Por ese cristocentrismo Lutero conquistó algo que en ningún momento la cristiandad anterior había tenido: reconciliarse con la potencia del humanismo.
En Lutero la experiencia de verse desde fuera, desde Otro, desde la visión y palabra de Cristo, suponía vivir la libertad verdadera, la confianza segura, la alegría. Al verse en Cristo, en su obra perfecta, hecha una vez para siempre, podía ahora mirar la vida con alegría, el gozo del que habla el Apóstol. Realmente, y de esto conversamos hoy, llegó a esa tierra de leche y miel, la vida, la familia, el trabajo… cuando fue (esto vale para todos nosotros) sacado con mano poderosa de la esclavitud de Egipto, de la Iglesia (Babilonia, dijo en célebre ocasión) y llevado a la Cruz donde está una Iglesia que no se ve, de todo tiempo, lengua y nación. Esto ocurre solo por el poder de Dios. Esto es el evangelio, por eso es poderoso.
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Esa experiencia, afirmada en la Palabra que nos dice nuestra nueva condición, “… era en el fondo [cito del libro que leemos] el gozo de una alegría vital, confiada y serena, esperanzada y risueña, que volvía a afirmar el mundo [negritas mías]. Viendo a su perro Tölpel menear la cola mientras él le acariciaba las orejas, comprendió que en el noble animal se abría una especie de confianza hacia los humanos que no podía ser racionalizada. La experiencia del Dios salvador era parecida. Era una nueva actitud vital confiada en quien debía proveer… Llevaba a una nueva experiencia vital del cuerpo. Ese gozo vital es ser bueno, vivir reconciliado. Como tal implicaba un ser humano nuevo, desprendido del agobio existencial del viejo y, sobre todo, de las representaciones mentales de la teología, la causa del descarrío.
Si esa era la experiencia originaria del cristiano, no podía tener lugar en el seno de una institución visible. Era, por el contrario, la experiencia que daba acceso a cualquier sentido de comunidad eclesial. Formar parte de la iglesia no producía esa experiencia, sino que era esa experiencia la que nos hacía formar parte de una comunidad. Por tanto, para Lutero lo perentorio y prioritario era la iglesia invisible que reunía a los que estaban reconciliados de la justicia de Dios. Lo relevante no era que la iglesia fuera el lugar donde esa experiencia se realizaba, sino que era el lugar en el que se reunían los que habían tenido esa experiencia. La iglesia no extendía la fe, sino que reunía a los que la tenían. Así, Lutero llevó más allá la idea de Agustín. Más que buscar la reforma de la iglesia, Lutero hizo suya la idea de iglesia invisible como condición de posibilidad de la iglesia visible. Eso es sencillamente la reforma: la necesidad de confesar la fe antes de pertenecer a la comunidad eclesial. Por eso la confesionalización será un fenómeno específicamente reformado…
En realidad la experiencia de la fe le pareció el único asunto relevante. Una vez que los fieles atravesaban esa justicia de Dios, las cuestiones de las obras, los consejos evangélicos, las diferencias externas, el sacerdocio, la penitencia, todas las dimensiones de la iglesia visible, dejaban de ser relevantes. Esa experiencia de la justicia de Dios era previa a toda otra cuestión; concernía al ser humano, con indiferencia del laico y del religioso, del sabio o ignorante.
Sobre todo era incompatible con el nudo conceptual de los teólogos, que ahora podían ser despreciados como los que expropiaban a los cristianos de la Biblia. Desde este cambio de perspectiva, Lutero exigía un cristocentrismo porque la justicia de Dios se revelaba en Cristo. Solo Él garantizaba la posibilidad de que la perspectiva de Dios fuese compartida por el ser humano. En eso era nuestro pedagogo, nuestro maestro. Cristo garantizaba que nosotros pudiéramos mirar desde la perspectiva de Dios. Por ese cristocentrismo Lutero conquistó algo que en ningún momento la cristiandad anterior había tenido: reconciliarse con la potencia del humanismo. Cuando Lutero tuvo que juzgar a Erasmo, solo pudo decir que Cristo no era para él importante, y eso a pesar de su philosophia Christi. En realidad, lo que no era importante para él era la Biblia propiamente dicha, entera, desde el principio al final. Pues toda la Biblia hablaba de Cristo.” (pp. 320-322)
Poco a poco estamos llegando a algunas conclusiones en este ratito de conversación. Por supuesto, si alguien se ha llevado las manos a la cabeza y pretende calificar de anarquía esto de la iglesia invisible, que se calme. Nunca la Reforma despreció el orden religioso en el espacio civil. Si no, que se lea algo de Calvino. Pero no olvide lo que afirmó, que “aunque todos los templos cerraran y no existieran, la Iglesia seguía sobre la tierra”. Una cosa es evidente, que ya reconocemos dos miradas, con dos redenciones: la propia, que se ve desde sí misma, transversal, es la que hoy impera, por supuesto, es variopinta, tiene muchas miradas, es división, es la iglesia de los sacramentos y del purgatorio y de todas sus hermanas con sus tipos de santidad. Con esa mirada te ves desde la esfera religiosa o eclesial, del color que sea. Y la otra, la de la unidad, la de un Señor, una fe, un bautismo, la mirada de Dios. De esa seguimos hablando.
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Antes de terminar, no me resisto a ponerles algún renglón más.
“Al interiorizar el gesto paulino, Lutero repitió la experiencia de desmontar todas las categorías antropocéntricas. Lo que salvaba al humano le venía desde fuera de lo humano. Esa era la clave. ‘No es una rectitud que encuentre su origen en esta tierra nuestra. Es una rectitud que viene del cielo. Debemos ser instruidos en esta rectitud externa y ajena. Por eso nuestra primera tarea es arrancar nuestra propia e insignificante rectitud. Como hombres sin nada, debemos esperar la misericordia de Dios.’” (p. 329)
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