Dios usó los buenos libros para abrir mis ojos a la riqueza de un libro: la Biblia.
Cada lector consuetudinario tiene su propia ruta que le llevó hacia los libros. En 1973, a los cuarenta y un años, C. René Padilla escribió en Pensamiento Cristiano, entrega correspondiente a septiembre, un artículo titulado “Los libros y yo”. En el escrito dio cuenta de sus inicios lectores y posterior desarrollo, así como del descubrimiento de la interacción dinámica entre los libros y la Biblia. A continuación rescato lo que el teólogo René Padilla escribió acerca de su conversión a un hábito fascinante y enriquecedor: el de leer y dialogar con autores y autoras de distintas latitudes y épocas.
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Desperté al mundo de los libros poco después de haber cumplido los seis años de edad. Pero no: pensándolo bien, lo que hice a esa edad fue más bien echar a andar por ese mundo más o menos por cuenta propia. El despertar vino antes. Vino cuando mi padre, hoy un anciano de ochenta años, leía la Biblia a toda la familia. Que yo recuerde ese fue mi primer libro, el libro con el cual desperté al mundo de los libros.
Vengo de un hogar humilde. Mi padre era sastre; mi madre le ayudaba en el mismo oficio. Gente obrera, de poca educación, escasos recursos económicos … y muchos hijos: cinco varones y tres mujeres. En muchos sentidos, una típica familia latinoamericana pobre. Todo lo que ahora soy lo debo al mensaje de ese libro cuya lectura escuché, desde mi infancia, en labios de mi padre. Y ese es tal vez el mayor bien que él me ha legado: un libro con un mensaje singular.
Pero la Biblia no era el único libro que había en casa. Lo admirable para mí es que en el hogar de un hombre de pocas letras hubiera tantos libros como los que había en el nuestro. Años después me di cuenta de que muchos de los volúmenes de la biblioteca de mi padre eran los “libros de batalla” de los evangélicos de la generación que precedió a la mía, esa generación que en América Latina agotó el significado de ser una minoría perseguida por su “heterodoxia” y su pasión evangelizadora. Sería injusto criticar la nota polémica, anticatólica de esa literatura, desde la perspectiva de la época actual, en que de “herejes” (o “masones”) hemos pasado a ser “hermanos separados”. Lo que sí se puede aseverar es que no era la más adecuada para el pequeño lector que nada entendía de las controversias en Pepa y la Virgen, de Emilio Martínez, ni de los usos y abusos del confesionario en El cura, la mujer y el confesionario, del ex cura Chiniquy.
Bastante más digeribles –y hasta provechosos- para esa edad resultaron los “clásicos de la literatura infantil evangélica: La morenita perdida, El niño del botón, El secreto del bosque… En esa misma época leí mi primera gran novela: La isla del tesoro, de Roberto L. Stevenson. ¡Cómo cautivaron mi imaginación las aventuras de Jim! Desde ese entonces fueron muchas las horas que dediqué a la lectura de novelas de piratería, con las de Emilio Salgari como las preferidas. Esa etapa fue superada cuando descubrí a Alejandro Dumas. En Los tres mosqueteros, Veinte años después, El vizconde de Bragelonne y La reina Margarita aprendí más historia de Europa que la que estudié en el Colegio. Claro que entre los doce y los trece años de edad es difícil distinguir entre la historia y la ficción. Pero a Dumas le debo haberme hecho presenciar la revolución de Cromwell, la noche de San Bartolomé, la toma de la Bastilla, el triunfo de la Revolución Francesa…
Todavía conservo algunos de los libros que compré en esos años con dinero que un librero en Quito, primo político mío, me pagaba como comisión por la repartición de revistas (Selecciones, Life, y otras) a una veintena de suscriptores. Los primeros centavos que gané así en mi niñez los gasté en libros. Uno dejó en mí la inquietud de viajar: Vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne. (Jamás imaginé en ese entonces que con el tiempo mis tareas me convertirían en un trotamundos). Otro me llevó a explorar los misterios de la mitología griega: La Ilíada, de Homero. Un tercero me inició en la lectura de novelistas ecuatorianos: Cumandá, de Juan León Mera.
El ingreso a la secundaria me colocó ante la disyuntiva de abandonar mi “fe ambiental” o apropiar el mensaje de mi primer libro. Ya en ese entonces el Colegio Mejía de Quito era conocido por las inclinaciones marxistas de muchos de los miembros del cuerpo docente y la fuerte nota laica de la enseñanza. Bien pronto me di cuenta que en ese contexto no me eran posibles las medias tintas: o era o no era. Por la gracia de Dios, fui. Y mi conversión abrió ante mí el amplio horizonte del pensamiento cristiano.
De poca o ninguna ayuda fueron para mí los libros de apologética que en ese entonces circulaban en el ambiente evangélico. (¿Hasta qué punto han cambiado las cosas en nuestro mundo teológicamente subdesarrollado?). ¿Puede el joven confiar en la Biblia? Dejaba mucho que desear. Resultaron mucho más útiles algunos libros que se ocupan más de enseñar la fe que de defenderla, aunque sería errado de esta referencia a lo que sucedió en mi experiencia de ese entonces deducir que no hay lugar para la apologética. Mas yo os digo, de Juan A. Mackay, por ejemplo, me ayudó a ver que la enseñanza de Jesucristo fue bastante más allá de lo que mis años de asistencia a una iglesia evangélica me habían conducido a creer. Sólo varios años después llegué a saber quién era Mackay y leí otras de sus obras (El otro Cristo español, Prefacio a la teología cristiana y El sentido de la vida); pero esa lectura inicial de su estudio de las parábolas dejó en mí huella imborrable. Igualmente decisivos en mi formación fueron Cinco estampas cristianas y La brigada transtornadora, de David Franco Díaz, dos libritos que me mostraron la dinámica del Evangelio ilustrada en la vida de hombres que aprendieron a vivir para Dios y para el prójimo. En ese mismo tiempo leí y releí los poemas de uno de los “héroes” de Franco Díaz: Cantos de los barrios bajos, de Toyoiko Kagawa. Todavía hoy de vez en cuando vuelvo a las páginas de ese gran cristiano japonés y encuentro en ellas la inspiración para hacer la misma oración que él hiciera: “Oh Dios, hazme semejante a Cristo”.
No puedo dejar de mencionar otros dos libros que dejaron una marca en el barro de mi mente adolescente. El primero, Historia de la Reforma en España, de Claudio Gutiérrez-Marín; el segundo, La marcha del cristianismo, de Juan C. Varetto. Fueron mis primeras excursiones en el fascinante mundo de la historia de la Iglesia. Me ayudaron a ver que mi fe me ubicaba en la línea histórica de albigenses, valdenses; de Juan de Valdés, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera; de “Jorgito el inglés” (George Borrow) y Juan Bautista Cabrera. ¡Y cuánto bien hizo esa perspectiva histórica a un muchacho formado (y a veces deformado) en una iglesia para la cual su cristianismo comenzó con su denominación!
En los últimos años de la Secundaria dediqué horas a la lectura de algunos de los escritores más destacados de mi país: Sergio Núñez (mi recordado maestro), Alfredo Pareja Díez-Canseco, Humberto Salvador, Jorge Icaza, Benjamín Carrión, Jorge Carrera Andrade… Leí mucho a Juan Montalvo, ese gran cultor de la lengua castellana en nuestra América morena. Más que ningún otro escritor, él infundió en mí el deseo de una prosa caracterizada por la pulcritud y la riqueza idiomática. No hace mucho, al cabo de muchos años, volví a leer de él unas Páginas escogidas en una edición de Arturo Giménez Pastor que adquirí cuando tenía dieciséis o diecisiete años. Y en mi nueva lectura de Montalvo lo que más me impresionó fue la vena cristiana en los escritos del distinguido ecuatoriano que hace casi un siglo afirmó de Jesucristo: “Todo, todo está probando que en ese hombre hay algo de divino, que en ese ser humano hay algo de humano… Mi Jesucristo, dejádmele, así como le describo y le guardo en mi profundo pecho”. Que la Editorial Universitaria de Buenos Aires publicará Geometría moral en 1968, a los setenta y nueve de la muerte del autor, nos dice algo del valor literario de Montalvo. Pero algún día quisiera hincarles el diente a sus monumentales Siete tratados para ver si profundizo en la teología de este singular pensador para quien la democracia verdadera jamás será posible sin Jesucristo.
Otro mundo de dimensiones insospechadas se abrió ante mí al ingresar a la universidad. A muchos latinoamericanos que se van a estudiar a los Estados Unidos les resulta prácticamente imposible mantener el contacto con su propia cultura. Recuerdo varios tristes casos “criollos” que al cabo de dos o tres años de permanencia en ese país insistían en hablarme en inglés, y si alguna vez lo hacían en castellano sonaban tan “gringos” que ofendían al oído. En gran medida yo logré superar el problema en virtud de dos factores. El primero fue la convivencia con inmigrantes mexicanos y puertorriqueños –de los muchos que trabajaban en las fábricas de Chicago como de otras urbes norteamericanas- cada fin de semana. El segundo, los libros de autores hispanoparlantes. La rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset, me despertó a la importancia de una conciencia histórica y el Sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno (de quien antes había leído sólo Tres novelas ejemplares y un prólogo), me mostró las honduras del existencialismo cristiano. Tan impresionado me dejó don Miguel que unos años después estuve a punto de adoptar su concepto de la fe como tema para la disertación que tenía que presentar para el título de “Master” en teología.
Uno de los mayores beneficios que obtuve de mi periodo de estudios en los Estados Unidos fue el dominio de un idioma que me dio acceso a un mundo bibliográfico impresionantemente rico. El primer libro que leí en inglés, “por mi propia cuenta y riesgo” me causó un profundo impacto: Hudson Taylor´s Spiritual Secret, de Howard Taylor y señora. Años después tendría la alegría de ver esa biografía del fundador de la “China Inland Mission” traducida al castellano. En ese libro recibí hace casi veinte años las primeras lecciones sobre algunos “secretos” de la vida cristiana que todavía hoy estoy aprendiendo.
De los libros que leí como universitario destaco los de “el Apóstol de los agnósticos”, C. S. Lewis. De su Cristianismo Esencial llegué a traducir varias páginas (mucho antes de que el Centro de Publicaciones Cristianas de San José lanzara la traducción castellana), tan convencido estaba ya en ese entonces de la ayuda que los libros de Lewis pueden significar para el lector hispanoparlante. En esos mismos años James Orr y P. T. Forsyth me enseñaron la importancia de colocar a Jesucristo en el centro del pensamiento y la vida cristianos. Y Geerhardus Vos, James Denney, A. B. Bruce y Oscar Cullman me entusiasmaron tanto con la teología bíblica que por fin terminé en la Universidad de Manchester para especializarme en ese campo bajo la tutela de otro escocés (como Orr, Forsyth, Denney y A. B. Bruce) cuya labor exegética había admirado por varios años: F. F. Bruce.
De esos dos años de estudios doctorales en que casi no hice otra cosa que leer, menciono dos grandes libros: The Presence of the Kingdom, de Jacques Ellul, y The Authority of the New Testament, de H. Ridderbos. En el primero encontré características que me cautivaron: lógica irresistible, comprensión del mundo contemporáneo y constante esfuerzo por colocar el pensamiento bajo el juicio de la Palabra de Dios. Hoy creo que Ellul es un verdadero profeta del siglo XX. El libro de Ridderbos (recientemente traducido al castellano y publicado bajo el título: Historia de la salvación y Santa Escritura) fue para mí un manjar de teología bíblica cuya suculencia supe apreciar mejor después de haber masticado mucho la estopa que encontré en los teólogos neoliberales.
Alguna vez soñé con ser novelista: ¡qué sarta de disparates la que pensaba incluir en mi primera novela! Otra vez se me dio por el teatro y la poesía: ahora me alegro de que ninguna de esas “obras maestras” llegara a la imprenta. Más tarde me imaginé con talento y talante de filósofo: es posible que si hubiese seguido mis inclinaciones hoy estaría dedicado a la especulación filosófica. Dios usó los buenos libros para abrir mis ojos a la riqueza de un libro: la Biblia. Y, en consecuencia, hoy prefiero ser lo que soy: un portador del mensaje de ese libro cuyo tema central es Jesucristo.
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