Lo que está sucediendo hoy en día en la sociedad, y de manera especial en este mundo occidental del que formamos parte, es incomprensible sin reconocer el origen espiritual que tiene.
Lo que está sucediendo hoy en día en la sociedad, y de manera especial en este mundo occidental del que formamos parte, es incomprensible sin reconocer el origen espiritual que tiene. El auge de algunos movimientos minoritarios, con ideas y prácticas absolutamente inhumanas, antinaturales y estrafalarias, las cuales difunden conquistando las mentes de las personas, trastornando el sentido común de la opinión pública e incluso logrando hacerse con el poder político, no se entiende sin una fuerza sobrenatural capaz de convencer a la gente de que lo malo es bueno, la luz es tinieblas y lo amargo es lo verdaderamente dulce1.
Y cuando los extraordinarios resultados que obtienen quienes promueven tales ideas y prácticas los consiguen mintiendo abiertamente, sin ningún pudor, infringiendo las leyes, no respetando las instituciones ni constituciones de los países, o desobedeciendo las decisiones de los más altos tribunales de justicia —premiando a los criminales y atropellando los derechos de las víctimas—, uno no puede por menos de pensar que detrás de ellos se encuentra el “gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero”2.
Las sucesivas derrotas en el tablero de la política de aquello que es razonable, justo y bueno, a manos de los comparativamente pocos —pero osados— promotores de “nuevos valores” tales como el aborto, la ideología de género, la desigualdad ante la ley que supone la discriminación positiva de un sexo respecto del otro, o la patria potestad del Estado sobre nuestros hijos3, nos traen a la mente a ese tipo del anticristo del que nos habla el profeta Daniel, el cual iba a hacerse con las fortalezas más inexpugnables por medio de un Dios al que sus padres no habían conocido (Daniel 11:37-39). ¿Hay acaso algún poder humano capaz de lograr tan “buenos” resultados en contra de toda verdad, justicia, sensibilidad, bondad o sensatez?
Intentar hacer frente a la riada de iniquidad y mentira que nos asola4 únicamente con las armas de la política o el derecho, cuando sus promotores no respetan ni la verdad ni la justicia, solo nos llevará a la frustración y a devolver mal por mal y maldición por maldición, lo cual no es propio de nosotros5. Tampoco es posible mantener un diálogo sincero, ni un debate leal y razonable con los que están acostumbrados al engaño y al uso de todo tipo de subterfugios para conseguir lo que quieren.
No nos engañemos, este mundo no se puede cambiar; ni siquiera nos es posible devolverlo a mejores tiempos —al menos de forma duradera— aunque nos entreguemos en cuerpo y alma a procurarlo. Y ello por dos razones: la primera es que no es esta nuestra función como cristianos en este mundo6; y la segunda, porque no es el propósito de Dios el ir mejorando el mismo hasta que sea perfecto7. Eso se queda para el reino de Dios que Jesús predicó8 y por cuya venida nos enseñó a orar9. Si bien —como sal que somos10— podemos contribuir en cierta medida a frenar por algún tiempo la degeneración progresiva del hombre y de la sociedad humana11 o la destrucción del medio ambiente12, no está en nuestra mano, ni es el propósito de Dios, que seamos nosotros quienes transformen el mundo de manera permanente en algo mejor (¡menos aún en algo perfecto!). Eso solo puede hacerlo Él.
Lo que sí requiere Dios de nosotros es que seamos luz para este mundo13: reflejando a Jesús14, anunciando “lo perfecto”15 que está por venir, y congregándole a todos aquellos que han sido “ordenados para vida eterna”16 y que formarán parte de esa nueva humanidad que ha de poblar la nueva Creación de Dios17. Para esto sí somos competentes por el poder del Espíritu Santo18, y las herramientas de la oración, la predicación del evangelio de Cristo y el resto de la panoplia cristiana19, son “poderosas en Dios” para destruir esas fortalezas que otro sigue levantando contra el conocimiento de Dios, y para llevar “cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo”20.
La única esperanza para este pobre, desgastado, envilecido y maltrecho mundo sería que volviera a poner al Creador, Soberano, Juez y Redentor en el lugar que le corresponde21. Lo cual no parece que vaya a suceder22, toda vez que ha renegado de la fe en la primera venida de nuestro Salvador, de sus enseñanzas, sus milagros, su muerte vicaria y su resurrección por nosotros23, y se burla del anuncio de que volverá por segunda vez en gloria… esta vez como Juez24.
Tal y como están, las cosas solo pueden ir a peor, aunque haya claros en medio de la tormenta, y los juicios de Dios sobre este mundo seguirán sucediéndose hasta el final mientras el hombre continúe en su incredulidad, impiedad y rebelión contra Él25; desobedeciendo sus mandamientos y ordenanzas26, destruyendo sus instituciones27 y quebrantando el orden por Él establecido con el cual se mantiene el equilibrio en el universo28. Podríamos pasarnos la vida entera podando las ramas del árbol malo29, intentando erradicar uno a uno los malos hábitos y los delitos de los hombres y de la sociedad, peleando contra cada ley injusta o perversa que se promulga, y no obtener ninguna solución eficaz ni definitiva.
Dejemos, pues, de poner la esperanza en que obtendremos aquello que Dios no nos ha prometido y reconozcamos que nuestra lucha no es contra sangre y carne30. Es algo saludable, necesario y urgente para nosotros mismos y para los que nos rodean que tengamos en cuenta al diablo.
Notas
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