Si Jesús no hubiera resucitado de los muertos, vana sería nuestra fe y también estaríamos irremisiblemente perdidos en nuestros pecados.
La muerte de Jesucristo en el monte Calvario viene a ser la gran paradoja divina para la redención de la humanidad. El hecho de la muerte de Jesús en la cruz se convierte en una ofensa para la razón humana porque la cruz supone una locura para quienes no creen, porque la muerte de una víctima humana para salvar a la humanidad es inconcebible para el hombre y la mujer contemporáneos, siendo lo más asombroso de todo que quien tenía que morir era nada más y nada menos que el mismo Hijo de Dios, éste es el Dios que se hizo hombre por amor a nosotros.
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Los días de la llamada semana de la pasión de Jesucristo son enormemente llamativos, además de dramáticos, por su exacto cumplimiento profético, predicho por las Sagradas Escrituras cientos de años antes de que sucedieran los hechos.
Pero lo que no deja de impresionarnos después de tantos años y de tantas versiones realizadas en el cine, en el arte y en la literatura es el hecho de la crucifixión en sí misma. El Hijo de Dios agonizaba lentamente y, mientras tanto, a su alrededor se producían efectos especialmente llamativos como fue el súbito rasgado del velo del templo de Jerusalén, el terremoto en el preciso momento del óbito y la gran oscuridad que se produjo en aquellos momentos; era como si la misma creación rugiera de dolor por la muerte del Salvador del mundo.
El efecto soteriológico de la muerte de Cristo en la cruz tiene un alcance cósmico, además de un efecto redentor para toda la raza humana: “Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades, y cargó con nuestros dolores; (…) más Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades. El castigo por nuestra paz cayó sobre Él, y por sus heridas hemos sido sanados” Jesús también triunfó sobre los poderes de las tinieblas en la cruz, destruyendo el infernal poderío satánico al que estaba sometida toda la humanidad
Su muerte vicaria nos redime de la esclavitud moral del pecado y nos otorga libertad para poder vivir una vida nueva y plena aquí en la tierra y, ante todo, nos concede el impagable don de la vida eterna más allá de la muerte.
Son muchos los beneficios actuales y eternos de la muerte de Jesucristo a nuestro favor. Y este hecho solo tiene una única explicación, el gran amor de Dios hacia todos nosotros, porque cuando aún éramos incapaces, Cristo murió por nosotros. ¡Bendito sea su Nombre!
Por ello, quiero invitarte a que celebres conmigo el triunfo del crucificado sobre aquella maldita cruz que, por momentos, se convirtió en el símbolo de bendición más grande de todos los tiempos. Si Jesús no hubiera resucitado de los muertos, vana sería nuestra fe y también estaríamos irremisiblemente perdidos en nuestros pecados.
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Pero Jesús sufrió la cruz hasta sus últimas consecuencias y, tal como estaba profetizado, al tercer día resucitó de entre los muertos y vive para siempre. Y este hecho ha sido, es y será por siempre el gran triunfo del Resucitado… ¡Aleluya!
(Isaías 53:4-5 Colosenses 2:15, 20)
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