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El mal radical de la españolez, de J.L. Villacañas

Todo lo que el autor lleva escrito y reflexionado, queda afirmado en este libro al servicio de un profundo compromiso con el bien público de España.

REFORMA2 AUTOR 7/Emilio_Monjo 19 DE AGOSTO DE 2023 22:00 h
José Luis Villacañas, en una conferencia. /JMarch

No es esto una reseña, sólo indicación de un libro imprescindible.



José Luis Villacañas, Érase una vez España: El mal radical de la españolez, Underwood, Madrid, 2023 (bolsillo, 11x21, 264 p.) Todo lo que el autor lleva escrito y reflexionado, queda afirmado en este libro al servicio de un profundo compromiso con el bien público de España.



Les pongo unos renglones, en los que el propio autor señala su propósito, y poco más. Sería muy extenso, y seguro que mal arreglado, el “explicarles” lo que el autor dice. Sólo con la metáfora del mal radical, tomado el concepto de Kant, ya deberíamos hablar un buen rato. El concepto corresponde a la última etapa del filósofo, cuando, siempre en su afán de pensar, pensando, pensando, se convirtió, como se ha dicho, en un kantiano desencantado; pues todas las buenas cosas que aparecen, siempre tienen el previo de la perversión del yo inicial, que siempre vuelve. Para frenarlo se necesita una revolución moral permanente, donde se reprenda el estado, voluntario, inicial, del amor a sí mismo, el espíritu de supervivencia, que usa a todo y todos los demás como propiedad, como instrumentos de su existir. Esta metáfora, que del individuo humano pasa a la esfera política o pública, es la que se tiene como referente en las reflexiones sobre España.



Nadie está excluido de esta perversión, todos la padecemos; también todos los Estados. Que el niño/a será muy bonito, pero en su mismo nacimiento y estado previo es un ser egoísta absoluto. Para nacer y sobrevivir considera todo su entorno como propiedad, como suyo, para lo que le importe. Su debilidad y dependencia es su ansia de omnipotencia. Si para salir de la madre necesita matarla o dañarla, lo hará. No puede, pero si fuere el caso, reclamaría su derecho a abortar a su madre, como algo que le pertenece, que no tiene otredad. Cuando crezca seguirá igual. Sólo con una revolución moral constante y con fuerza, se podrá asumir al otro como alguien que es fin en sí mismo, cuyo bien se ha de buscar.



“Españolez: en sentido propio, es la condición de quien se siente rabiosamente español. Dícese así por la intensidad máxima del sentimiento de lo español, o la alta excitación cardíaca que produce la palabra España. En sentido más elaborado, dícese de la condición que posee aquel que atribuye a las cosas españolas la mayor calidad, antigüedad, nobleza, prestigio y fama, y todo ello como propiedad esencial o natural de España [las negritas las pongo yo], “porque la parieron así”. La españolez, por tanto, dispensa una bendición universal al pasado y al presente de nuestro país, y atribuirá cualquier distancia crítica respecto de sus asuntos al efecto de la malvada obstinación de sus envidiosos enemigos que, desde siglos, expresan sus entrañas, corroídas por la envidia, mediante leyendas denigratorias. El resultado natural de vivir en la españolez consiste en un orgullo indiscriminado y a destiempo por las cosas de España, buenas y malas, regulares o peores, y en la permanente disposición a manifestarlo, venga o no al caso. Esta pulsión hispánica se refleja en el minimalismo de una pulsera, el cinturón o la correa del reloj, o cualquier otro signo aparentemente insignificante. Con esa señal se dice al mundo que el portador lleva grabados en el alma los colores rojo y gualda. Cualquier expresión de distancia o de incomodidad ante esa exhibición pulsional tenderá a ser considerada como una traición o afrenta. La principal actitud de los que vienen animados por la españolez es que solo aceptan su forma de ser como legítima, mientras dejan a los demás españoles la alternativa de ser o como ellos o antiespañoles. La españolez es así elevada a la cualidad de un deber por quien la padece, que se la impone a sí mismo y a los demás. La escuela psicoanalítica, finalmente, interpreta la españolez como resultado de un síndrome complejo de ilusión de omnipotencia, falta de autoestima, impotencia y voluntad de ignorancia encubierta por la arrogancia...



Este libro desea ofrecer una pequeña historia de cómo el poder y los siglos parieron a España. Aunque no estuvimos allí, sabemos que por lo general el parto es algo sucio y feo. Y este libro no quiere olvidarlo porque cifra el mal radical de la españolez precisamente en ignorar cómo se hizo España”.



Sigo citando. “Porque el otro no está en tu mano [la gran revolución por reconocer]. Aunque todo Estado tiene un mal radical, algunos lo recuerdan de tal modo que una revolución moral es viable. Ese reconocimiento de la norma moral, y su traducción jurídica, hace factible un devenir democrático de una historia común. En el caso del Estado español, su condición prematura, se expresó en una legislación que buscó la omnipotencia como forma de sobrevivir en medio de peligros, de tal forma que el derecho y la norma se orientaron hacia el daño, sembrando discriminación, exclusión, desconfianza, miedo y división. El estado no fue un medio de unir sino dividiendo y separando. Como veremos, la tesis central de mi relato es que España fue un Estado prematuro que forjó una nación tardía. Fue lo segundo porque fue lo primero”.



El momento elegido para iniciar el relato es el instante “cuando estaba recién ocupada por los cristianos la ciudad de Toledo, la vieja capital de los godos... En realidad, entonces comenzó a gestarse la forma en que los poderes hispánicos, recién nacidos y con dificultades extremas, descubrieron a un otro y despertaron a la ley de la omnipotencia, a eso que suele llamarse soberanía. Eso definió la impronta y el estilo en que iba a usar el poder cada vez que se viera de nuevo en la angustia de su propia impotencia.



Ese otro, ante todo, fue el sefardita...



Contamos esta historia para conocer la índole de nuestro pueblo, de sus elites de poder y de sus gentes, de su poder público impotente, de su prematuración, de sus angustias y fragilidad; en suma, de su mal radical, profundo, poderoso, tan intenso y con una conciencia de culpa tan insoportable que le lleva a echar siempre montañas de olvido sobre él. De este modo, resistiéndose como el más empedernido neurótico a recordar, reprimiendo toda memoria, enorgulleciéndose de sus síntomas bárbaros, ha llegado a formar parte de la impronta de su mal radical el procurar por todos los medios no reconocerlo, bloqueando esa revolución anímica, esa metanoia que le permitiría conocer la ley moral. Esa completa voluntad de olvido ha favorecido que se vuelva a ejercer una y otra vez ese mismo mal radical como si fuera la primera, con la conciencia impune de que también se olvidará pronto. Al decretar el olvido más impenetrable sobre sus actuaciones y sobre sus víctimas, al resistir con extrema intensidad su memoria, se confiesa que se trata de un mal radical, de una ley que sigue ignorando al otro al que maltrata. Que haya ocupado el tiempo de la historia para producir olvido, muestra que hay una ley. Es la ley del mal radical, que es común a todos los Estados, pero que algunos pueblos han dejado atrás, liberándose así de su propio pasado.



Así que no estoy interesado en hacer la historia del pueblo sefardita. Estoy interesado en la historia del poder público del pueblo español y en lo que sucedió al no saber reconocer este, ni en sus elites ni en su gente, que la parte sefardita -y la mudéjar- era el otro; pero que al mismo tiempo era también sí mismo, hijos tan nobles y más antiguos de la misma tierra, y que no debían ser tratados desde la pulsión de omnipotencia.



Recordar esto -que siempre existe un otro que es parte de ti mismo- no es un capricho, sino un procedimiento para generar esa revolución del ánimo y descubrir la ley moral que nos permite disponer de percepciones morales respecto al otro. Estoy interesado en la ley del mal radical que produjo ese trato al otro, en el dolor que causó y en la voluntad de olvido que generó cada vez, con esa ley que al decretar la damnatio memoriae de las víctimas preparó el olvido del crimen y facilitó su repetición. Esa ley llevó a que, una y otra vez, una parte de si mismo fuera declarada un otro radical a quien desconocer y herir desde la pulsión de omnipotencia. Al soslayar la culpa, al olvidarla, al no recibirla, se multiplicó. Al sepultarla en el olvido, por ser insoportable, se propició de nuevo el crimen”.



 



Y aquí dejo las citas. No he pasado de la página 37. Ya ven, un libro imprescindible.


 

 


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