Cuántas veces albergamos en nuestros corazones esas dudas secretas que, en el peor de los casos, nos carcomen interiormente y matan no solo la fe sino también nuestra esperanza.
Siempre me llamó la atención este pasaje sobre los mensajeros que Juan el Bautista envió desde la cárcel a Jesús, para preguntarle lo que hasta entonces parecía más que obvio para él.
En definitiva, le estaba preguntando si él era el Mesías esperado o debían seguir esperando a otro que fuera el Mesías triunfante y definitivo (Mateo 11:1-19 / Lucas 7: 18-35).
Este Juan es el que proclamaba abierta y sinceramente, ante las multitudes atraídas por su fascinante personalidad: “Yo no soy el Cristo”. Este era el indiscutible heraldo del Rey de reyes que preparaba el camino del Señor.
Este es el que profetizó tempranamente ante los dirigentes del pueblo y ante las multitudes acerca de Jesús, diciendo: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:19-36). El hombre que no realizó ni un solo milagro público, que sepamos, pero lo milagroso de este Juan Bautista era su admirable estilo de vida y su poderoso mensaje que estremecía las conciencias y que traspasaba los corazones de los más indiferentes.
Leyendo el relato inicial de la duda de Juan acerca de la mesianidad de Jesús, descubro sencillamente a un hombre tan vulnerable como pudiéramos ser cualquiera de nosotros. Probablemente a Juan le asaltaba por momentos la duda de la verdadera identidad de Cristo: ¿Era este el Mesías prometido o sencillamente era un hombre común con ciertas cualidades milagrosas?
Esta duda momentánea invadió la mente de Juan en sus horas más bajas. Su duda secreta, muy probablemente, fuera la siguiente: "¿Será Jesús, (su primo carnal) el Salvador de Israel o será un hombre carismático de alto perfil y nada más que eso?”.
Sin embargo, su duda más profunda pudiera haber sido perfectamente la que relatamos a continuación: ¿Valdrá la pena todo el esfuerzo realizado? ¿Servirá de algo esta vida ascética consagrada a Dios completamente o quizás haya sido un tiempo y una vida perdida en detrimento de otras ocupaciones y prioridades de interés personal y humano que he desperdiciado? ¿Habrá servido para algo arriesgar tanto mi vida y mi futuro por un supuesto mesías demasiado sencillo a la vez que muy humano?
Lo que más me asombra, es la categórica respuesta de Jesús a los mensajeros de Juan quienes estaban siendo testigos de innumerables milagros: “En esa misma hora Jesús curó a muchos de enfermedades y de aflicciones diversas, y de malos espíritus, y a muchos ciegos les dio la vista. Y respondiendo Él, les dijo: Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos reciben la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos son resucitados y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y bienaventurado es el que no haya tropiezo en mí” (Lucas 18: 21-23).
Para cualquier observador, puede resultar sorprendente y hasta contradictoria la declaración pública de Jesús acerca de Juan el Bautista, realzando su figura y su ministerio ante las multitudes. Cualquiera de nosotros no sería capaz de responder fácilmente, de esta manera, respecto de alguien que por momentos duda de tu persona y ministerio; eso es lo que Jesús hizo con Juan, lo revindicó públicamente, detecto su estado de ánimo y le devolvió un mensaje de esperanza y de afecto personal.
Esta reflexión es pertinente para cualquiera de nosotros hoy, pero permitidme enfocarla muy especialmente a los dirigentes del pueblo de Dios, a los pastores/as, a los diáconos y a los líderes de diversas áreas de servicio cristiano y otras responsabilidades ministeriales: ¡Cuántas veces albergamos en nuestros corazones esas dudas secretas que, en el peor de los casos, nos carcomen interiormente y matan no solo la fe sino también nuestra esperanza!
Muchas veces el cansancio, las decepciones, la ingratitud, el quebrantamiento de nuestra salud física y psicológica, también nuestros errores personales y los conflictos familiares propician ciertos estados de ánimo que derivan en pequeñas o grandes crisis espirituales, o incluso en auténticas crisis de fe.
Desde mi propia experiencia personal y ministerial, como consejero de pastores, no soy capaz de avanzar una fórmula mágica y concluyente; porque lo que a unos les va bien a otros no tanto, aun y encontrándose en situaciones similares. Las dudas acerca de nosotros mismos, más que del propio Señor, son las más frecuentes en el liderazgo porque también estamos muy expuestos.
Las causas pueden ser puramente circunstanciales y reactivas, y para estos casos el pronóstico es esperanzador y superable, por lo general. Los casos más complejos y destructivos son los casos endógenos, aquellos que se generan desde nuestro interior y se instalan en nuestra vida de forma patológica generando un efecto corrosivo en nuestras almas, pudiendo llegar a intoxicar gravemente nuestro espíritu y nuestra alma.
Existen estudios acerca de las causas por las que los pastores abandonan el ministerio con cierta frecuencia y algunas de ellas son imputables a los propios pastores, pero otras muchas tienen que ver con las mil y una sutilezas del enemigo de nuestras almas, sembrando en muchos de nosotros dudas acerca de la Providencia Divina o quizás haciéndonos desconfiar de nuestra pertinencia ministerial.
Las dudas también encuentran su origen en las frustraciones personales y en las falsas expectativas que nos hemos creado o que alguien nos ha inducido a creer, no proviniendo estas del mismo Señor.
Con la ayuda de Dios hemos de acabar cuanto antes con la duda bloqueante de este asesino invisible de nuestra fe, o de lo contrario esta acabará con nosotros minando nuestra preciosa alma.
Desde luego que somos tan humanos y, a la vez, vasos de barro utilizados soberanamente por el mismo Señor, que debemos estar apercibidos de los dardos de fuego del Maligno respecto de las dudas que asaltan nuestras almas perturbando gravemente nuestro estado de ánimo.
Por eso es necesario vestirnos diligentemente con toda la armadura de Dios, para estar firmes y resistentes contra las múltiples asechanzas del Diablo, para que no nos devore cual león rugiente siempre hambriento de dudas destructoras.
No es una mala idea poder hablar con alguien que nos resulte confiable y nos inspire suficiente confianza como para hablarle acerca de nuestras dudas y temores personales o de cualquier crisis de fe que estemos padeciendo y someternos a su buen criterio y sabiduría espiritual.
Mientras tanto te propongo la declaración de fe del apóstol Pedro, proclamando a viva voz como un acto de confianza y autoafirmación las siguientes palabras bíblicas: Señor, tú eres el Cristo el Hijo del Dios viviente, solo tú puedes devolverme la fe y la esperanza perdida, amén.
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