritos propios, no por nuestra imagen, no por nuestros recursos, no por nuestros esfuerzos para lograr ser los mejores, sino por el amor perdonador, la gracia infinita y la misericordia compasiva de Dios. Y esto es, precisamente, lo que nos libera de la obsesión constante de buscar la identidad del propio valer en lugares equivocados. La entrega de lo más preciado y estimado por el Padre, su propio Hijo, obtuvo el precio de nuestro perdón en la cruz del calvario. Ya no necesitamos aspirar a valer más para los otros, porque lo valemos todo para Dios. Solo eso importa. Y ese amor divino perfecto, real, inmerecido y permanente es el que nos libera de todos los miedos. Soli Deo Gloria.
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