¿Cuánto importa la Reforma de cara a los dilemas fundamentales que enfrentamos hoy? ¿Cómo hay que mirarla para que importe?
Cuando corrían los años noventa, me encantaba conmemorar la Reforma protestante. Como esto no le interesaba a casi nadie más, se trataba, por cierto, de un ejercicio algo difícil: en una era de incipiente uso de internet había que identificar si alguna iglesia de la región había organizado una ceremonia. Algunas veces la operación era exitosa: se cantaba algún himno, se escuchaba alguna conferencia. Las cosas han cambiado, desde luego, y hoy existen todo tipo de instancias conmemorativas. Te persiguen antes de que las busques. En mi propio país, se llegó al delirio de declarar el 31 de octubre feriado. Por mi parte sigo estudiando el pensamiento del siglo XVI, pero ya ninguna de esas ceremonias me atrae. ¿Por qué? Tal vez tenga sentido explicarlo poniendo algunas cosas en perspectiva. ¿Cuánto importa la Reforma de cara a los dilemas fundamentales que enfrentamos hoy? ¿Cómo hay que mirarla para que importe?
Tal vez convenga partir no por nosotros ni por la Reforma, sino por la iglesia antigua. ¿Qué preguntas la movían? ¿Qué consumía la energía intelectual de los creyentes? Dependiendo del siglo al que se mire, estas preguntas admiten una respuesta relativamente sencilla. Quien mira, digamos, al temprano siglo IV, ve a una iglesia preocupada por las naturalezas y persona de Cristo y por la doctrina trinitaria. No era, en otras palabras, la pregunta por la salvación la que los agitaba. “Un bautismo para remisión de los pecados” es todo lo que se encuentra en el Credo niceno sobre la salvación. Sobre el “verdadero Dios de verdadero Dios, engendrado pero no creado” se encuentra mucho más. Ahí estaban concentradas las fuerzas. Y eso en que concentraron sus fuerzas ha seguido alimentando y orientando a los cristianos de los siglos siguientes.
La cosa es distinta en el siglo XVI. En ese momento las aguas se dividen no respecto de cómo comprender a Dios, sino respecto de cómo se vuelve nuestra su salvación. Justificación, sacramentos, iglesia, es de eso que disputan los reformadores y contrareformadores. No se trata, obviamente, de una radical novedad. Los protestantes solemos subrayar que era una recuperación. Pero era algo más: era explicitar cosas que antes estaban implícitas. Ese es, muchas veces, el efecto de una controversia. Hay un momento que clama por clarificación. Hay cosas que antes estaban implícitas, y una disputa lleva a explicitarlas. Y tal como en el siglo IV, queda por escrito algo que orienta a la Iglesia desde entonces: en el siglo XVI Europa se llena de nuevos catecismos y confesiones de fe. Son siglos de controversia y siglos que a la vez quieren dejar claro lo que se ha aprendido en medio de la disputa.
Pero sus disputas no son las nuestras. ¿Cuáles son las nuestras? En una columna anterior he subrayado el carácter antropológico de la crisis actual. Si la Iglesia antigua se debatía respecto de la naturaleza de Dios y la del siglo XVI respecto de cómo el ser humano hace suya la salvación, ahora nos debatimos respecto de qué es un ser humano. Es eso lo que está en juego en nuestras discusiones sobre transhumanismo e inteligencia artificial, en nuestras concepciones de la tecnología y de la sexualidad, en la posibilidad de editarnos mediante nuestras adquisiciones y nuestras redes sociales, en la tensión entre una medicina restauradora y una radicalmente transformadora, en nuestros debates sobre dependencia y autonomía. Ese es el tema de nuestro de tiempo. Ahora bien, supongo que a más de alguien, aunque sintonice con estas preocupaciones, le parecerá inapropiado compararlas con los debates teológicos de otras eras. ¿No versaban nuestros párrafos previos sobre historia de la Iglesia? ¿No estamos ahora cambiando de plano, por importantes que sean estas otras preguntas? ¿No se confunde así el último round de guerra cultural con unas sublimes discusiones de los padres de la Iglesia sobre el arrianismo?
Estas son preguntas pertinentes, pero creo que la comparación se sostiene. Para captar su sentido hay que dejar de ver las distintas discusiones antropológicas como focos aislados de guerra cultural. Hay que notar el hilo que las une y enterarse de cómo esa discusión se enraíza en los más recientes siglos de historia intelectual y material. Esto no es un round de guerra cultural. Nuestra discusión, hace ya mucho tiempo, es sobre qué significa ser humano. Y aunque se la puede abordar también de otras maneras, es en parte importante una discusión teológica. Para verlo basta notar la medida en que estas cuestiones pueden ser entendidas como preguntas sobre la autocreación. ¿Cuán correcto es tenernos por nuestros propios creadores? ¿Cuán ilusorio es? Esta es una pregunta distinta de la pregunta respecto de si somos nuestros propios salvadores, pero es tan evidentemente teológica como ella. Y es una pregunta que pesa de modo tan directo como las discusiones del siglo XVI sobre el modo en que las personas se entienden a sí mismas y viven sus vidas.
Ahora bien, controversias como estas no se van simplemente reemplazando la una a la otra. Van recogiendo lo consolidado en la anterior. Quien abre los documentos confesionales de la era de la Reforma, encuentra en ellos explícita afirmación de los credos antiguos. Es obvio que el protestantismo, en ese sentido, no trae una visión nueva de Dios, sino una reafirmación del teísmo cristiano clásico. Pero al mismo tiempo que una controversia nueva afirma lo aprendido en la anterior, cabe decir que ella pone en su lugar lo aprendido en esa etapa previa. En la Reforma se afirma, como en Nicea, que “hay una sola esencia divina, la que se llama Dios y verdaderamente es Dios” (Confesión de Ausburgo, cap. 1), para luego proceder de modo mucho más detallado a los problemas acuciantes en el presente. Quien en el siglo XVI se hubiera dedicado a la conmemoración anual de Nicea habría sido simplemente infiel a la tarea que tenía. Lo mismo vale hoy. No es que las preguntas del siglo IV o del siglo XVI hayan dejado de ser actuales, pues todas estas preguntas son en algún sentido perennes. Y sin embargo, aunque no haya reemplazo de una preocupación por otra, el presente pone las cosas en su lugar y dice algo sobre dónde concentrar las fuerzas.
¿Pero posee el protestantismo recursos intelectuales para la tarea de hoy? Para responder a esa pregunta tal vez valga la pena volver sobre algo que acabamos de notar y precisarlo. ¿Puede el hombre salvarse a sí mismo? ¿Puede crearse a sí mismo? Hemos dicho que las dos son preguntas teológicas; pero sería bueno notar que en, en una medida mucho mayor, la segunda también es filosófica. Y eso significa que uno debe preguntar si acaso poseemos los recursos filosóficos para enfrentarla. Si hay una crisis antropológica distinta de la del siglo XVI, no tiene sentido que el único eje en que el protestantismo hable del hombre sea el de afirmar su condición caída. El “pesimismo antropológico” es un énfasis perfectamente legítimo y pertinente, pero radicalmente insuficiente para las preguntas sobre la condición humana que hoy, tanto por su importancia como por su urgencia, se nos imponen.
Volvamos entonces a la pregunta. ¿Se posee tales recursos en el protestantismo? ¿O se rompió hace ya siglos con ellos, una ruptura que estaría en el corazón mismo de la Reforma? Ocurre que durante dos siglos ha predominado esa lectura de la Reforma, una lectura que la entiende como ruptura con la tradición intelectual cristiana precedente, como si ella hubiera roto con una teología “helenizada” para girar a una más “bíblica”. Bajo el impacto de esa lectura, una porción enorme del protestantismo contemporáneo ha quedado desconectado de una centenaria tradición cristiana de reflexión sobre los asuntos humanos. La pregunta, con todo, es si acaso esa interpretación de la Reforma es correcta. Y la respuesta, me parece, es inequívocamente negativa. Este es un punto que he tratado de modo extenso en Reforma protestante y tradición intelectual cristiana, y que una creciente literatura continúa confirmando. Porque salvo que uno se refugie en un par de frases sueltas de Lutero, no puede sino reconocer el modo masivo en que el temprano protestantismo continuó edificando sobre la tradición intelectual del mundo antiguo y medieval –una tradición tanto teológica como filosófica. Pero si el argumento que he presentado aquí es correcto, eso tiene importancia no solo por el deber de contar bien la historia. Importa aún más porque recuperamos así un trato familiar con tradiciones de pensamiento que hoy son de importancia crucial.
Eso no significa que baste con reestablecer la conexión con ese rico pasado, para así tener lo que tan urgentemente se necesita. El trabajo de reflexión nunca es simple arqueología. Pero incluso autores relativamente cercanos en el tiempo y en las preocupaciones serán objeto de una apropiación más cabal si se supera esa mirada de la Reforma como ruptura. Piénsese, por ejemplo, en la obra de C.S. Lewis, cuyo libro sobre La abolición del hombre es tan central para las preguntas que aquí tocamos. Es un autor que muchos admiran, pero al que a la vez imaginan como un producto atípico para el protestantismo. ¿No responde este escritor, se preguntan, a una forma católica de pensamiento? Lo que en realidad revela esa pregunta es una profunda ignorancia respecto de cuán católico siguió siendo el pensamiento protestante durante sus primeros siglos. A quien se familiariza con ese hecho no le espera sorpresa alguna al tomar en sus manos los ensayos de Lewis u otra literatura similar. Parece, en otras palabras, que incluso la relación con este pasado intelectual más reciente pasa por recomponer la relación con el pasado remoto. Un pasado remoto bien distinto de como lo imaginamos.
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