En este lado de la eternidad, el Juez de toda la Tierra nos extiende la mano deseoso de ser nuestro Salvador en vez de quien deba dictar sentencia.
Si te gustan los “thrillers”, puedes ver uno apasionante en Hechos 16:19-34. Un carcelero estaba a punto de suicidarse porque temía que los presos se habían dado a la fuga (Hechos 16:27). A un paso de la eternidad, dos presos oprimen el botón de pausa antes de que se quitara la vida (Hechos 16:28). Allí retomamos la historia:
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“Y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa. Y le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa” (Hechos 16:30-32).
Menos mal que la pausa funcionó. Mientras nos encontramos en este lado de la eternidad, el Juez de toda la Tierra (Génesis 18:25) nos extiende la mano deseoso de ser nuestro Salvador en vez de quien deba dictar sentencia (Hebreos 9:27). Hasta ese momento, todos estábamos tensos agarrando los reposa brazos al borde del sofá, pero podemos suspirar aliviados que esa alma no pasará la eternidad en el infierno sino en el Reino de los Cielos. Podemos respirar de nuevo y reclinarnos una vez más. Pongámonos cómodos que vamos a considerar qué produjo el cambio para que un pecador pudiera disfrutar del beneplácito de un Juez que no deja de ser justo a pesar de concederle el indulto:
“Con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26).
La justificación, o lo que es lo mismo, el indulto que perdona nuestros pecados, se obtiene al confiar en Cristo. No se trata de tener mucha fe en algo diferente. Puedes tener poca fe, pero tu fe debe estar puesta exclusivamente en el Salvador, Jesucristo. Nada más puede concederte el perdón de los pecados que siguen atosigando tu conciencia:
“En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).
Pablo y Silas, los presos que hablaron al carcelero, explicaron lo que había que hacer para acceder a la salvación, a la vida eterna en el Reino de los Cielos. Hablaron de Cristo y no de buenas obras, santos, vírgenes, penitencias, sacrificios, etc. Sencillamente, hablaron de Cristo y no se basaron en ninguna otra cosa sino en la Palabra de Dios, la Biblia: “Le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa”.
Y vemos que toda la gente en la casa creyó. Cada cual se apropió de la salvación individualmente. Cada individuo depositó su fe personalmente en el Salvador. Es decir, los hijos no disfrutaban de la salvación por la fe de sus padres. No, los hijos también tuvieron que creer personalmente. Que te hayan bautizado cuando eras bebé, o que hayas hecho la Comunión porque tu familia lo dijo, etc., no garantizan la salvación. Nada que no sea el Salvador puede perdonar tus pecados por mucha fe que tengas. La fe en sí no salva. El Salvador sí, por lo que deposita tu fe en Cristo y en nadie más.
Y por último, la fe no era una religión. Era una relación personal con Jesucristo que se manifestó en el cambio de conducta que mostraba obediencia a Dios. En otras palabras, el arrepentimiento es requisito sine qua non de una fe verdadera.
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Tenemos el ejemplo del carcelero y toda su casa. ¿Aprenderás de ellos? Si estás leyendo esto, tienes tiempo, pero no te demores, que puede que estés a un paso de la eternidad igualmente aunque no seas consciente de ello.
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