Hay en todo el mundo un clamor por humanidad, por preservar de algún modo lo humano; al mismo tiempo, sin embargo, parecemos minar las condiciones que hacen eso posible. Castramos y esperamos que los castrados tengan prole.
“Lo que llamamos el poder del hombre sobre la naturaleza resulta ser un poder ejercido por unos hombres sobre otros, valiéndose de la naturaleza como su instrumento”. Así reza una de las célebres frases de La abolición del hombre, el iluminador ensayo publicado por C.S. Lewis hace 80 años. No es, desde luego, que Lewis creyera que todas las relaciones humanas se reducen a pura y simple dominación. Sus palabras dan cuenta, más bien, de su distancia respecto del moderno proyecto de dominación de la naturaleza que, en su última etapa, alcanza también a la naturaleza humana. Ese es un poder ejercido por unos hombres sobre otros. Que el poder del hombre vaya en aumento, después de todo, no significa que haya una emancipación de la humanidad (como la común ilusión lo pretende). Para comprender el poder del hombre sobre la naturaleza, notaba Lewis, debemos recordar el factor temporal: no hay abstracto empoderamiento de toda la raza humana, sino poder de una generación que forma las condiciones y la vida de la siguiente. Cuanto más concentrado y radical sea ese poder, mayor es la sujeción bajo la que queda la generación venidera. “La conquista final del hombre es la abolición del hombre”.
¿Pero por qué escribir sobre esa forma de abolición en 1943, cuando millones de personas estaban siendo literalmente abolidas en los campos de concentración? Para ese hecho hay una explicación relativamente sencilla. Como subraya Alan Jacobs en La crisis del humanismo cristiano, 1943 es el año en que, al volverse por primera vez previsible el triunfo de los aliados, una serie de pensadores cristianos se volcaron sobre la pregunta por el tipo de Occidente que iba a ganar. ¿Se triunfaba sobre Hitler por superioridad moral y espiritual? ¿Por simple capacidad económica y militar? ¿No era hora de preguntarse por el potencial destructivo que habitaba también en los países libres? Es la pregunta que Jacobs encuentra en Maritain y W.H. Auden, en T.S Eliot y Simone Weil –y en C.S. Lewis. Y es esa la razón por la que tras ocho décadas –y con inaudito crecimiento de nuestro poder técnico– este breve libro sigue siendo tan actual.
Ahora bien, para “conquistar”, manipular o abolir, hay que haber empezado antes a mirar con otros ojos la realidad que uno tratará de ese modo. Talamos bosques cuando hemos dejado de creer que cada árbol tiene un espíritu. El proyecto de transformación de la humanidad exige algo parecido: para que tratemos al hombre como simple materia a nuestra disposición, tiene que haberse desencantado el hombre tanto como el bosque. De ahí que el libro de Lewis trate un elenco bien amplio de cuestiones (la “abolición” que le da título solo aparece en la tercera y final de las conferencias que componen el ensayo). Este es un libro de antropología y ética, de encantamiento, ecología y educación.
La inquietud de Lewis arranca, en efecto, de un manual escolar de lenguaje en que la sublimidad de un paisaje natural es reducida a un mero gusto del hablante: “Esto es sublime”, escriben los autores del texto escolar, significaría en realidad “Tengo sentimientos sublimes”. Si eso es cierto, en realidad nunca estamos diciendo algo importante sobre la realidad, sino solo dando expresión a nuestro interior. Lewis atacaba así una teoría sobre nuestros juicios morales todavía hoy común. Pero al tratar esta teoría estaba también abordando un tipo de educación (y una visión de las ciencias) igualmente influyente: la que descansa sobre una separación entre el mundo de los hechos y el mundo de los valores. En el primero de esos mundos no habría rastro de valor. En el segundo de ellos no habría rastro de verdad o falsedad, solo sentimiento o elección irracional.
La educación concebida bajo esa lógica naturalmente duda de que en la emoción haya acceso a la realidad como lo hay en la razón, y pretende por tanto librarnos de la “propaganda emocional”. Pero su resultado, como bien subraya Lewis, es algo así como “hombres sin pecho”, hombres que no han aprendido a dolerse con lo que merece dolor ni a honrar lo que merece honra. Para Lewis las consecuencias de este tipo de educación son evidentes: “Hacemos hombres sin nada en el pecho y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos sorprendemos de que haya traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que tengan prole”. Clamamos por cosas que tornamos imposibles. A ochenta años, ese diagnóstico sigue vigente. Hay en todo el mundo un clamor por humanidad, por preservar de algún modo lo humano; al mismo tiempo, sin embargo, parecemos minar las condiciones que hacen eso posible. Castramos y esperamos que los castrados tengan prole.
La abolición del hombre debe ser, por cierto, uno de los textos menos explícitamente cristianos de Lewis, por mucho que el libro obviamente fuera compatible con la visión cristiana tan presente en el resto de su obra. Muy distinta es la situación de otro texto que está de aniversario, Cristianismo y liberalismo, publicado por J Gresham Machen hace cien años. Aquí se trata de controversia teológica de primera magnitud. Enfrentado al liberalismo o modernismo en religión, Machen escribía que “el liberalismo no solo es distinto del cristianismo en cuanto religión, sino que pertenece a una clase totalmente distinta de religiones”. Era la época de las controversias entre “fundamentalismo” y “modernismo”, controversias sobre Dios y el hombre, sobre la salvación y la Biblia, sobre la idea misma de una realidad sobrenatural. Y si bien Machen no era un “fundamentalista”, produjo el más notable de los textos que emergieron ahí contra el “liberalismo”.
Valgan las comillas, pues se trata de un libro contra el “liberalismo” en un sentido muy específico del término. Hay otro sentido genérico en que las posiciones de Machen eran “liberales”. Era, por lo pronto, enemigo de la “Ley seca” y contrario a la lectura de la Biblia y la oración en las escuelas estatales. “Soy un hombre ‘a la antigua’ en mi convicción sobre la veracidad de la Biblia. Pero soy igualmente ‘a la antigua’ en mi amor por la libertad”, escribía. Pero si este es un libro de polémica contra el “liberalismo” (sea o no el término adecuado) también cabe decir que es un libro de controversia contra los que no quieren controversia. En 1912, en su breve tratado “Cristianismo y cultura”, había escrito que “no es posible entrar en el reino espiritual sin controversia”. No hay nada de belicosidad gratuita en su obra, nada de gusto por la polémica superflua. Pero sí hay una profunda conciencia de que hay problemas fundamentales de la vida humana que nos ponen ante una disyuntiva. Es una calamidad, escribe en Cristianismo y liberalismo, que Zwinglio y Lutero se dividieran de modo semejante en el Coloquio de Marburgo; pero mayor calamidad habría sido, continúa, que teniendo importantes diferencias no se dividieran.
Todo esto nos remite de regreso a Lewis. Si La abolición del hombre es manifiestamente un libro sobre educación, tal vez debiéramos aprender a releer Cristianismo y liberalismo también como un texto en ese género. La controversia, por la que el libro destaca, tiene un fundamental rol de esclarecimiento. Pero además el libro de Machen parte con una diatriba contra la influencia educacional del utilitarismo, contra quienes han concebido la educación como un programa de mayor bienestar para el mayor número. Según la observación de nuestro autor, esta mirada ha terminado poniendo a los alumnos en manos de “expertos en psicología sin la más mínima familiaridad con las cuestiones más elevadas de la vida humana”. Por distinto que sea su carácter y objetivo, estos libros de Lewis y Machen tienen así una profunda afinidad de espíritu, y un mensaje de inequívoca actualidad a 80 y 100 años de distancia.
¿Pero qué tipo de reflexión debiéramos esperar si cruzamos hoy esos dos proyectos? La respuesta, creo, se encuentra en un libro publicado el año 2020 por Carl Trueman, El origen y el triunfo del ego moderno. Hace algo más de una década Trueman prologaba, de hecho, una nueva edición de Cristianismo y liberalismo, pero sus preocupaciones más recientes lo han llevado más bien al campo tocado por Lewis en La abolición: al hecho de que nuestra crisis hoy es antropológica. “¿Qué es una mujer?” Como todos hemos podido ver, para muchos esa pregunta se ha vuelto difícil de responder en medio de las discusiones sobre la transexualidad. Pero como bien nota Trueman, esa discusión se ha desatado por causas mucho más profundas, porque ya no sabemos qué es un ser humano.
La traducción de su libro al castellano, debemos lamentar, deja mucho que desear. Como botón de muestra baste aquí con notar que La gaya ciencia, de Nietzsche –y gaya, fröhliche, significa tanto como “alegre”– se encuentra ahí traducida como La ciencia gay. En un libro que en parte toca la revolución sexual, esto no puede sino confundir completamente al lector desprevenido. Como fuere, sigue siendo una traducción legible de un libro con una preocupación urgente. En sus sucesivos capítulos Trueman traza una ruta muy sencilla: los pasos por los que nuestro yo ha pasado a definirse por su vida interior (la psicologización del yo), nuestra vida interior por la dimensión sexual (la sexualización de la psicología), y finalmente por el deber de dar reconocimiento externo al resultado de los dos pasos anteriores (la politización del sexo). En todo esto se trata, pues, del profundo cambio en la comprensión de nuestro “yo” (un término seguramente más afortunado que el “ego” usado en la traducción).
Todo esto culmina, como es natural, en las controversias del presente que tan frecuentemente designamos como “guerras culturales”. Si Machen se quejaba hace un siglo por una educación entregada a los expertos en bienestar en lugar de los que aman el conocimiento, hoy esos expertos han triunfado de una manera que altera toda nuestra civilización. De ahí las conocidas disputas de hoy sobre microagresiones, espacios seguros y corrección política. Pero lo de Trueman no es un panfleto dentro de las “guerras” marcadas por ese clima. La dimensión polémica está aquí cruzada con el interés genuino por trazar las largas causas históricas que explican nuestra situación. No es una simple diatriba contra “la izquierda cultural”, sino una indagación de los pasos por los que dejamos de tener una noción estable de naturaleza humana que en algún sentido sea una autoridad sobre nosotros.
Lo más llamativo, a fin de cuentas, no es el contenido primordialmente sexual atribuido a esa naturaleza, sino la plasticidad total con que se imagina al ser humano. De hecho, como el mismo Trueman ha reconocido tras la publicación del libro, al escribirlo aún no había captado que la transexualidad puede ser comprendida no tanto como un capítulo en la historia de la diversidad sexual, sino como un capítulo en la historia del transhumanismo. Y eso, para cerrar el círculo, nos lleva de regreso a La abolición del hombre. Puede parecer desolador el desierto de reflexión protestante en medio de la gravedad de los problemas del presente. Pero en medio de esa indigencia nos esperan obras que tocan el nervio más central de nuestros actuales desafíos.
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