Un estudio de Juan 5:1-18.
Me imagino un amanecer en el estanque de Betesda. Los colores rojizos de la aurora se reflejan de una manera hermosa sobre las aguas y quizás, mirando desde la distancia, diríamos: “¡cuánta belleza hay en ese lugar!”.
Pero si nos acercáramos unas horas después y observáramos con cuidado, encontraríamos que el cuadro ha cambiado. En vez de los colores y tonos de la mañana, ahora se ven las sombras de personas cerca del estanque, a la expectativa de algo.
Aquel lugar que parecía tan hermoso cambia al acercarnos porque nos damos cuenta de que allí hay seres humanos que sufren y se quejan. Se lamentan por su dolor y sus limitaciones.
Se quejan porque están condenados a vivir una vida llena de restricciones debido a sus dolencias, y parecería que nadie los escucha.
Aun sus propios amigos y familiares han llegado a acostumbrarse a la situación, de tal manera que la repetición visual les ha cauterizado los sentimientos.
Pero ese día pasó algo que nunca antes había sucedido. Una persona llamada Jesús de Nazaret pasaba por allí y vio a un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo. No sabemos la edad del hombre.
Juan nos informa que: “En Jerusalén, junto a la puerta de las Ovejas, hay un estanque con cinco pórticos que en hebreo se llama Betesda. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos”.
Para mí, esto es una descripción de cómo Dios ve a la raza humana en toda su miseria y necesidad.
Observemos que todas estas personas tenían dificultades para hacer algo; sin embargo había, por así decirlo, varias desigualdades. El ciego podía caminar bien pero no podía orientarse. El que tenía una pierna paralizada podría ver hacia donde dirigirse, pero no desplazarse sino con dificultad y sufrimiento.
Las Escrituras ahora nos presentan al Hijo del Hombre: Aquel que está interesado en los que no pueden caminar, los que no pueden ver, los que no pueden hacer cosas.
La Biblia nos dice que el hombre estaba enfermo. La palabra en griego es asthenia que es la misma que se utiliza con relación al Mesías en Mateo 8:17: “de modo que se cumpliese lo dicho por medio del profeta Isaías, quien dijo: Él mismo tomó nuestras debilidades y cargó con nuestras enfer-medades” (ver también Luc. 13:11, 12; Juan 11:3, 4; Heb. 4:15, 16).
El versículo 6 nos dice: “Cuando Jesús lo vio tendido y supo que ya había pasado tanto tiempo así, le preguntó: ‘¿Quieres ser sano?’”. Es rele-vante el hecho de que Jesucristo vea a un hombre que está en una situación miserable.
Los hombres de importancia de nuestra sociedad tienen la tendencia de hablar y de hacer amistad con la gente que también tiene una situación comparable, ya sea social, económica o intelectual, y es a esa gente a la que suelen mirar.
Pero Jesucristo vio a este hombre y le dirigió la palabra. ¡Y qué manera tan sencilla de empezar el diálogo!: “¿Quieres ser sano?”.
Como médico les puedo decir que no hay enfermo que no tenga en lo hondo de su corazón la esperanza de poder curarse de su enfer-medad, aun en el caso que el profesional le dijera que es incurable.
Si nosotros hubiéramos estado esa mañana en ese lugar donde había una multitud de enfermos crónicos e incapacitados, hubiéramos quedado impactados, y no sólo por la vista de esta gente tan necesitada.
El aire puro de la mañana en ese lugar había cambiado, y ahora se podía percibir no el perfume de las rosas sino el olor desagradable de los cuerpos enfermos y que no habían tenido la posibilidad de tener una buena higiene.
Si escucháramos la conversación entre ellos, mucho nos sorprendería lo que contarían: “A mí me ha pasado esto y esto”, diría uno; otro quizás diría: “¿Cómo es posible que si hay un Dios que se compadece de nosotros permita que suframos de esta manera?”.
Es verdad que nuestro Dios nos ama inmensamente; sin embargo, él permite que algunas personas pasen por muy grandes pruebas.
Por qué el Señor Jesús se dirige a este hombre de entre todos los demás, no lo sabemos. Quizás porque es el que ha estado enfermo por más tiempo. “¿Quieres ser sano?”. ¡Qué pregunta! Al ciego, el Señor Jesús le preguntó: “¿Qué quieres que te haga?” (Luc. 18:41).
¡Qué grande es la misericordia del Señor Jesús! Él vio a este hombre con su dolor y desesperación. ¡Qué bueno es saber que él nos ve a nosotros en la realidad de nuestra existencia!
De acuerdo con el Evangelio de Juan, hasta este momento Jesús de Nazaret no ha sufrido mucho. Por supuesto que nosotros no podemos conocer sus sufrimientos espirituales al ver a ese pueblo que honraba a Dios sólo con sus labios y no con el corazón.
Lo que es interesante es que delante de Jesucristo está un hombre que sin duda es mayor que él y que humanamente ha sufrido mucho en esa vida de tantos años de enfermedad.
La mujer con el flujo de sangre había sufrido por 12 años. Este hombre había sufrido dos veces más.
La Escritura nos dice: “cuando Jesús lo vio tendido y supo que ya había pasado tiempo así, le preguntó: ‘¿quieres ser sano?’”. En los ojos del para-lítico hay una interrogante y una duda.
¡Qué maravilloso hubiera sido estar allí y ver el rostro de Jesucristo! Quizás hay una sonrisa en sus labios cuando le hizo la pregunta cuya respuesta él sabía, así como también sabía él cuál sería el resultado final.
Ignoramos si el enfermo u otra persona le dijo al Señor la duración de la enfermedad; pero no importa, porque sabemos que Jesucristo, el eterno Hijo de Dios lo sabe todo.
Probablemente este hombre muchas veces se había sentido desilusionado, pero el hecho de que estuviera allí muestra que todavía tenía un poco de esperanza.
Yo creo que Jesús de Nazaret lo eligió a él porque, por así decirlo, sabía que no podía soportar más esa enfermedad; que el hombre estaba cerca de darse finalmente por vencido.
Este hombre tenía la esperanza de que algo pudiera suceder; por eso estaba en aquel lugar. Aunque la posibilidad de que él fuera el beneficiado era poca, tenía esperanza.
Pero al verlo Jesús, su corazón se compadeció, y aunque era sábado, él se dio cuenta de que este hombre realmente no podía esperar un día más.
Para un enfermo, un día, un mes o tres meses puede ser mucho tiempo. Ese hombre había estado enfermo por treinta y ocho años. Yo me imagino el aspecto de sus piernas.
Debido a la falta de ejercicio sus músculos estaban completamente atrofiados. La piel estaba atrofiada y era sumamente fina. No sabemos si este hombre tenía algo que es muy frecuente en esa situación: las ulceraciones que se forman en los lugares de apoyo cuando el cuerpo no cambia de lugar.
Observemos que el estanque de Betesda no es un lago de montaña, con el agua pura y cristalina. En ese lugar se alimentaba el ganado y es muy probable que las aguas estuvieran contaminadas.
Posiblemente había un mal olor en aquel lugar producido por los animales que llegaban a abrevar al estanque.
El Señor Jesús le podía haber preguntado al paralítico: ¿Quieres ser rico? La mayoría de las personas dirían: ¡por supuesto que sí! ¿Quisieras sentirte veinte años más joven? ¡Claro que sí!
En el versículo 7 tenemos la respuesta a la pregunta del Señor Jesús: “Le respondió el enfermo: ‘Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua es agitada; y mientras me muevo yo, otro desciende antes que yo’”.
Parecería que a todos nosotros siempre nos falta algo. A veces pensamos que nos falta oportunidad. Quizás carecemos de las conexiones apropiadas para llegar en nuestro empleo al lugar que nos gustaría.
Quizás nos falte constancia o quizás la dificultad esté en lo económico, que no nos permite llegar a donde quisiéramos. Y el paralítico le dice a Jesucristo: “no tengo a nadie que me meta en el estanque”.
Es importante que nosotros apreciemos que el Señor Jesús mostró una compasión que era fácilmente percibida por la gente como en el caso de Lázaro, registrado en Juan 11:32-36.
Frente a la tumba de su amigo él estaba conmovido profundamente y lloró. Pensemos en que él es el creador de los cielos y de la tierra, todo fue creado por medio de él y para él (Col. 1:16), y lloró amargamente por la pérdida de su ser querido.
Parecería que Jesús quiere de este hombre que está junto al estanque una confesión clara y terminante de su necesidad. En muchos otros milagros hemos visto que la respuesta es corta.
Cuando el Señor le pregunta al ciego: “¿qué quieres que te haga?”, éste responde en una frase muy corta: “Señor, que yo recobre la vista”. Pero el paralítico da una respuesta larga: “...no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua es agita-da; y mientras me muevo yo, otro desciende antes que yo”.
Pero no sabe que ante él está el Rey de reyes y Señor de señores.
¡Cuántos de nosotros hemos sentido una y otra vez esa sensación de no llegar o de llegar cuando ya es demasiado tarde! Como el estudiante de medicina o de ingeniería al que sólo le falta un examen para terminar su carrera, pero que nunca la va a terminar porque hace muchos años que ha tratado en vano de pasar ese examen.
Este hombre es lo que llamaríamos un perdedor. Un experto en llegar tarde o no llegar. Pero Jesús de Nazaret lo va a transformar en un vencedor.
El versículo 8 nos dice: “Jesús le dijo: ‘Levántate, toma tu cama y anda’”. El levantarse implicaba que todo el peso de su cuerpo iba a ser puesto sobre esas mismas piernas que hasta ese día habían sido débiles y los músculos habían estado completamente atrofiados.
“Toma tu cama” significa que esas piernas que han sido inútiles ahora le van a ayudar para transportar su cama, sin duda una cama sencilla, quizás más bien algo así como una estera. No va a necesitar más para esperar el movimiento del agua.
“Y anda” significa movimiento, actividad, acción. Las piernas no sólo podían sostener su cuerpo, sino que ahora le permitían desplazarse. La curación fue inmediata.
Notemos que en este caso el milagro no depende de la fe; tampoco se produce por una súplica del paralítico, sino que de toda esa multitud de enfermos el Señor Jesús vio a un hombre que él entendió que hacía mucho tiempo que estaba enfermo.
La palabra en griego es ginosko que significa entender o conocer experimentalmente.
Nos preguntamos ¿qué enfermedad tendría este hombre? Él era conocido como el paralítico o el imposibilitado. Pensamos que tenía una enfermedad neurológica o muscular que no le permitía desplazarse.
No creemos que se tratara de una lesión de la columna secundaria o un trau-matismo porque esperaríamos tener la información pertinente en cuanto a un accidente. Podría haber sido un caso de una secuela de poliomielitis.
Muchas enfermedades que también producen debilidades severas que llevan a la parálisis no le permiten al enfermo sobrevivir tantos años. Lo mismo se puede decir de algunas enfermedades que afectan los músculos y que se llaman miopatías.
Tiene sentido que la poliomielitis, que sabemos siempre ha existido, haya sido la causa de la enfermedad de este hombre.
Volviendo al texto Bíblico, leemos en los versículos 9, 10: “Y en seguida el hombre fue sanado, tomó su cama y anduvo. Y aquel día era sábado. Entonces los judíos le decían a aquel que había sido sanado: ‘Es sábado, y no te es lícito llevar tu cama’”.
Alguien ha notado que los judíos no le dijeron “no te es lícito ser sanado el sábado” sino “no te es lícito llevar tu cama”. Claro que este pobre hombre sentía que no podía esperar un día más. Su repuesta está en el versículo 11: “Pero él les respondió: ‘El que me sanó, él mismo me dijo: ‘Toma tu cama y anda’”.
En el versículo 14 leemos: “Después Jesús le halló en el templo y le dijo: ‘He aquí, has sido sanado; no peques más, para que no te ocurra algo peor’”.
Observen el cambio en este hombre: ya no está más tendido al lado del estanque esperando el movimiento del agua, sino que ahora está en el templo en el lugar de adoración.
¡Qué cambio! Del lugar de miseria e impotencia al lugar de adoración. ¡Qué hermoso es pensar que esta es la transformación que la conversión produce en cada individuo!
Por muchos años yo creía que la enfermedad de este hombre era resultado de su pecado. Pero mi dificultad era a qué edad habría come-tido ese tremendo pecado para tener como castigo tan prolongada enfemedad.
Si el pecado lo hubiera hecho cuando tenía quince años ahora tendría unos cincuenta años. En segundo lugar, no hay muchas enfe-medades que provoquen parálisis con relación al pecado.
Por supuesto que hay muchas enfermedades que son consecuencia natural, diríamos, de ciertos vicios como la cirrosis del hígado debido al abuso de las bebidas alcohólicas o todas las complicaciones ligadas a las enfermedades venéreas, o la adicción al tabaco o las drogas.
Sin duda alguna en los tiempos del Nuevo Testamento la gente creía que todas las enfermedades se debían a algún pecado.
El versículo 14 nos dice que después le halló Jesús en el templo y le dijo: “He aquí, has sido sanado; no peques más, para que no te ocurra algo peor”.
Yo creo que cuando Jesús dijo “no peques más”, él estaba señalando el camino hacia una vida abundante.
A este hombre que ha vivido la mayor parte de su vida rodeado de enfermos y gente en sufrimiento que de continuo se quejan de la condición en que están, Jesucristo le está diciendo: “no es necesario continuar pecando contra Dios por lo que él hace o permite en su infinita sabiduría”.
Por supuesto que el Mesías le podría haber dicho a cualquier persona por la calle: “no peques más”. Lo podría decir hoy en las calles de Buenos Aires, San Pablo o Caracas. Pero creo que el énfasis aquí es: no es necesario continuar viviendo como antes. Con el poder y la ayuda de Dios puedes vivir en santidad.
Yo creo que esto es como un grito de triunfo para el ex paralítico. Sí, existe la posibilidad de agradar a Dios y ser victorioso en la vida aun des-pués de lo que parecería una vida arruinada.
Para mí esto es maravilloso porque Jesucristo le está diciendo: “levántate, toma tu cama y anda”; y luego le dice algo como: “Mira, has sido sanado. Dios ha tenido una misericordia muy especial contigo. Vete y no peques más”. Y él lo dice porque es posible.
A nosotros nos cuesta entender el lugar donde este hombre se pasaba el día esperando el movimiento del agua. Quizás en nuestras sociedades no tenemos nada que se le pueda comparar.
Piensen en un gran asilo de enfermos con muy pocos recursos y tendrían una idea vaga del ambiente en que este hombre se movía. Pero ahora Jesús de Nazaret le ha dicho: “no peques más para que no te venga alguna cosa peor”.
A la mujer adúltera de Juan 8 el Señor le dijo: “…Vete y desde ahora no pe-ques más”. No le dijo: no sea que te vaya a venir una cosa mala. Ella sería un buen caso para aconsejar de los peligros de ciertos pecados y la salud, pero Jesús sólo le dijo: “…Vete y desde ahora no peques más” (v. 11).
Yo creo que las últimas palabras en la epístola de Judas son muy apropiadas aquí:
“Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída y para presentaros irreprensibles delante de su gloria con grande alegría; al único Dios, nuestro Salvador por medio de Jesucristo nuestro Señor, sea la gloria, la majestad, el dominio y la autoridad desde antes de todos los siglos, ahora y por todos los siglos. Amén”.
A este hombre, por así decirlo, el Señor le está diciendo: El fracaso espiritual no es obligatorio. Es que el Señor puede guardarnos sin caída (ver también 2 Tim. 4:18).
Algunos han notado la falta de interés del paralítico en todo el pro-ceso. Sin duda él ni siquiera había pedido ser sanado.
The Expositor Bible Commentary, volumen 9, página 62 dice:
“El paralítico parecería que no tiene una gratitud particular hacia Jesús por su sanidad. Él no asumió responsabilidad por su acción en el día sábado, y después de que Jesús trató con él la segunda vez, inmediatamente informó a los líderes de los judíos quién era el que había hecho la transgresión de la ley del sábado. Parecería raro que él ignorara la razón de la pregunta”.
Con todo respeto, yo sí creo que el paralítico tenía gratitud hacia Jesús, pero no se comporta como un individuo sano y normal de quien esperaríamos su inmediato agradecimiento tras recibir tal beneficio.
Quizá este hombre se había pasado la mayor parte de su vida preguntándose “¿Dónde está Dios? ¿Por qué Dios permite que yo sufra tanto?”.
Estaba rodeado de todo tipo de enfermos que diariamente expresaban sus que-jas, su dolor, su falta de esperanza.
Quizás no tuvo la valentía de pararse enfrente de los líderes religiosos y confesar su agradecimiento a Jesucristo; pero esos treinta y ocho años de ver el mundo desde abajo, de no ser considerado como parte de la sociedad, de ser tomado como “parte del paisaje”, habían dejado huellas en el corazón de este hombre
El hecho de que Jesucristo lo encuentre en el templo sugiere que está agradecido con Dios por su sanidad.
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Tomado del Libro Un Médico Examina los Milagros de Jesús. Autor: Dr. Roberto Estévez. Publicado por la Casa Bautista de Publicaciones Editorial Mundo Hispano
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