El deporte nos puede dejar valiosas lecciones para la vida.
Algunos lectores pasan del fútbol. Se dicen a sí mismos, si hay 22 futbolistas corriendo tras el mismo balón, lo más sencillo sería darle un balón a cada uno y todos contentos… ¿No? Pero hay otros a quienes les entusiasma jugar o, por lo menos, ver un partido en pantalla. A algunos, hasta les sube la tensión peligrosamente cuando sentados con palomitas no apartan la mirada del televisor.
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Claro que no se jugaba al fútbol en los tiempos bíblicos. Y desde luego no voy a dedicarme a comentar regateos y goles. Pero sí que podemos aprender una lección bíblica basado en el susodicho deporte. A quienes os gusta el fútbol, os dedico el presente escrito:
Unos jóvenes llegan a un terreno plano. Uno de ellos tiene un balón bajo el brazo. Amontonan piedras a los lados de una supuesta portería improvisada y se disponen a tirar penaltis. Cada cual desea demostrar que es el mejor. Unos porque tienen la camiseta de su equipo favorito con el número del mejor futbolista del club de fútbol, otros porque entrenan frecuentemente, otros porque son los hinchas más leales de su equipo, etc.
El caso es que todos quieren ser el que marque el mejor gol y cada cual le da el punterazo más fuerte que puede al esférico. Con tan mala suerte que en un disparo, el balón choca con fuerza con la ventana de una casa. Adiós cristal.
Asustados, los jóvenes se esconden. Pero transcurren los minutos y no sale nadie de la casa. Ni siquiera se enciende la luz. Susurrando, hablan entre sí y deciden que el problema ya pasó. El más valiente decide salir de su escondite y recupera el balón. Se pone a darle algunos toques a la pelota y no pasa nada. El resto de los jóvenes decide que pueden salir y que no ocurrirá nada. Y así, poco a poco, retoman la competición de penaltis.
Las risas y los alardes personales de repente se convierten en un silencio sepulcral cuando de repente, de la casa sale un policía. Pálidos y petrificados le observan acercarse con bolígrafo y cartilla en mano.
Si somos honestos, ya no quedan cristales en las ventanas de nuestra vida. Solo hay un montón de esquirlas esparcidas por el suelo. Esa es la realidad:
“por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23).
¿Vas a seguir rompiendo ventanas porque todavía no te ha salido al encuentro el Policía? Es más, Dios es el Árbitro en el partido de nuestra vida. No hay ningún jugador que no haya cometido ninguna falta contra Él. El Árbitro sabe que nos merecemos una tarjeta roja y ser expulsados del Cielo. Pero dicho Árbitro nos ama tanto que sufrió la sanción en lugar de los jugadores para que tuvieran la entrada gratis al Cielo.
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“{Cristo} llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1ª Pedro 2:24).
Dios no desea ser ni el Policía ni el Árbitro de tu vida. Quiere ser tu Salvador. Pero para gozar de Su misericordia, deja de romper ventanas y acude a Él para recibir el perdón de tus pecados. Si no, no podrás evitar la tarjeta roja. No permitas que el pecado te gane por goleada.
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