Jesús abolió con su muerte todas las infraestructuras y sistemas religiosos que intentaban mediar entre Dios y la humanidad y los clavó en la cruz.
Jesús no solo murió, fue ejecutado. Algunas veces él habló de su propia muerte en un lenguaje simbólico críptico: “… Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo. Pero si muere, lleva mucho fruto, Jn. 12:24. En otros momentos, describió su entrega como el momento central de su misión: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”, Mr. 10:45. Ahora bien, si queremos ver más allá del propio Jesús para encontrar a los culpables de su muerte, debemos mirar a las instituciones que amenazó, porque las Escrituras registran que el Señor atrajo a multitudes y fue su creciente popularidad la que motivó a los responsables de las instituciones religiosas a buscar y encontrar una causa para arrestarlo, juzgarlo y condenarlo.
En su libro “¿Qué quiso decir Jesús?” Gary Wills escribe: “Lo que más llamó la atención, más resistencias levantó y más peligroso hizo a Jesús fue, precisamente, su oposición frontal a la religión, tal como se entendía en su época”. Eso fue lo que le llevó a la muerte. Lo mató la religión. Pero habría que añadir que también fueron los poderes políticos y económicos aliados con la religión los que acabaron con Jesús.
Sin embargo, como ya hemos dicho, Jesús vio su propia muerte en una cruz romana como el centro de su misión. Ese fue su plan todo el tiempo: un proyecto de rescate y victoria, aunque desde un punto de vista superficial pareciese una derrota definitiva. Por eso, es pertinente preguntar: ¿Qué sucedió en la cruz para que Jesús y sus seguidores lo interpretaran como el evento más significativo de la historia? ¿Cómo es posible que los primeros cristianos pudieran pensar en la crucifixión de su Mesías como “Buenas Noticias”, es decir, Evangelio? Si miramos más allá de los clavos, la madera y la sangre, ¿qué vemos?
Cuando Jesús dio su último aliento en la cruz y comenzó a caminar la iglesia, sus seguidores afirmaron que había sucedido algo que marcaría para siempre el fin de la religión. En el templo de Jerusalén había una cortina gruesa, un velo que separaba el resto del templo del lugar más sagrado. El “Lugar Santísimo” era donde se manifestaba la presencia de Dios en toda su majestad. Nadie entraba ahí excepto el Sumo Sacerdote y lo hacía una sola vez al año para el perdón de los pecados de todo el pueblo (“El fin de la religión”. Bruxi Cavey). Nada podía simbolizar mejor la línea divisoria entre lo sagrado y lo profano que el velo del templo: Dios en un lado, los seres humanos en el otro, y solo sacerdotes mediadores frágiles, vulnerables, pecadores y con fecha de caducidad, que necesitaban ser sustituidos una y otra vez porque sus vidas resultaban efímeras y transitoria.
En el momento de la muerte de Jesús, la Biblia registra que el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo, Mt. 27:51; Mr. 15:38; Lc. 23:45. Dios mismo confirmó el mensaje y la misión de Jesús a través de un acto de “vandalismo antirreligioso”, de tal manera que la distancia entre Dios y los seres humanos quedó unida para siempre por Jesús. Y fue así como se convirtió en el único mediador entre Dios y la humanidad, derribando al mismo tiempo la barrera que mediaba entre los que creían estar dentro y los que se encontraban fuera:
“Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz”. Ef. 2:14-15.
Jesús abolió con su muerte todas las infraestructuras y sistemas religiosos que intentaban mediar entre Dios y la humanidad y los clavó en la cruz. Él murió por nosotros y por nuestros pecados, pero eso incluye afirmar con la misma contundencia que murió para abolir, eliminar y destruir nuestra religión, tan necesitada de conversión como el propio ateísmo. La teología del templo de Jerusalén se sustentaba sobre el monopolio del perdón de los pecados, y debido a que este perdón era un requisito previo para entrar en la presencia de Dios, el templo reclamaba también la autoridad para determinar quién tenía acceso a Dios y quién no. En este contexto, sostener que Jesús era el único sacrificio por el pecado significaba negarle al templo toda autoridad sobre el perdón y el acceso a Dios.
Ya no necesitamos imaginar a Dios recluido en lugares especiales como santuarios, iglesias o templos. Tampoco hacen ya falta hombres sagrados que medien con criterios religiosos el acceso a la presencia de Dios, porque el Dios verdadero nunca ha estado, ni está, ni se le espera en el negocio de la religión, “Porque por un solo sacrificio hizo perfectos para siempre a los santificados”. Soli Deo Gloria.
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