Hay amistades que no destiñen ni se apagan con el paso de los años.
Mi amanecer de hoy fue algo extraño, aunque antes de este, ha habido muchos del mismo corte.
Desperté a las 5.10 am. Por unos cuantos minutos intenté retomar el sueño, lo que no ocurrió; así es que hice lo que he hecho muchas otras veces. Me levanté, me puse mis zapatillas de casa y empijamado salí a caminar por los espacios libres que rodean nuestras casas. Vivimos en Costa Rica en una especie de condominio privado con una casa a un lado, otra al otro lado y la mía en medio. Caminé unos 20 minutos y volví a la cama, me acosté de nuevo y me dormí. Es una fórmula que siempre me ha dado un buen resultado.
Y soñé. Hay sueños y sueños. No conozco a muchos que anden contando los sueños que tuvieron la noche anterior. Muchos sueños no lo ameritan y nos los guardamos para nosotros. Con el paso del día se disipan y se van. Otros, sin embargo, parecen venir con un valor agregado y los recordamos. Y unos pocos de estos últimos, nos atrevemos a compartirlos.
El de esta madrugada es uno de estos últimos. Fue un sueño agradable que me permitió levantarme a las 8:30 con deseos de escribirlo y compartirlo.
Me encontraba en casa. Llamaba por teléfono a lo que parecía la oficina del condominio donde vivo en Miami. No era, sin embargo, un edificio de departamentos sino una casa. Llamaba para avisar que salía de viaje y que quería que estuvieran al tanto de mi ausencia. La persona que me atendió, muy amablemente me hizo algunas preguntas que contesté con la misma amabilidad.
Ahora estaba en la puerta de mi casa. Había sacado mi billetera y procedía a guardar la tarjeta con la que había hecho la llamada. De pronto, veía venir a un muchacho. Joven, de buena presencia, que caminaba lentamente por la vereda donde yo me encontraba. Parecía dirigirse a mí. Pensé que quizás me arrebataría la billetera de modo que me puse precavido. El muchacho, que tendría unos dieciocho años, sonreía. No me pareció una amenaza. Cuando llegó a mi lado, lo reconocí. Era Natán Martín. Su aspecto era completamente diferente al Natán de la realidad, pero era él. Reconocerlo y abrazarlo fue una sola cosa. Me produjo mucha alegría el encuentro. No hubo palabras, solo un abrazo. La sonrisa era la del Natán real. Su estampa no era la de él. Pero era Natán. En el sueño era él. De pronto veo llegar a Juan Carlos acompañado de Sarai. No estaba Tere. Solo ellos tres y yo. Juan Carlos venía con algo así como un equipaje y una especie de abrigo en las manos. Sonreía, lo que también hacía Sarai. No hubo diálogo. Solo miradas, sonrisas y alegría por el encuentro. La chiquita, de unos doce a trece años que estaba ahí era Sarai pero muy distinta a la Sarai que yo conocí. Y en medio de la alegría del encuentro, desperté.
Nota: Algunas personas de mi entorno saben quiénes son Juan Carlos, Tere, Natán y Sarai. Pero otros no y se preguntarán quiénes serán ellos. Los Martín Cortés son españoles. Irrumpieron en mi vida cuando ALEC (Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos) floreció como la espuma allá por comienzos del siglo XXI. (¿Permitirá la RAE que alguien se atreva a decir que algo florece como la espuma? ¡Si no le parece, lo siento mucho pero ya está dicho!) Juan Carlos es filólogo; por lo tanto, es un “caza-movimientos- literarios” empedernido. Tere Cortés es su esposa. Por allá por 1999 cuando nació ALEC no había aun redes sociales al estilo de hoy. De alguna manera, sin embargo, la noticia de ALEC como un movimiento literario que surgía en Latinoamérica llegó a España. Y Juan Carlos la atrapó. Se puso en contacto conmigo, o yo con él, para el caso da lo mismo. Y echamos a andar una amistad que sigue viva y floreciente después de casi un cuarto de siglo. Las llamas de nuestra amistad subieron alto y así fue como en 2003 nos fuimos a España con nuestro bagaje de sueños y Juan Carlos se transformó en un factor decisivo para ese y otros talleres literarios. Para compartir sus conocimientos en calidad de profesor vino a América varias veces, acompañado de su esposa y otra, por su hijo Natán. Se hospedaron en nuestra casa; nosotros, digo mi esposa Cire y yo, fuimos a España, nos hospedamos en la de ellos cuando vivían en Calatayud, Zaragoza. Y así ha sido, hasta ahora. Quizás no volvamos a vernos las caras en el tiempo que nos queda por vivir, pero lo importante no es eso. Lo importante es que hay amistades que no destiñen ni se apagan con el paso de los años. Y la de los Martín Cortés y Orellana Castillo es de esas.
De la misma manera que el sueño que les he compartido hoy ha quedado impreso en mi consciente al punto que, aun empijamado me haya inducido a venir a la computadora a escribir lo que ustedes están leyendo, los sueños de ALEC también fueron hermosos. Debido a factores propios y ajenos el llamerío de otrora se fue reduciendo hasta convertirse en carbones que porfían en seguir encendidos esperando días mejores. Quizás surjan otras alecs con otros nombres, otras personas, otras circunstancias, y la misma visión. “La semilla sembrada no volverá a mí vacía… así será mi palabra que sale de mi boca, sin haber realizado lo que deseo, y logrado el propósito para el cual la envié” (Isaías 55.11, paráfrasis).
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