Necesitamos convertir la plegaria en una tormenta de sentimientos profundos, inconformistas y sinceros; necesitamos una oración que los admita, los suscite y los movilice.
“Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya… y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra… Dios mío, Dios mío porque me has desamparado”. Lc. 22:42, 44; Mr. 15:34.
En las grandes tradiciones de la oración del Antiguo Testamento: Job, Salmos, Lamentaciones, una cosa aparece bastante clara y es que el lenguaje de la oración no es un lenguaje que se encierre e inmunice frente a la experiencia del dolor y el desconsuelo. Los que oran, debe quedar claro, no son unos conformistas comodones, ni unos masoquistas de la obediencia; ni son tampoco unos cobardes sumisos o beatos de culto dominical. Una y otra vez, la oración se presenta como un quejido salido desde lo más profundo del ser, pero ese grito no es un vago lamentarse, ni un deseo indefinido, sino un acto de pedir clemencia, misericordia y sostén que busca y anhela el rostro de Dios.
A Dios se le puede decir todo, literalmente todo, porque él acepta escuchar cualquier dolor, duda o desesperación, de manera que el lenguaje de la oración ni domestica ni amansa el clamor de los que sufren. No tenemos más que mirar a Jesús mismo, a su oración. La intercesión del Señor se consuma con el grito dirigido al Padre ante el que se abandona, sintiéndose desamparado por él. No es la angustia admitida, sino la angustia reprimida la que lo vuelve a uno no libre y lo incapacita, porque es precisamente la aflicción insoportable la que desnuda toda vulnerabilidad y nos sitúa ante la verdad de nosotros mismos ante Dios.
Pero, pudiera pensarse que muchas veces centramos la oración a partir de la experiencia de la negatividad, de lo oscuro, del dolor y de la tristeza, y demasiado poco desde la positividad de la alegría y la gratitud (“Por una mística de ojos abiertos”. J.B Metz). Sin embargo ¡cuánta positividad se esconde en la resistencia viva a la desesperanza, en el anhelo de encontrar salida en medio del sufrimiento! La historia de la oración no se reconoce solo y en primer lugar como júbilo y exaltación, ni tampoco únicamente como canto del alma, como si eso fuera todo, sino precisamente en forma de angustia, en el hundimiento del alma, en el roce con la desesperación, en el grito desde las profundidades: “Desde el fondo del abismo clamo a ti, Señor: ¡Escucha, Señor, mi voz!, ¡atiendan tus oídos mi grito suplicante! Señor”. Sal. 130:1.
Importa considerar el peligro que, a menudo, se vislumbra en el habitual lenguaje de la oración de nuestra vida eclesial. ¿No está este lenguaje de la oración demasiado poco teñido del dolor? ¿No está caracterizado por una especie de sobre-afirmación que solo habla estereotipada y superficialmente sobre el sufrimiento sin penetrar realmente en nuestras auténticas crisis? Ese lenguaje “surfeante”, en el fondo, no acaba siendo una muestra de verdadera confianza, sino un síntoma de debilidad que nos hace incapaces de volcar ante Dios los infiernos de la existencia a los que la vida tantas veces nos somete.
Hemos de enfrentar la oración como acto de resistencia, ante el peligro de la rutina y la superficialidad, sencillamente porque se trata de una tarea proactiva de intransigencia frente a la apatía reinante tras la que intentamos resguardar nuestro interior para ponerlo a cubierto. Necesitamos convertir la plegaria en una tormenta de sentimientos profundos, inconformistas y sinceros; necesitamos una oración que los admita, los suscite y los movilice, porque el grito del Jesús crucificado legitima todo clamor que desgarre el alma, garantizando la escucha y la respuesta del Dios eterno, cuando nos entregamos a su voluntad y no a la nuestra. Soli Deo Gloria.
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