Resulta obvio que Dios demanda de nosotros, los cristianos, una vida vivida con base al seguimiento de Cristo.
La advertencia del autor de Hebreos, en el capítulo 12, de que sin santidad nadie verá a Dios, ha calado hondo en el cristianismo. Durante los siglos de desvío de la iglesia (fundamentalmente los previos a la Reforma) pareciera como si la santidad estuviera homologada con el cumplimiento de una serie de requisitos de carácter litúrgico y casi mágico. Misas, peregrinaciones, penitencias, rezos y días de guardar formaban parte del quehacer habitual de los cristianos. ¿El motor? El miedo, sin duda. Miedo a no ver a Dios en la otra vida. ¿La esperanza? Puesta en la efectividad casi matemática de estos rituales de vida cristiana que poco tenían de vida y menos de cristiana.
A partir de la Reforma Protestante, y ya anteriormente en algunos núcleos europeos, cobra protagonismo una espiritualidad con base en la relación directa con Dios a través de la confesión sin intermediarios, de la lectura de las Escrituras en la lengua materna de cada cual y de la recuperación de un estilo de vida más parecido al de la iglesia primitiva. La convicción de que las matemáticas no eran el camino hacia la Gracia, sino que la Gracia en sí misma era el camino, hizo a muchos abandonar los rituales vacíos y abrazar conductas con el fin de agradar a Dios no con sacrificios externos, sino con el sacrificio de la propia inclinación del corazón al servicio divino.
Resulta obvio que Dios demanda de nosotros, los cristianos, una vida vivida con base al seguimiento de Cristo. Y este seguimiento, como ya dijera Bonhoeffer, no puede ser el de la Gracia Barata sino el de la Cara, el que conlleva tomar la cruz cada día y seguirle, previa negación de uno mismo. Y esa negación es uno de los pilares de la santidad, porque como dijo Pablo el objetivo es que ya no viva yo, sino que viva Cristo en mí. Por tanto, cuanto menos haya de nosotros más habrá de Dios. Aquí la santidad, entendida como perfeccionamiento (sabiendo que quien perfecciona es Dios, porque quien comenzó en nosotros la buena obra es quien la perfeccionará), es un proceso continuo sin más fin que el de la eternidad, porque hasta entonces no podremos sabernos ni perfectos ni santos, en el sentido de la ausencia de pecado o atisbo del viejo hombre, aunque sí en el sentido de ser apartados por el Dios que nos ha agraciado para ser sus hijos y parte de su pueblo escogido.
Nadie dudaría de la conveniencia de vivir en santidad. Pero solo cuando la santidad es entendida como seguimiento de Cristo. Porque históricamente ha sido en ocasiones malentendida y lo sigue siendo incluso a veces en mi propia vida. Cuando la santidad se confunde con la intransigencia con el otro y conmigo mismo, el amor se transforma en regañina y el error en desastre. Errar es imperdonable y el pecador es entonces señalado de forma pública por tener una paja en el ojo, siendo quienes lo señalan personas con pesadas vigas en el suyo. Cuando la santidad es fundamentalismo y el fundamentalismo es normativo, entonces esa santidad cierra el círculo y vuelve a ser ritualismo gélido. Vuelta al principio, a una vida matemática que busca equilibrar la balanza para ser aptos ante Dios.
Además, una santidad mal entendida es un mecanismo de control de quienes buscan el poder y ostentan una autoridad autoasignada. El que yerra queda avergonzado y sintiendo que le debe algo a quien supervisa su vida espiritual. Así, encontramos a pastores que ejercen abuso espiritual sobre sus congregaciones y asfixian a sus feligreses con pesadas cargas de culpa y de condenación.
Una santidad mal entendida aleja al no creyente de las cosas de Dios, porque quien huye de la esclavitud del pecado no quiere una nueva esclavitud, sino libertad. Y Cristo no vino a esclavizar, sino a libertar. ¿Quién, en su sano juicio, querría escapar de una prisión para entrar en otra? Si el cristianismo no es libertad, entonces no es nada.
Una santidad bien entendida provoca al creyente a cumplir la voluntad de Dios en respuesta al amor inicial de este. Como el amor del enamorado, que no es amor ni interesado ni obligado, así es el amor del creyente que entiende que la santidad es una respuesta vital ante el sacrificio de Cristo. ¿Cómo no tratar de ser como el Salvador? ¿Cómo descuidar una salvación tan grande?
No creo que en el punto medio esté siempre la virtud de cualquier cosa, pero a veces conviene huir de los blancos y los negros.
De los blancos de la predicación condenatoria e inmisericorde que parece incompatibilizar justicia y misericordia.
De los negros de la predicación edulcorada y universalista que parece compatibilizar pecado, relativismo y salvación.
La santidad es la meta y el camino. Pero no es una lucha humana, individual. Es una batalla en comunidad, en la que el hierro se aguza con otros hierros que también quieren y deben ser aguzados, y en compañía del artesano. Ese artesano es quien moldea al creyente, no el creyente a sí mismo. La santidad es dejarse hacer por el que sabe hacerlo, es ser barro maleable para que el alfarero haga la forma perfecta, según su Providencia.
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