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El viejo de Clint Eastwood y yo

Confesiones de un cuasi nonagenario.

EL ESCRIBIDOR AUTOR 45/Eugenio_Orellana 13 DE MAYO DE 2023 21:00 h
Clint Eastwood, en la película Cry Macho, de 2021.

Escribo esta nota al amanecer del 8 de mayo, día de mi cumpleaños. Y la escribo, partiendo de la declaración del actor estadounidense quien contestó cuando le preguntaron cómo era que, a su edad, siguiera trabajando como en sus mejores días. “Es que yo no dejo entrar al viejo” respondió. Yo no le voy tan atrás. Hoy estoy cumpliendo ochenta y nueve. Él “apenas” me lleva por cuatro años. Me he levantado poco antes de la seis de la mañana, me he venido a mi computadora y veremos qué sale de todo esto dentro de una hora o dos.



El viejo de Clint Eastwood es porfiado. El mío también. Cuando encuentra una plaza desguarnecida, arremete sin consideración; y a su paso, destruye todo lo que encuentra. Cuando, a diferencia de la primera, la plaza que ataca está bien protegida, adopta lo que podríamos aplicar en estos casos, “la guerra de guerrillas”. Busca los flancos más vulnerables y por ahí intenta entrar. Al cabello frondoso y de su color original, le lanza sus andanadas. Se lo lleva, total o parcialmente. O lo blanquea: “Las nieves del tiempo platearon mi sien”, cantó Gardel:



Volver, con la frente marchita



Las nieves del tiempo platearon mi sien



Sentir que es un soplo la vida



Que veinte años no es nada



Que febril la mirada,



Errante en las sombras



Te busca y te nombra



Vivir con el alma aferrada



A un dulce recuerdo



Que lloro otra vez”.



¡Tremendo este Gardel! Pero sigamos “deshojando margaritas” (otro tango para la historia).



Como no puede entrar, el viejo ataca por los ojos y, además de quitarles el brillo de su juventud, obliga a hacer visitas frecuentes al oftalmólogo quien mediante mediciones rutinarias, manda lentes para seguir medio viendo. Y una vez conseguido este propósito, manda a otro pelotón de soldados especializados en la audición; a otros, especializados en asuntos dentales y a otros a quitarnos la lozanía del rostro. Clint Eastwood es un claro ejemplo de ello. Cuando lo vemos haciendo de las suyas, con el resto de un puro en la comisura de los labios, la mitad de la manta echada hacia sus espaldas y el sombrero bien plantado con unas alas que parecieran listas para emprender el vuelo en “El bueno, el malo y el feo”,1 lo admiramos por su presencia de galán imponente. Hoy día, mientras cubre todas las rendijas para que el viejo no entre, la lozanía de su faz está lejos de ser lo que fue. Pero con todo y eso, la pertinacia del viejo por entrar sigue encontrándose con la pertinacia de Eastwood. “¡Vos aquí no entrás!” Y punto. 2





“A mí me pasa lo mismo que a usted”, cantaba Palito Ortega (compositor y cantante argentino, 1965). Me miro en el espejo de Eastwood y me encuentro muy parecido a él. Casi calvo. Anteojos ópticos, prótesis dental, aparatos para oír la mitad de lo que oía antes que llegaran las nieves del tiempo. ¡Pero el viejo sigue sin poder entrar! Y no podrá entrar, ¡carajo”3 Mi sistema óseo ha perdido gran parte de su elasticidad por lo que me expongo a frecuentes caídas (y las tengo de todos los tamaños y colores), lo que ha llevado a que médicos y familiares me recomienden el uso del bastón, de un andador (burrito le llaman), o uno de esos cochecitos con ruedas que tú los vas empujando a pasito lento. Mi respuesta hasta ahora ha sido: “¡Váyanse al carajo!”



Debido a que me mareaba con frecuencia cuando salía a cualquiera hora de la madrugada a bajar y subir, por las escaleras, cuatro veces los cuatro pisos del condominio donde vivo, los médicos le echaron la culpa a mi corazón. Me instalaron un chip en el pecho que, en mi opinión, no sirve para nada. Me mandaron una medicina para adelgazar la sangre y así evitar los coágulos que suelen ser mortales, y a abandonar mis caminatas diarias. “Cuídate de los sangrados” me dijo mi médico de cabecera. “Está bien” le respondí. Y me he cuidado, pero en más de una ocasión he puesto a prueba el famoso adelgazador y no ha habido ni asomos de hemorragia. Alguien me dijo: “¡Ten cuidado mira que tanto va el cántaro al agua que al fin… ya tú sabes!” Sí. Lo sé… sale sin orejas. Le echaron la culpa a mi corazón, pero resulta que el origen de mis mareos iba por otro lado. Y, al menos que mi corazón no me lo quiera decir, lo encuentro al 95 por ciento. O al 96 que es el año en que planeo romper el listón de la meta.



De vez en cuando recibo un mensaje de algún amigo (los enemigos no mandan mensajes. Disparan. Y disparan a matar) preguntándome cómo me siento. Le respondo: “Léeme y dime tú cómo me siento”. No me vuelven a preguntar.



Nuestra iglesia tiene una congregación pequeña. Yo soy el de más edad. Un día les dije que, de acuerdo a la ley de las probabilidades, el próximo en irse sería yo. Había tenido allí un socio, un compadre. Poco a poco nos fuimos integrando como amigos. Me contaba intimidades que estoy seguro de que no las compartió con nadie más. Nos reíamos. Nos queríamos, pero un cáncer se lo llevó. Me quedé solo. Así es que les dije a mis hermanos: “Yo soy el siguiente en la lista pero no se preocupen que he decidido vivir hasta los 96 y si me apuran, llegar a los cien. ¡Esos son mis planes! Quedaron tan confundidos que tuve que explicarles que era una broma de la que Dios no podría enojarse porque los planes del hombre siempre están supeditados a los de Él. Él tiene en su libro anotados el día, la hora y el minuto en que volaremos. Se tranquilizaron. Y agregué: “Cuando me vaya no lloren por mí, como le dijo a su gente Evita Duarte de Perón, ¡No llores por mí, Argentina!”



Se llora por un joven o una jovencita que parte en la flor de su vida, teniendo un millón de posibilidades por delante. Pero no tiene sentido llorar por alguien que, como dice la Biblia, alcanzó la edad de los más robustos (Salmos 90.10). Lo hecho, hecho está. Bueno, regular o malo. Dios es quien juzga. Y a Él nos remitimos.



Al fin, el viejo terminará entrando. De esto, no se escapa nadie; pero, mientras lo mantengamos a raya y no se meta con nuestro cerebro enredando los cables, hagamos lo de Clint Eastwood. No es fácil ni es tan difícil acostumbrarse a la vida de retirado. Los que podamos, mantengamos la mente activa. Leyendo, escribiendo, pensando, haciendo planes sea que lleguen o no a cumplirse.



El sábado 6, coronaron a Carlos III. Ya Inglaterra tiene rey. En medio de todo el impresionante despliegue ceremonial, le hicieron entrega a Carlos III de una Biblia. La besó y prometió guiarse por ella. Usando la expresión de Jesús, declaró: “No he venido para que me sirvan, sino para servir” (Mateo 10.45). Si quieres conocer a Dios y acercarte más a él, tendrás que escuchar lo que él dice y lo que él dice lo encontrarás en su palabra y su palabra se encuentra en la Biblia. La Biblia, en realidad es Su Palabra. Léela y sabrás lo que tiene para ti. Y en cuanto al viejo de Clint Eastwood que, con pocas diferencias es el mismo mío, no lo dejes entrar por más que porfíe en hacerlo.



Termino con un relato de viejo. Ficción sobre ficción.



 



EL VIEJO Y EL MAR” O LA LUCHA POR LA VIDA



Aunque lo creían ya acabado, el viejo sabía de lo que aún era capaz.



El bote y él eran compañeros inseparables; de tanto andar juntos, el dúo se había convertido en un trío: él, su bote y el mar.



A lo largo de los años, su buen olfato de pescador le había provisto de una fama envidiable. Todos lo reconocían como un amo y señor de las aguas profundas. Con el producto de su trabajo logró construir su casita cerca de la playa. Desde allí acostumbraba a platicar con las olas y preguntarle al viento por sus correrías incesantes. Tirado en su camastro o sentado ante la mesa de su modesto comedor mantenía largos monólogos y leía todo lo que le venía a la mano.



Para él, su amigo el mar no tenía misterios. Lo que sí le resultaba un enigma que lo mortificaba era darse cuenta de que, últimamente, salir a pescar le estaba resultando una experiencia desalentadora. Iba con la expectación rebosando y volvía con el bote vacío.



Quien más reclamos le hacía no era tanto su auto estima como su orgullo aunque aquélla, poco a poco, se volvía mustia y perdía su apresto; por eso, cuando los demás pescadores de la caleta —que habían aprendido a quererlo y a respetarlo— empezaron a expresarle con una que otra sonrisita burlona sus sospechas de que ya como pescador estaba acabado, algo dentro de él se revolvió como animal herido.



“Saldré”, se dijo, “y volveré con el pez más grande que jamás nadie aquí haya logrado pescar”.



Y, con los mismos aparejos de siempre pero con una determinación renovada, se hizo a la mar.



Después de días y noches buscando lo que le devolviera el respeto de la caleta, logró dar con lo que quería. Un pez espada de dimensiones colosales y de fuerza descomunal mordió el anzuelo transformándose en la presa que reivindicaría su buen nombre.



Trató de subirlo al bote pero la fuerza del pez y sus intentos desesperados por recuperar su libertad no se lo permitieron, así es que se dispuso a “arrastrarlo” hasta la orilla.



En este punto bien pudo empezar a tomar forma la moraleja que quizás nació y creció en la mente de Hemingway mientras escribía la novela; moraleja que no deja de enseñarnos que el mérito no está tanto en conseguir el premio —por más justo que sea ir tras él— sino en el empeño y en la persistencia que se puso para alcanzarlo. Trabajar duro en la vida produce sus beneficios, sea grande o pequeño lo que quedó al final como recompensa. En el caso del viejo, la larga y azarosa jornada de regreso significó que la suya fuera desapareciendo poco a poco. Los depredadores insaciables, atraídos por la sangre del pez cautivo que iba tiñendo las aguas, dieron cuenta de él tras sucesivas embestidas y furiosas dentelladas.



Cansado de tanto luchar por defender lo que ya era suyo pero satisfecho, el viejo llegó a tierra. Aun dentro del bote, se volvió para mirar lo que había quedado del pez. Su única reacción fue una sonrisa y un pensamiento que no transformó en palabras:



“¡Vaya! ¡No estuvo tan mal después de todo!”



Alzó la mirada y la dirigió a la inmensidad del océano. Volvió a sonreír y a decir, con voz sin voz:



“¡Te portaste bien, amigo mío! ¡Sabía que no me podías fallar!”



Cuando se aprestaba a sacar del agua ese enorme esqueleto y llevárselo para colgarlo como trofeo en algún lugar de su cabaña, lo sorprendió el estallido de una bomba de risas, palabras amables, gritos de júbilo y aplausos. La caleta en pleno se había reunido para presenciar su llegada.



No fueron necesarias palabras ni explicaciones para que todos comprendieran que en la disputa por defender su honor, el viejo había ganado. Mirando a todos y a nadie en específico, esbozó una sonrisa, alzó la mano como diciendo “¡Gracias, no es nada!” y a pasito lento se dirigió a su cabaña.



A nadie le había quedado duda que el viejo tenía aún lienza para rato.



…..



El viejo y el mar”, novela de Ernest Hemingway escrita en 1951, publicada en 1952 y traducida a 41 idiomas, fue llevada al cine en 1958 con Spencer Tracy como actor principal.



Para hacer de ella una película se usaron escenarios en Cuba, Perú, Panamá, Nassau y Hawái. Por “El viejo y el mar” Hemingway obtuvo en 1953 el Premio Pulitzer; y por su obra completa, el Nobel de Literatura un año después.



Nacido en Oak Park, Illinois el 21 de julio de 1899, Ernest Miller Hemingway falleció por auto eliminación en Ketchum, Idaho, el 2 de julio de 1961. Tenía 62 años.





 



Carta de mi amigo, el teólogo:



Querido Eugenio,



leí con interés y curiosidad el texto que me enviaste. Te felicito por tu imaginación. Y subscribo lo que dices en todas sus partes. El final, con la referencia a la obra de Hemingway, es un excelente cierre, aunque, sin ser tan viejo, él haya decidido cortar su vida. ¿No resistió lo que se le planteaba al metérsele de lleno el viejo al que se oponía? (La verdad es que no conozco los detalles de su autoeliminación, como la calificas).



Creo que tu escrito es una versión ampliada narrativamente del dicho costarricense “Viejo pero no pendejo”. Dicho que he usado últimamente en repetidas ocasiones.



Por mi parte, creo que “el viejo” siempre se nos mete subrepticiamente, querámoslo o no.  Lo importante es que no lo dejemos entrar ni de sopetón (algunas personan dan la impresión de que todos los años les cayeron encima de una sola vez) ni a buen paso, sino a paso lo más lentísimo que podamos permitir. Al margen de cómo se enfrente uno a los problemas de la salud del cuerpo (que describes bien), es sumamente importante, por lo menos en mi caso, mantener un alto sentido de buen humor, sin rehuir los chistes ni las bromas que no hagan daño a nadie.



 



Notas



1 Clint Eastwood en una estampa típica de la película “El bueno, el malo y el feo” (Fecha de estreno, 29 de diciembre de 1967 en los Estados Unidos).



2 Clint Eastwood en la última película de su carrera para Warner Bros.



3 Escuchaba un día de estos al presidente Andrés Manuel López Obrador haciendo un paréntesis en su “mañanera” para explicar lo de “carajo”. Decía algo así como: “En los tiempos de los navíos a vela, en lo alto del palo mayor, había una especie de canasto al cual se enviaba, como castigo, a un marinero que se lo merecía por alguna barrabasada. Allí pasaba un tiempo, aislado del resto de la tripulación hasta que de acuerdo con las cuentas que llevaba el capitán, lo bajaban de su aislamiento y lo reintegraban al trabajo. Pues, a esa especie de canasto se lo llamaba “el carajo”. Mandar al carajo, entonces, era eso, lo que queda explicado aquí. Nada de groserías ni malas palabras aunque no se podía saber lo que iría diciendo, para sí, el marinero mientras subía al palo mayor para instalarse en el carajo.


 

 


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COMENTARIOS

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jorge varon
14/05/2023
20:32 h
1
 
Al viejo hay que mantenerlo en el lugar que le corresponde: La cruz de Cristo, crucificado para siempre en ella. Si no lo hacemos terminará por colarse en nuestras vidas y de la mano de los mass media (vale decir el mundo) terminará infectándonos con sus falsos síntomas de la vejes ( otra creación de los mass media) y doblegando una vida que podría ser victoriosa. Nos corresponde vivir en el nuevo hombre, el hombre interior, Cristo en nosotros, el que se renueva (rejuvenece) de día en día.
 



 
 
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