Dios pone su presencia y lo usa como medio de su revelación, en un pueblo sin ningún valor.
Nuestro apóstol dice que nos guardemos de los perros, de los mutiladores del cuerpo (ya se sabe: los circuncisiadores), porque nosotros somos la circuncisión. Pues aquí estamos algunos que somos la circuncisión, precisamente charlando un poco sobre la enseñanza de la Escritura, y la dificultad del lenguaje para decir lo que la Biblia dice. Termino aquí estas notas sobre el significado de los rituales, cumplidos de una vez para siempre, en la obra del Cristo. Están escritas de un tirón, de memoria, sobre la marcha, y remitidas a este medio como un manojito. Más o menos, todas se tocan y necesitan.
No es un secreto, aunque pase bastante oculto, que en el Nuevo Testamento es tema asiduo la relación de la obra de Cristo y la Ley. En general, esta relación se trata en varias cartas de manera específica. En ese tratamiento aparece la Ley unida a una idea peculiar, la de pueblo judío, cuya existencia, actualidad y futuro, se presentan unidos a la propia gloria del Evangelio.
Para los que aquí nos reunimos, es un consuelo saber que, aunque no nos enteremos mucho, Dios sabe el significado de las sombras y símbolos de los rituales de la Ley, y eso lo ha cumplido perfectamente en el Cristo. Sabemos que nosotros “somos la circuncisión”, porque nuestro Pablo dice que en espíritu servimos a Dios, y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne. Esto dice que ocurre en nosotros. Si así no fuera, seriamos de los perros y mutiladores. Pero los predicadores y enseñadores, como perros, mutilan enseñando. Las palabras pueden ser idénticas. ¿Desde qué púlpito no te dirán que sirvas a Dios en espíritu, y no confíes en la carne? A continuación te explicarán qué significa eso, ¡y qué tienes que hacer para lograrlo! (¡Ya te cortaron el prepucio!) Nosotros, que no sabemos nada, sí sabemos que de éstos tenemos que guardarnos, aunque, al final, también sabemos, que siempre nos descuartizarían, si el Santo no fuese nuestro refugio.
Quería mentar algo sobre el pueblo judío. Pero me acordé de ese texto de Pablo, y se nos ha ido medio espacio. Pongo unas notas sobre eso, tan confuso, que es el pueblo judaico.
Quiso Dios llamar a Abraham, y de su descendencia hacer un pueblo. Ya vimos, sacados de Egipto, los pone en la tierra que prometió, y coloca su presencia en medio de ese pueblo. El pueblo es un desastre. Les dio el tabernáculo, luego templo, los sacerdotes y los rituales, y las normas por escrito. ¡Un desastre de pueblo! Pero durante siglos y siglos, Dios está allí (no en otras naciones). Allí se revela y se da a conocer. Allí están los profetas, allí se conserva la Escritura. Lo que vemos en el Antiguo Testamento, es que ese pueblo es una ruina (ahora miramos la parte final de esa historia, y el modo del comienzo de la actual). Esto hay que subrayarlo, luego ¡ocurre lo mismo con la Iglesia! En ella pone su presencia, es su lugar de comunión con los hombres, pero nada ha cambiado. Ahora, incluso con el Espíritu entre nosotros. La realidad visible, ¡un desastre! Aunque también este pueblo conserva la Escritura. (Ya en la “época” el Nuevo Testamento; luego, a peor.) Sin embargo, la realidad en Cristo, es perfecta.
La parte final de esa historia. El pueblo judaico está esclavo en Babilonia. Dios mismo ha arrasado su templo. (Toda una lección de Evangelio.) Sin templo ni rituales, en tierra extraña, sigue como su Dios en las palabras de los profetas y sus promesas. (Toda una lección de Evangelio.) El santuario podía estar cerrado, lleno de mierda, o de ídolos, que es lo mismo, (como ya vimos que hicieron en grandes periodos de tiempo) con sus obras producen basura, pero a la palabra profética, a las promesas, a las obras de Dios, no pueden tocarlas.
Dios pone su presencia y lo usa como medio de su revelación, en un pueblo sin ningún valor. Sólo vale para rebelarse contra su Dios. Sin embargo, ¡oh grandeza!, allí pone su rostro para que las naciones lo conozcan.
Un montón de tiempo sin saber nada del pueblo donde está la presencia de Dios. Antes de llegar a Egipto, el tiempo en ese lugar, donde terminan esclavizados, luego en la tierra prometida (ahí sí tenemos más información, pero no deja muy bien al pueblo). Siguen en Babilonia, ¡allí sigue su rostro para las naciones en ese pueblo! Regresan a la tierra, un buen puñado, aunque no todos están por la labor. Conocemos algo, aunque la secuencia temporal no siempre sea fácil (Esdras, Nehemias, y los tres últimos profetas, Hageo, Zacarías y Malaquías). Ahí se inicia lo que ahora llamanos judaísmo.
Si la predicación de la cruz es locura y piedra de tropiezo, esta manera por parte de Dios para revelarse y poner su rostro en las naciones, si la miras con lógica natural, pues también sería locura y tropiezo. No sé si han echado un vistazo (me parece que no) a estas circunstancias, los que luego te dan pormenores exactísimos de cómo tiene que ser la inspiración y revelación de Dios en la Biblia.
Dios se revela, y les da los oráculos, con un pueblo que regresan en una situación caótica. Poco a poco van arreglando cosas. Reconstruyen Jerusalén, el templo (por la bronca de Hageo)... Pero ya se percibe lo que será su natural: con su manera de manejar la Ley, ellos mostrarán el rostro de Dios a las naciones (repite esto, que es esencial). Este modelo es el mismo que luego copiará la cristiandad.
De ese pueblo, sin embargo, no sabemos casi nada (o nada) hasta unos ciento cincuenta años antes de la venida del Mesías. ¡No sabemos nada durante varios siglos del espacio donde Dios tiene su presencia y revelación! Y lo poco que conocemos, es para llorar. (Aunque para llanto, o cabreo, el que se puede tener cuando oyes que ese pueblo es el de los valores judeo-) El templo en Jerusalén, lo reconstruyen así, así. (Malaquías, muy contento no parece.) Pero ese pueblo (porque todos son el pueblo) también ha construido otro en una localidad de Egipto, y otro, los samaritanos.
Restauran el sacerdocio y la monarquía (por nombre, que no quede), pero a lo uno y la otra se accede por intrigas, chantajes, crímenes y sobornos. Al menos esto es lo que tenemos en los datos a mano del último tramo, cuando aparece la revuelta de los Macabeos, y la instalación de la dinastía asmonea. Este tiempo, hasta la presencia romana, y la puesta en el trono de Herodes, es el único (que sepamos) donde el “estado” disfruta de una cierta autonomía. Hasta entonces, subvencionado por reyes extranjeros, con sus intereses. Un desastre. Tutelado, o “independiente”, un pueblo al que, por ejemplo, Jeremías le podría decir las mismas cosas que les proclamó a los de su tiempo. (Y por pueblo se entiende a la nación toda, con sus reyes, príncipes, sacerdotes, escribas, profetas, y el “pueblo”.)
(De momento, no dedico más semanas a esta cuestión, aunque es evidente, que se podría.) Cuando Pablo dice que él en cuanto a la Ley es fariseo, y en cuanto a la justicia que es en esa Ley, él es irreprensible, nos coloca en ese más de siglo y medio previo a la muerte del Cristo. Es el tiempo precisamente del nacimiento de ese grupo, junto con otros: saduceos, esenios... Estos grupos, con su manejo de la Ley, su ética irreprensible, representan el verdadero rostro de Dios. Cada uno “en cuanto”, es decir, según sus criterios. ¡Ahora es el pueblo quien revela a Dios! El esenio, a su manera; el fariseo, a su manera; el saduceo, a su manera: el zelota, a su manera. Cada uno, con su justicia irreprensible, pensando que son el rostro del Dios de Israel. La santidad es la manera en que ellos manejan la adoración. La cruz es su piedra de tropiezo.
Pero con la cristiandad ocurre lo mismo que antes con el pueblo judaico. Desde el principio, cada grupo, en cuanto a la cruz que ellos manejan, son los que realmente muestran al Cristo. La cristiandad ahora revela a Dios. El Cristo de la cruz y la resurrección, no tiene más de lo que la iglesia le da. Esa es la historia de la cristiandad, como antes lo fue del pueblo judaico. Dios y su Cristo, no tienen más gloria, santidad, justicia, verdad, etc., que la que le conceden sus santos. Y. como vimos en otros encuentros, hay santos sorprendentes. Los principales, en el modelo monacal. Recuerden al Simeón, mostrando la santidad de Dios en la excrecencia de su columna. O de aquél otro, modelo para Atanasio, el Antonio del desierto. O, el colmo, ¡un vicario de Cristo! ¡Ay, ay, cuántas imágenes de imágenes nos pueden venir a la cabeza!
Solo nos queda prorrumpir en alabanza, y reconocer la misericordia de nuestro Dios, que, por su voluntad nos ha perdonado, y sacado de la esclavitud del pueblo judaico y de la cristiandad, y ahora nos guarda para siempre.
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