El Dios sufriente, Jesús de Nazaret, nos acompaña profunda y compasivamente conociendo y comprendiendo la profundidad del sufrimiento por experiencia.
“Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta el alma.
Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie;
He venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado.
Cansado estoy de llamar; mi garganta se ha enronquecido;
Han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios… por la verdad de tu salvación, escúchame… Buscad a Jehová y vivirá vuestro corazón, porque Jehová oye a los menesterosos”.
Sal. 69:1-3,13
Hoy escribo desde el dolor, la impotencia, la debilidad y el espanto. En el espacio de un día, nuestra tierra ha sido sacudida por la mayor tragedia que se recuerda en toda su historia: casas destruidas, carreteras arrasadas, campos asolados y, sobre todo, vidas arruinadas y víctimas, muchas víctimas. Lo que ayer era tranquilidad, paz, seguridad, armonía y normalidad, en un abrir y cerrar de ojos se ha transformado en un paisaje desolador de lágrimas, sufrimiento, devastación y muerte provocando a su paso un drama colectivo que marcará para siempre el alma de la comunidad.
Primero acontece la sorpresa y la impotencia: ¡Cuánto daño! ¡Cuánto herida! ¡Cuánto sufrimiento! ¡Cuánta destrucción! Luego, llegan los gemidos: ¿Quién se hace cargo de los empobrecidos? ¿Quién consuela a los que lloran? ¿Quién acoge a los oprimidos? Finalmente, las preguntas últimas: ¿Por qué lo permite Dios? Si se trata de un amoroso Creador ¿Dónde se encuentra ante un drama como este? ¿Se ha dormido? ¿Se ha desentendido? ¿Le trae sin cuidado? Cuando nos enfrentamos a un sufrimiento tan atroz las palabras no son suficientes. Necesitamos algo más.
“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros…” Jn. 1:14. La versión de la Biblia en inglés The Message (El mensaje) de Eugene Peterson, traduce este versículo de Juan así: “El Verbo se hizo hombre… y se mudó al vecindario”. ¿A qué clase de vecindario se mudó Jesús? El pueblo en el que nació fue sometido y conquistado por los egipcios, que lo convirtieron en una nación de esclavos. Más tarde, fue de nuevo oprimido por el violento y sangriento imperio Asirio, para convertirse años después en tributario de la gran Babilonia, soportando décadas de explotación y servidumbre. Después llegaron los persas que fueron derrotados por el imperio griego encabezado por Alejandro Magno. Uno de sus sucesores, Antíoco Epífanes, desató una guerra contra los judíos transformando el templo de Dios en un centro de adoración a Zeus y autoproclamándose como la encarnación de Dios sacrificó un cerdo en el Lugar Santísimo derramando su sangre sobre el santuario del templo.
Cuando Jesús llegó a este “vecindario” el imperio romano gobernaba el mundo con mano de hierro habiendo convertido al pueblo de Dios en una puñado de saqueados y pobres oprimidos por la miseria y el hambre. Se trataba de mujeres, hombres, ancianos y niños golpeados por una brutal historia de necesidades y carencias, desprecios y ninguneos, humillaciones, violencias y muerte. Israel era un pueblo sometido y humillado y tenía razones para hacerse las mismas preguntas que nos formulamos nosotros hoy: ¿Quién consuela a los que lloran? ¿Quién acoge a los oprimidos? ¿Por qué lo permite Dios? Si se trata de un amoroso Creador ¿Dónde se encuentra ante un drama como este? ¿Se ha dormido? ¿Se ha desentendido? ¿Le trae sin cuidado?
La respuesta, entonces y ahora, es: “Dios con nosotros” (Emanuel). Pero no arriba y lejos desde el alero del templo con milagros portentosos y pirotécnicos capaces de borrar toda la conflictividad de nuestra historia. El Hijo del Hombre aparece como uno de los nuestros, desde abajo, desde cerca y desde dentro de una condición humana semejante a la nuestra al lado de todos los que sufren. Solidario con los interrogantes que nos golpean; compasivo con la ignorancia de nuestro corazón; comprensivo ante nuestros movimientos de rebeldía; misericordioso ante las historias de sufrimiento indescriptibles que la vida propone. Porque Jesús se hizo hombre sumergiéndose en el drama de una humanidad doliente sin mostrar su omnipotencia, sino de una manera íntima y vulnerable. Desde una encarnación capaz de escuchar, cuidar, comprender, acoger, sentir, amar y llorar. Es decir, sujeta a todas las limitaciones que le imponía una naturaleza como la nuestra, sobre todo para hacernos saber que no estamos solos en las noches oscuras y que no existe ningún infierno de la existencia en el que el Dios eterno no se haga presente a través del Hijo, que se mudó al “vecindario” para convivir con nuestros dramas y miserias.
El Dios sufriente, Jesús de Nazaret, nos acompaña profunda y compasivamente conociendo y comprendiendo la profundidad del sufrimiento por experiencia, habiendo aprendido en la escuela de la adversidad lo que cuesta seguir en el camino, sin asignarle a Dios mala voluntad por lo que ocurre, sino ofreciendo su vulnerabilidad al Padre como una ofrenda suplicante: “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia y habiendo sido perfeccionado vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen”. Por eso, contemplando la grandeza del Hijo sujeto al Padre hasta llegar al valle de sombras de muerte, podemos estar seguros de que, cuando las aguas llegan al alma, su presencia a nuestro lado siempre traerá vida al corazón. Soli Deo Gloria.
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