Ninguna iglesia debería tolerar la conducción de un liderazgo narcisista y autoritario. Esa actitud está en las antípodas del ejemplo de Jesús.
El autoritarismo es un insulto al Evangelio y no debería tolerarse en ninguna iglesia. Esa es la tesis número 13 de mi libro: 95 tesis para la nueva generación.
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Me encantaría dejar las cosas tal como quedaron en la tesis anterior: el cariño del reformador por sus amigos (sobre eso hablé en ESTE VIDEO). Pero, si vamos a ser fieles a la verdad, debemos hablar también de la inmensa sombra que crecía en la raíz misma de esa virtud.
Vamos a entrar a uno de los rincones más oscuros de su psicología: Lutero era un déspota.
El reformador tenía la certeza absoluta de estar llevando a cabo una misión espiritual. Tan grande era su convicción de que su causa era la causa de Dios que no dudaba en descargar su tiranía más explícita contra aquellos que cuestionaran sus ideas o métodos.
Lutero era implacable con todos aquellos que no estuvieran de acuerdo con él: «Nosotros estamos seguros de que tenemos razón. Esto nos basta»1.
Su actitud arrogante e intransigente resulta por momentos insoportable. Ejemplo de esto es el coloquio de Marburgo, que intentó lograr un consenso entre los diferentes puntos de vista de varios reformadores.
Aunque la reunión no logró su propósito, Zwinglio y Ecolampadio estaban muy contentos por haber finalmente conocido a sus compañeros de Reforma. Así que propusieron que todos los presentes se abrazaran fraternalmente y compartieran la Cena del Señor.
Lutero se opuso a cualquier gesto de amistad, se lavó las manos en señal de desprecio y encomendó a sus adversarios al juicio de Dios. Zwinglio rompió en llanto.
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Felipe Melanchtón fue su gran amigo, su mano derecha. Es además uno de los teólogos y educadores más brillantes de la historia de la Iglesia.
Poco después de la muerte de Lutero, Melanchtón recordaba que durante casi treinta años de trabajo compartido había vivido en constante humillación. Lutero lo había sometido a un servilismo terrible durante todo su ministerio.
Simón Lemnius, uno de los estudiantes de Melanchtón, se burló del reformador en un panfleto; la respuesta de Lutero fue pegar carteles por toda la ciudad pidiendo para Lemnius nada más y nada menos que la pena de muerte.
Quizás la más triste de estas historias de despotismo fue la de Johannes Agricola. No estamos hablando de un colaborador ocasional o periférico: Agricola era un amigo íntimo de Lutero.
Ambos trabajaron codo a codo desde los primeros años de la Reforma. Fue él quien quedó a cargo de todas las responsabilidades de Lutero cuando el reformador tuvo que asistir a las negociaciones de la Liga de Esmalcalda: el púlpito de la iglesia de Wittenberg, sus clases en la universidad y el cuidado de su familia.
El amigo Johannes era el hombre de plena confianza del reformador. Pero, de pronto, empezó a predicar de una forma llamativa. No era nada sustancialmente diferente de la enseñanza luterana oficial, pero utilizaba algunas palabras y énfasis distintos a los que Lutero había acuñado.
Las cosas empezaron a cambiar; Lutero estaba lleno de celos y se puso a la defensiva. Empezó a censurar cualquier innovación que no se apegara estrictamente a sus formas y discurso.
Como el trabajo de Agricola dependía del visto bueno de Lutero, el sustento de toda su familia (que incluía nueve hijos) quedó en una situación muy vulnerable.
Agricola se quejó ante la Universidad de Wittenberg por el despotismo de Lutero y su saña constante contra él; la respuesta del reformador fue una vez más implacable.
Lo acusó de haber fundado una nueva secta, de haber insultado la enseñanza verdadera y hasta lo llamó “enemigo de la Reforma”. Agricola tuvo que irse de Wittenberg en secreto.
Se mudó a Berlín con su familia. Durante el resto de su vida, ya lejos de la sombra de Lutero, fue un teólogo y un predicador respetado. Su fe nunca dejó de ser profunda, fiel y ortodoxamente luterana.
Nadie podía abrir las alas cerca de Lutero. Bajo su omnipresente sombra, nadie podía florecer. El sueño de toda una generación empoderada por su Reforma era aprender directamente del maestro; irónicamente, el costo a pagar para poder trabajar a su lado era agachar la cabeza. Lutero demandaba obediencia plena.
El resultado de esa actitud fue «que acabó rodeado de “sumisos”. Así, quien tanto había hecho por la libertad de conciencia y quien tan duramente había luchado contra la tiranía espiritual corría el riesgo de crear una Iglesia que, en ciertos aspectos, parecía más intolerante que la que criticaba»2.
Como se había peleado duramente con todos sus colaboradores cercanos y hasta el final de su vida se negó a ceder el control a la siguiente generación, poco después de su muerte la Iglesia luterana se dividió.
De un lado quedaron los Gnesiolutheraner —literalmente, “los luteranos auténticos”— y del otro, los Philippisten —que seguían la línea más moderada de Felipe Melanchtón—.
Todo el prontuario de autoritarismo de los párrafos anteriores tiene un sonido tristemente familiar. El abuso espiritual, la manipulación, el despotismo y la intransigencia son el pan cotidiano de un número inmenso de iglesias.
La certeza que muchos líderes tienen de haber recibido un llamado de Dios, de tener una línea directa con Dios o de ser el ungido de Dios los convierte en pequeños dictadores. Verdaderos “papastores”.
Mucha gente tolera todo tipo de presiones y ofensas para poder servir a Dios, ser tenida en cuenta, no ser desplazada o mantenerse cerca del centro de poder.
Quien no obedece, quien no abraza la visión de la autoridad y trabaja para ella sin dudarlo ni un segundo, quien no es funcional a la posición del líder en la estructura eclesial se convierte pronto en una amenaza.
El castigo se dirige a veces a hermanos descarriados, pero no hace falta ser un pecador público para caer bajo la condena. Cualquier colaborador que comience a sobresalir y a llamar demasiado la atención será visto como un peligro en potencia que la institución buscará neutralizar.
El coctel del autoritarismo suele incluir intimidación y abuso psicológico; un control obsesivo de lo que las personas piensan, dicen o hacen; exigencias desmedidas o expectativas irreales; acusaciones falsas y murmuración por lo bajo; y, en los casos más extremos, aislar a las personas de sus vocaciones, sus familias y sus amistades. Las consecuencias de este tipo de prácticas perversas acompañan a los creyentes por mucho tiempo.
Ninguna iglesia debería tolerar la conducción de un liderazgo narcisista y autoritario. Esa actitud está en las antípodas del ejemplo de Jesús y es una afrenta al Evangelio y a la dignidad de las personas.
Es responsabilidad de todos los creyentes proteger al Cuerpo de Cristo de cualquier amenaza que ponga en riesgo su integridad o misión —incluso si esa amenaza viene desde la cima de la pirámide—.
Y si después de intentarlo con oración, paciencia, amor y ganas, la estructura sigue ignorando los llamados de atención, entonces no debemos sentirnos culpables.
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