Seguimos percibiendo a los hombres como árboles que andan, no acabamos de ver claramente la invaluable imagen de Dios en la gente que nos rodea.
“Veo los hombres como árboles, pero los veo que andan”. Esta fue la respuesta del ciego de Betsaida, después de que las benditas manos de Jesús tocaran sus ojos en un primer momento. En el segundo intento, se produjo el milagro definitivo.
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Aunque Jesús siempre vivió como un hombre lleno del Espíritu Santo, durante su corta vida terrenal nunca se vieron frustradas sus milagrosas acciones, sin embargo, en esta ocasión, al parecer se produjo un milagro incompleto. El Señor Jesús escupe sobre los ojos de este ciego y le toca con sus manos, pero sorprendentemente este hombre recupera la vista parcialmente. Lo que sucede a continuación, es un extraordinario ejemplo de Su indiscutible poder.
No soy capaz de pensar, ni por un momento, que Jesús no pudiera sanar la ceguera de este hombre por algún tipo de imposibilidad en cuanto al poder que emanaba de Él, hacia cualquier persona enferma. Jesús no falló en absoluto, estoy completamente seguro. Esta aparente frustración inicial se convirtió en una auténtica parábola en la persona de este invidente. Cuando el Maestro le pregunta: “¿Ves algo?”, la respuesta es realmente descriptiva, además de inusual: “Veo a la gente como árboles que andan” y, a continuación, Jesús vuelve a poner sus manos sobre los ojos del ciego quien ahora comienza a verlo todo con la máxima claridad.
La escena me recuerda a cada uno de los que hemos nacido de nuevo. Recuperamos la vista al momento que son abiertos nuestros ojos del alma y comenzamos a ver lo nunca visto, pero turbiamente. De la misma manera que los infantes recién nacidos no pueden ver claramente hasta pasados unos meses, nosotros vamos viendo gradualmente las cosas como son en esa nueva realidad y en esa nueva dimensión de la vida. El problema es que muchos seguimos percibiendo a los hombres como árboles que andan, no acabamos de ver claramente la invaluable imagen de Dios en la gente que nos rodea y esto manifiesta una evidente pérdida de sensibilidad y una clara deficiencia en nuestro desarrollo espiritual en muchos casos.
Mi pregunta hacia cualquiera de nosotros es la siguiente: ¿Cómo ves a las personas que te rodean? ¿Las ves con los ojos de Jesús, con la necesaria compasión por su precario estado espiritual y por sus profundas necesidades humanas?
Asimismo, me llama poderosamente la atención el milagro de otro ciego de nacimiento que se nos narra en el evangelio de Juan: “Al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento”. Lo destacable es que Dios ve hombres y mujeres integrales, Jesús vio a un hombre y a un hombre ciego, además. No lo confundió con la multitud, lo identificó de manera precisa y singular, actuando en su favor.
El desafío está servido: la gente tiene el alma mortalmente enferma, pero no lo saben o no lo quieren saber a ciencia cierta porque están, como muchos de nosotros estábamos, muertos en vida. Me siguen maravillando las palabras del ciego de esta historia: “Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo”. Podemos imaginar el impacto visual y emocional de alguien que nunca vio un amanecer o un precioso atardecer, ni tampoco las sorprendentes bellezas de la naturaleza; seguro que no podemos llegar a calibrarlo en toda su magnitud.
Definitivamente creo que cada uno de nosotros tendríamos que preguntarnos a la vez que respondernos: ¿Cómo veo y percibo a la gente que está a mí alrededor, como árboles inertes o como preciosas almas creadas a la imagen y semejanza del Dios que tanto les ama? Quizás necesitamos un nuevo toque del Maestro para ver lo que Dios ve con absoluta claridad y amar lo que Él ama.
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La reflexión final es, sin duda alguna: ¿Cuánto vale un alma para Dios?, ¿qué valor le otorga el Señor a cada ser humano? Y por contraste, debemos preguntarnos todos y cada uno de nosotros: ¿Cuánto valor le otorgo yo a cada ser humano que está en mi área de influencia? ¿Veo, siento y actuó como lo haría Jesús o miro hacia otra parte? ¿Cierro mi corazón y me quedo inmovilizado y recluido en mi pequeño mundo?. Piensa en esto y reacciona por favor...
(Marcos 8: 22-26; Mateo 9:35-36; Juan 21:25; Juan 9:1)
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