Desde un punto de vista bíblico la justicia de un país se mide por la protección que ofrece a los débiles.
En esta serie sobre EL CRISTIANO Y LA POLÍTICA vamos a ofrecer desde la palabra de Dios algo más de 30 razones que justifican y exigen el compromiso social y político del cristiano en el mundo.
En el primer artículo vimos las primeras 12 razones, a las que luego agregamos otras tres. A continuación, vimos razones que tienen que ver con la familia y la educación y atendimos a ejemplos concretos de participación política. Vimos razones basadas en la historia de la iglesia y hoy, basadas en la democracia y sus raíces cristianas.
El derecho humano a un juicio justo se encuentra ya desde hace miles de años en el Antiguo y Nuevo Testamento. Para poder decidir qué sea derecho, se necesita de un juez justo. Y Dios es el juez justo por excelencia (ej.: Deuteronomio 10: 17-18; Salmos 7: 8+11; 9: 4; 50: 6; 58: 1-2; 75:2+7), “…porque Jehová es Dios justo” (Isaías 30: 18). El que siempre juzga rectamente, procede por delegación divina (cf. 2 Crónicas 19:6-7). Todo juez debe tener muy claro que Dios le supervisa y está de parte del inocente: “Torcer el derecho del hombre delante de la presencia del Altísimo, trastornar al hombre en su causa, el Señor no lo aprueba” (Lamentaciones 3:35-36).
En el juicio no se debe hacer distinción de personas (Deuteronomio 1:17; 2 Crónica 19:6; proverbios 18: 5; Colosenses 3:25; Efesios 6:9), pues Dios mismo no hace acepción de personas (Deuteronomio 10: 17-18). Solo los malos jueces juzgan por las apariencias (Isaías 3:9). El juicio debe ser también “sin prejuicios” (1 Timoteo 5: 21) y todo debe “indagarse bien” (Deuteronomio 17:4).
Por eso no debe haber un doble parámetro de justicia, es decir, uno para los hombres de distinción y otro para los campesinos, uno para ricos y otro para pobres. Ya en el AT la misma ley debía valer para el nacional y el extranjero (ej.: Éxodo 12:49): “La misma ley será para el natural, y para el extranjero que habitare entre vosotros”. En Levítico 19:15 se nos dice: “No harás injusticia en el juicio, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al grande; con justicia juzgarás a tu prójimo”. Dios le manda al rey: “Abre tu boca por el mudo en el juicio de todos los desvalidos. Abre tu boca, juzga con justicia, y defiende la causa del pobre y del menesteroso” (Proverbios 31: 8-9).
Por esto es que desde un punto de vista bíblico la justicia de un país se mide por la protección que ofrece a los débiles. Lo determinante no es solo cómo le va en el pueblo a los dominantes, sino, precisamente, cómo les va a los desvalidos en mitad de ese pueblo. No se trata de cómo les va a los ricos que tienen el dinero y el poder a la hora de defender sus derechos, sino también de cómo les va a los pobres, a las viudas y a los huérfanos ante los tribunales de justicia. Dios es el Creador y el Señor de todas las personas y él quiere que nosotros nos tratemos unos a otros como imagen de Dios, como criaturas del divino Hacedor y no que nos maltratemos unos a otros como se maltratan los bestias entre sí.
Es un logro de la era moderna, que a la vez es profundamente cristiano y bíblico, el que también las personas poderosas estén sujetas a la justicia y a la ley. Los tiempos en los que un rey podía decir: ‘La ley soy yo’, por suerte, han pasado definitivamente. También los cargos más elevados del Estado, incluso el mismo Estado, están obligados a sujetarse a le ley imperante para todos y, por esta causa, pueden ser imputados, juzgados y condenados. Precisamente los cristianos tienen mucho que aportar en este sentido.
Sin justicia el poder se convierte en arbitrariedad y despotismo. En Proverbios 14:34 leemos: “La justicia engrandece a la nación; mas el pecado es afrenta de las naciones”. El renombrado teólogo Agustín de Hipona, distinguido como uno de los Padres de la Iglesia, lo formuló muy acertadamente. Escribió:
“¿Qué, pues, son los reinos si les falta la justicia sino una gran banda de ladrones? Y es que, las bandas de ladrones no son otra cosa que pequeños reinos”.
Agustín ilustró lo dicho con un claro ejemplo:
“Por eso, fue muy acertada y conforme a la verdad la respuesta que dio en cierta ocasión un pirata a Alejandro Magno. Pues preguntándole el rey al hombre qué pensaba mientras sembraba el mar de inseguridad, le respondió el otro con obstinada osadía: ¿Y qué piensas tú cuando siembras de inseguridad la tierra? Como yo lo hago con una nave pequeña, me llamo ladrón. Pero tú lo haces con una gran flota y te llamas emperador”.
No es de extrañar que la política sea un negocio ‘sucio’ cuando están ausentes de ella los cristianos, cuando la política no se preocupa por observar los principios divinos y cuando la Iglesia confirma a los cristianos en el abstencionismo.
Pero incluso una buena política es un negocio ‘sucio’ porque la labor más importante de la política consiste en combatir el mal y perseguir el delito. Pero puesto que Dios le ha dado esta autoridad, es imposible que sea básicamente falsa y mala, como tampoco la autoridad de los padres es básicamente ‘sucia’, aunque algunos educadores impíos hagan frecuentemente mal uso de ella. La política no corrompe el carácter, sino que lo revela. Si todas las personas temerosas de Dios abandonaran la política, no tendríamos que maravillarnos de que otros entraran en la política para hacer su política.
La separación Iglesia Estado no atenta contra el cristianismo, sino que fue ideada e introducida por los cristianos. A pesar de las muchas equivocaciones en siglos pasados, no había ninguna otra religión en la que la separación Iglesia Estado figurara desde el principio, como ocurrió en el cristianismo.
Mientras que en otros pueblos era natural que el mandatario supremo ejerciera también de la función de sumo sacerdote o tuviera la representación de Dios, tanto el AT como el NT desconocen a un rey que fuera a la vez sacerdote, o a un sacerdote que dirigiera a la vez la política.
A través del AT la división de estos dos poderes, Religión y Política, Estado e Iglesia, llegó a ser un bien común de los pueblos cristianos occidentales. Solo cuando el Estado procede contra los mandamientos divinos, es que la separación entre la Iglesia y el Estado se convierte en la lucha del Estado contra el cristianismo.
En la tradición cristiana la división de los poderes se fundamentaba, con razón, en la pecaminosidad del ser humano, debido a lo cual era necesario evitar que se concentrase demasiado poder o influencia en las manos de una misma persona.
La división de poderes es una expresión de la permanente desconfianza hacia el poder o, mejor dicho, hacia “los poderosos”. En la apelación a la división de poderes se encierra la convicción de la realidad de la caída en el pecado y el cuestionamiento del hombre caído. El hombre es consciente de la irresistible inclinación al mal que azota a toda persona. Por eso se dice que: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Sin esta base cristiana la división de poderes será cada vez más una partida de póker por el poder. Los cristianos tienen la obligación de hablar de la pecaminosidad del ser humano no solo a la hora de predican el evangelio, sino también para prevenir y proteger a la política contra la arrogancia y la credulidad.
Si lo único que cuenta es el consenso, habría que aceptar las dictaduras, pues en ellas hay un notable consenso sobre el poder, si bien, obrado por la coacción y la violencia. Pero hoy los gobiernos occidentales son conscientes de que tiene que haber una serie de valores que estén por encima del Estado. Por eso la ONU confeccionó la Carta de los Derechos Humanos, y por eso mismo los padres de nuestra moderna Constitución, en armonía con la dignidad fundamental del ser humano, establecieron algunos derechos y reglas básicas con carácter permanente e irrevocables: el derecho a la libertad, a la felicidad, al trabajo y otros.
Estos derechos y dignidad humanos no fueron inventados por el Estado o por él conferidos a los ciudadanos, sino que les fueron dados al Estado, puesto que el hombre es criatura de Dios. Debemos ser conscientes de que esta disposición intocable está por encima de todo poder y de toda mayoría alcanzada por votación cualquiera.
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