¿Qué sucede cuando aprendemos a compartir, a preocuparnos y a orar por las tareas que todos realizamos en nuestros contextos sociales concretos: personal, familiar, vecinal, estudiantil y laboral?
La cristiandad está muerta como fuerza social, política, cultural y espiritual. Vivimos, como acertadamente se ha descrito, en la era post-cristiana. Sin embargo, a menudo la iglesia sigue funcionando de la misma manera, a pesar de las profundas transformaciones sociales sucedidas a lo largo del tiempo. Es decir, en términos de cómo “entendemos” y “hacemos” iglesia, para nosotros apenas ha cambiado nada desde hace siglos.
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La iglesia se enfrenta hoy al desafío de redescubrir la misión ante un nuevo paradigma (Modelo), mientras sigue luchando por librarse del esquema mental de la cristiandad, centrado en una religiosidad de “circuito cerrado” vacía y superficial, que hoy resulta obsoleta, anacrónica y, por tanto, inservible para proclamar un cristianismo auténtico. Loren Mead, célebre escritor y misionólogo, escribió hace algún tiempo estas palabras: “Estamos rodeados de reliquias del paradigma de la cristiandad, un paradigma que hace ya mucho tiempo dejó de funcionar. Estas reliquias nos convierten en rehenes del pasado y dificultan la creación de un nuevo paradigma que en épocas futuras puede llegar a ser tan influyente como el paradigma de la cristiandad lo ha sido en el pasado”.
Pongamos un ejemplo que arroja luz sobre el tema en cuestión. Juana es la típica miembro de iglesia. Su problema, como lo es el de tantos, es cómo conjugar todos los aspectos de la vida para que su fe tenga sentido. ¿Cuál es su experiencia de iglesia? Como todos los cristianos, ella pasa la mayor parte de su tiempo en el espacio secular y “sin Dios” llamado mundo. El domingo va a la iglesia. La congregación le ofrece una especie de terreno neutral lleno de creyentes como ella. Entre ellos se siente a salvo y segura porque la tensión que suele sentir en “el mundo” se ve temporalmente mitigada. Entra en el culto, comienza la alabanza y, de súbito, parece como si Dios hubiera bajado del cielo dando un salto. El pastor predica y Juana siente que la palabra la nutre. Al final, se pronuncia una bendición y, de repente, parece como si de nuevo Dios hubiera dado un salto para volver a su cielo hasta la próxima semana. Bajo esta visión dualista del mundo, Juana tiene que regresar a un mundo que parece entenderse como un espacio donde la presencia de Dios no existe.
La tragedia es que, en este tipo de iglesia, todo contribuye a que Juana experimente su vida dividida entre lo sagrado y lo profano, lo espiritual y lo material. Nadie se ha propuesto intencionalmente que esto sea así, pero es como si el “virus del sistema” o, mejor explicado, la percepción distorsionada de la realidad comunitaria, se instalara en la vida eclesial produciendo un maniqueísmo impresentable. El resultado directo de este modo de hacer iglesia es que se experimenta a Dios como un “Dios de iglesia” y no como un Dios de toda la vida, incluyendo la iglesia (“Caminos olvidados”. A. Hirsch). El problema es que solo se puede adorar a Dios en el contexto de nuestra implicación con el mundo, lo cual debe convertir a la iglesia en una comunidad en estado de misión para esta sociedad.
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La iglesia, dispersa por las tareas que cada uno de sus miembros realiza en el mundo, no deja nunca de serlo, sencillamente porque la dimensión comunitaria de nuestro ser uno jamás queda escindida con la distancia. Al contrario, todo lo que hacemos en nuestras actividades diarias y cotidianas tiene un valor personal y global intrínseco para Dios, porque él reclama amor, verdad, justicia, misericordia, rectitud, bondad, responsabilidad, honestidad, compasión, respeto y gratitud, no solo cuando la iglesia se encuentra reunida en torno a la palabra, sino igualmente cuando la comunidad se encuentra entretejida en su entorno concreto visibilizando su identidad como sal de la tierra y luz del mundo.
¿Qué sucede cuando aprendemos a compartir, a preocuparnos y a orar por las tareas que todos realizamos en nuestros contextos sociales concretos: personal, familiar, vecinal, estudiantil y laboral? Ocurre que los “campos de misión” de cada uno se funden en uno solo del que todos participamos activamente en tanto comunidad en estado de misión. Y, entonces, por el poder del Espíritu nos vivimos como un solo pueblo que proclama unido un evangelio de fraternidad irrompible porque se vive a sí mismo como “nación santa, pueblo adquirido por Dios para anunciar las virtudes del que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable”. 1 Ped. 2:9. Soli Deo Gloria.
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