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Profetas y profecía: 7 verdades de la Biblia (1)

Creo que el problema central detrás de los abusos es una mala comprensión de qué es la profecía.

TEOLOGíA POP AUTOR 996/Lucas_Magnin 02 DE ABRIL DE 2023 20:00 h

La palabra “profeta” se suele usar para dos grandes cosas. En primer lugar, para hablar de personajes del Antiguo Testamento como Elías, Oseas, Isaías o Daniel. Pero, en segundo lugar, la palabra “profeta” se usa para hablar de personas que te dicen cosas que van a pasar en el futuro; algunos la usan casi como un título, algo que da autoridad y prestigio, como una especie de sayayín de la fe.



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Muchas personas han tenido muy malas experiencias con esta segunda acepción de la palabra “profeta”. Y creo que el problema no es únicamente la manipulación espiritual o la sugestión; creo que el problema central detrás de los abusos es una mala comprensión de qué es la profecía.



Un profeta no es un adivino



Si le preguntas a alguien en la calle, te va a decir que un profeta es una especie de adivino, alguien que puede predecir eventos futuros de una manera precisa y detallada. Pero empecemos diciéndolo bien clarito: un profeta no es un adivino, no es un horóscopo, no es Nostradamus. 



La primera persona que aparece en la Biblia con el título de profeta no es Samuel, ni Elías, ni Jeremías. Es Abraham [Génesis 20:7]. Y el primer modelo de lo que debería ser un profeta es Moisés; el Pentateuco termina justamente con esta declaración: «Nunca más hubo en Israel otro profeta como Moisés, a quien el Señor conocía cara a cara» [Deuteronomio 34:10]. Pero ni Abraham ni Moisés se dedicaron a predecir el futuro; más bien, eran personas que recibían mensajes de Dios y comunicaban las implicaciones de esos mensajes. Es decir: profeta es el que pone el cuerpo para proclamar la palabra de Dios [Éxodo 7:1]. 



Es verdad que en la Biblia hay algunos profetas con capacidad de ver cosas ocultas y predecir el futuro. Como Samuel, que sabía el paradero de unos burros perdidos [1 Samuel 9-10]. O Elías, que sabía que el rey Ocozías estaba por morir [2 Reyes 1:16-17]. O Eliseo, que sabía que su criado había recibido un soborno [2 Reyes 5:20-27]. Estos ejemplos parecen sugerir que profecía es igual a predicción del futuro. Y esa idea quedó marcada a fuego ya desde los tiempos de la Biblia; de hecho, cuando Jesús le dijo a la mujer samaritana unos datos muy precisos sobre su vida privada, ella le respondió: «Señor, seguro que usted es profeta» (Juan 4:19).



¿Sabías que, de todos los escritos proféticos del Antiguo Testamento, solo el 5% se refería a cosas futuras? Esto significa que, de cada 20 profecías, solo 1 hablaba de cosas por venir. Y te digo más: ¿sabías que solo un 2% tiene que ver con profecías mesiánicas? Y esta es la frutillita del postre: solo el 1% de todas las profecías del Antiguo Testamento se refiere a eventos que al día de hoy no sucedieron. En otras palabras: si pensamos que la profecía tiene que ver con eventos de nuestro futuro, vamos a tener que descartar el 99% de los libros proféticos. 



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Los profetas son la voz de la conciencia del pueblo de Dios



La palabra hebrea más común para hablar de los profetas es “Nabí” (נָבִיא); tenemos un ejemplo del sentido de esta palabra en Éxodo 4. Moisés tenía miedo de hablar en público, así que Dios le dice lo siguiente: «Aarón será ante el pueblo tu vocero –o sea: tu Nabí (נָבִיא)–. Él será tu portavoz, y tú tomarás el lugar de Dios ante él al decirle lo que tiene que hablar» (Éxodo 4:16). Eso es básicamente un profeta: alguien que recibe un mensaje y debe comunicarlo fielmente. También hay otras palabras [חֹזֶה y רָאָה] que se relacionan con la profecía y, más concretamente, con la figura del vidente, el que ve cosas ocultas.



El hebreo “Nabí” (נָבִיא) se tradujo al griego con la palabra “Prophetes” (προφήτης) y de ahí viene el español “Profeta”. Nuestra idea de qué es la profecía tiene mucho de los griegos; ellos veían a los profetas sobre todo como intérpretes con un conocimiento oculto que podían leer la misteriosa voluntad de los dioses. Los hebreos, por el contrario, creían que un profeta es el que comunica fielmente un mensaje recibido. Por eso en el Antiguo Testamento aparece una y otra vez la idea de que las palabras de los profetas no venían de ellos mismos: «La palabra del Señor vino al profeta Gad» (2 Samuel 24:11). «Entonces vino sobre mí el Espíritu del Señor, y me ordenó que dijera» (Ezequiel 11:5). 



El profeta hebreo es alguien con un mensaje de parte de Dios. La palabra divina no suprime su voluntad ni su conciencia; el profeta no entra en un trance místico ni pierde el control. Es más bien como algo que le quema el pecho. Los profetas son, en pocas palabras, la voz de la conciencia del pueblo de Dios.



El profeta es un personaje incómodo



Aunque en cierto sentido Abraham y Moisés fueron profetas, el auge de la profecía en Israel llega recién en la época de los reyes. El primer profeta con todas las letras es Samuel, que vivió en los tiempos de Saúl y David. Los profetas surgen como contrapeso de la monarquía; son la conciencia espiritual del rey y del pueblo, los que recuerdan, en medio del caos, lo que Dios hizo en el pasado. Son los que dicen las cosas incómodas que nadie más se anima a decir. 



Obviamente, eso enojaba a los poderosos. Casi todos los profetas de la Biblia fueron amenazados, perseguidos o acusados injustamente. A Oseas le dijeron que estaba loco; Elías tuvo que escaparse de los reyes y terminó medio deprimido en el desierto; Jeremías fue acusado de traidor a la patria; a Zacarías lo apedrearon en los atrios del templo; Amós fue expulsado del reino. 



Jeremías escribió lo siguiente sobre su llamado profético: «Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste; cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí. […] La palabra de Jehová me ha sido para afrenta y escarnio cada día. Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre. No obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude» (Jeremías 20:7-9). 



La palabra de Dios es tan fuerte que el profeta no puede acallarla; sin embargo, sabe que su llamado va a significar ingratitud, burla y rechazo. «La casa de Israel no te querrá escuchar, ya que no quieren escucharme a mí» (Ezequiel 3:7).



Los profetas le recuerdan al pueblo de Dios su identidad, su propósito, de dónde vienen y hacia dónde tienen que ir. Incluso cuando habla del futuro, la palabra del profeta se dirige siempre al presente. No le interesa que la gente viva con temor o ansiedad por lo que va a pasar, sino con fidelidad a Dios en medio de lo que está pasando. Como dijo Juan Stam: «Los profetas no siempre vaticinaban el futuro, porque eso no era su tarea esencial, pero ningún profeta se calló la voz ante la injusticia. ¡Eso es ser profeta!». 



El profeta denuncia la injusticia y anuncia la esperanza



La misión de los profetas es colectiva; generalmente se dirige a todas las personas. Solo en pocas ocasiones hablan a individuos concretos. El profeta denuncia los pecados del pueblo de Dios; pero no son solo los “pecados del corazón”, temas personales que uno resuelve orando en su habitación. El profeta apunta su mensaje principalmente contra el pecado social y estructural, en especial contra el maltrato de los pobres, los extranjeros, las viudas y los huérfanos. El profeta denuncia el abuso de autoridad, la corrupción, la injusticia, la hipocresía y la idolatría de un pueblo aparentemente muy religioso, pero que en la práctica no combate la injusticia.



«¡El incienso de sus ofrendas me da asco! –dice el Señor–. ¡No quiero más de sus piadosas reuniones! Aunque hagan muchas oraciones, no escucharé, porque tienen las manos cubiertas con la sangre de víctimas inocentes. Aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia y ayuden a los oprimidos. Defiendan la causa de los huérfanos y luchen por los derechos de las viudas» (Isaías 1:13,15,17). Y si hacen eso, dice el Señor, «aunque sus pecados sean como la escarlata, yo los haré tan blancos como la nieve» (vs. 18).



Dios le dio a Ezequiel [Ezequiel 3 y 33] una metáfora muy potente: un profeta es como un centinela, un atalaya, alguien que tiene una posición privilegiada para darse cuenta de que se acerca el peligro y avisar a tiempo al resto del pueblo. Esa posición permite que los profetas no solo alerten del peligro inminente, sino también evalúen lo que está pasando “desde los ojos de Dios”. El profeta ayuda a comprender la realidad profunda de las cosas, el entramado teológico oculto detrás de los sucesos cotidianos. 



Aunque a menudo el profeta tiene que comunicar un mensaje difícil y duro, su intención nunca es la destrucción. La denuncia del pecado y la corrupción es necesaria para poder oír el anuncio de las buenas noticias. Denuncia y anuncio, el no y el sí de Dios, siempre van de la mano.




 

 


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