Es imperativo resaltar que, a diferencia de los de Cristo, nuestro dolor ni nos salva ni contribuye a expiar nuestros pecados. Pero, en el padecimiento con él, nos identificamos con Él.
El sufrimiento es una experiencia común a todo ser humano. Como dijo Job: “El hombre nacido de mujer, corto de días, y hastiado de sinsabores. Sale como una flor y es cortado, y huye como la sombra y no permanece” (Job 14.1,2). Nadie está exento de las aflicciones de esta vida, ni siquiera aquellos que temían a Dios, como era el caso de Job. Pero, para poder adentrarse en el sufrimiento, es necesario contemplarlo en el marco más amplio de aquello que conocemos como la caída del ser humano en el pecado. Esta aparece detalladamente en los capítulos 3 y 4 del libro del Génesis. En los mismos, se precisan las secuelas que dejó la entrada del mal en la buena creación de Dios. Y, de la misma manera que el origen del mal es incomprensible, así también sus resultados son, tantas veces, inexplicables.
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En buena parte, no parecen responder a ninguna lógica, el mal es irracional. Como dice el Eclesiastés, el gran comentario bíblico sobre la creación y la caída: “Hay vanidad que se hace sobre la tierra: que hay justos a quienes sucede como si hicieran obras de impíos, y hay impíos a quienes acontece como si hicieran obras de justos. Digo que esto también es vanidad ...Todo acontece de la misma manera a todos; un mismo suceso ocurre al justo y al impío; al bueno, al limpio y al no limpio; al que sacrifica, y al que no sacrifica; como al bueno, así al que peca; al que jura, como al que teme el juramento” (Eclesiastés 8.14 y 9.2).
Como ha ocurrido con la Covid-19 o con las víctimas de los conflictos bélicos, las calamidades no hacen acepción de personas, llegan a todos. Además, las aflicciones son con demasiada reiteración tan injustas: “Me volví y vi todas las violencias que se hacen debajo del sol; y he aquí las lágrimas de los oprimidos, sin tener quien los consuele; y la fuerza estaba en la mano de sus opresores, y para ellos no había consolador”, (Eclesiastés 4.1). La Biblia es, pues, un libro realista en el que no se minusvalora la tragedia que está unida al mal.
Pero el testimonio de las Escrituras no se queda en constatar la existencia de lo malo y de sus consecuencias. Y aunque su realismo es, en sí mismo, de gran valor, nos conduce mucho más allá. Nos llama a apropiarnos de los medios que Dios mismo provee para enfrentar el problema de la aflicción. Así, es muy notable observar cómo los autores de los libros del Nuevo Testamento siempre tienen en cuenta el sufrimiento que padecen sus lectores. ¿Cómo enseña Pablo que pueden sobrellevar las aflicciones los cristianos a los que escribía? Uno de esos textos que escribió el apóstol se encuentra en su Epístola a los Romanos: “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados. Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”, (Romanos 8.17,18).
En este pasaje Pablo hace tres afirmaciones que nos ayudan a enfocar el sufrimiento. Notemos que todas ellas tienen que ver con la relación del cristiano con Cristo. Pablo dice que los cristianos son herederos junto con Cristo, es decir, coherederos. Que los cristianos padecen juntamente con Él, y que, finalmente, serán glorificados con Él. En esta epístola Pablo se refiere a la doctrina de la unión con Cristo. Básicamente, esta enseñanza significa que es por la fe que venimos a ser uno con el Señor Jesucristo y que, como resultado de estar en Él, “en Cristo” recibimos la salvación. Una enseñanza clave para entender la fe cristiana y cómo somos salvos. Pero también, como Pablo inculca aquí, ideal para afrontar el sufrimiento.
De entrada, si somos cristianos, somos coherederos con Cristo. Pero, ¿qué significa esto? El contexto inmediato de estos versículos en Romanos 8 muestra que los cristianos son los que han sido adoptados en la familia de Dios en Cristo, v 15. La evidencia de esa adopción es el Espíritu Santo, v 14 y 16. La adopción es por la gracia de Dios, pues por naturaleza somos hijos de ira, (Efesios 2.1). Pero en Cristo hemos sido hechos hijos de Dios, y herederos de la gloria del Señor. Cristo es el heredero de todas las promesas de Dios: “heredero de todo”, dice el autor de la Epístola a los Hebreos en 1.2. Por medio de la muerte de Cristo hemos recibido “la promesa de la herencia eterna”, (Hebreos 9.15), pues un testamento solo con la muerte del testador se confirma (Hebreos 9.16,17). Cristo ha muerto y ahora sobre la base del derramamiento de su sangre recibimos por la fe en Él, el perdón de todos nuestros pecados y la vida eterna (Hebreos 9.22,28) Lo portentoso es que, por amor, el Señor Jesucristo comparte con nosotros su herencia, nos hace coherederos con Él.
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La primera pregunta que debes hacerte es esta: ¿Eres hijo de Dios? Plantéate esta cuestión: ¿Cómo puedo serlo? El apóstol Juan nos da la respuesta en el prólogo a su evangelio: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”, (Juan 1.12). Creer es aceptar que Jesucristo es el Hijo de Dios. Creer es reconocer al Señor Jesucristo como el único mediador entre Dios y los hombres. Creer es acudir a Él para que, sobre la base de su muerte en la cruz, todos nuestros pecados sean perdonados. Creer es recibirle, por tanto, como el Señor de nuestras vidas. Por tanto, por la fe, somos “herederos de Dios y coherederos con Cristo”, dice Pablo. Pero, ¿cual es nuestra herencia? El mismo Dios es nuestra herencia. Lo que esto significa, lo explican repetidamente los salmistas. Así David exclama: “Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; No hay para mí bien fuera de ti ...Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa; Tú sustentas mi suerte. Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, Y es hermosa la heredad que me ha tocado ...Me mostrarás la senda de la vida; En tu presencia hay plenitud de gozo; Delicias a tu diestra para siempre” (Salmo 16.2,5,6,11). Asaf concluye así su testimonio: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón desfallecen; Mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre”, (Salmo 73.25,26). Heredar a Dios es encontrar en Él todo sentido y satisfacción. ¿Cómo podría ser de otra manera? Solo el Eterno puede colmar el corazón humano.
Pero, entonces, si somos hijos y, además, herederos de Dios, ¿por qué sufrimos? La respuesta nos la da Pablo en la siguiente afirmación. En castellano no tenemos la palabra compadeciendo. Pero esa es la idea que quiere transmitirnos Pablo al aseverar que “padecemos juntamente con él”. Al igual que compartimos con Cristo su herencia, compartimos sus sufrimientos. Antes mencioné que nadie está libre de sufrir. Así, incluso el Hijo de Dios se encarnó para salvarnos, lo cual implicó sufrir por nosotros. Jesucristo es introducido por Isaías de una manera sorprendente, como el Siervo del Señor y como tal, un varón de dolores, experimentado en quebrantos, (Isaías 53.3). El autor de la Epístola a los Hebreos lo describe repetidamente como el que padeció, (Hebreos 2.18; 5.8). Precisamente sus sufrimientos se colocan por este autor en el contexto de su obra de salvación, (Hebreos 9.26).
Es su sacrificio en la cruz, hecho una sola vez y para siempre, el que quitó el pecado. Él es la propiciación por nuestros pecados, dice Juan el Apóstol, (1ª Juan 2.2). Es decir, él llevó sobre sí, en la cruz, la justa ira de Dios por nuestros pecados. Sus sufrimientos, por tanto, son únicos, redentores. El profeta evangélico los patentiza así: “... por su llaga fuimos nosotros curados”, (Isaías 53.5). Pedro lo dice exactamente igual: “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios”, (1ª Pedro 3.18). Es imprescindible destacar que, según Pedro, solo los sufrimientos del Hijo de Dios encarnado nos llevan a Dios, solo en sus sufrimientos expiatorios se halla nuestra salvación.
Pero, al mismo tiempo, sus sufrimientos fueron el camino del Hijo de Dios encarnado a la gloria. Y ese patrón de conducta que observamos en el Hijo Unigénito de Dios, es el que el Padre ha diseñado para todos sus otros hijos. Primero sufrir, después la gloria, es el camino que le espera a todos los herederos de la gloria. Esta es la única senda que conduce a la presencia de Dios. Expresado en este pasaje por Pablo con su “si es que”. Otro pasaje del Nuevo Testamento que ilustra esta verdad es Filipenses 3.10, donde Pablo refiere lo que significó su encuentro con el Señor Jesús: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte”.
Notemos que, al describir la conversión y la vida cristiana, Pablo menciona: “la participación de sus sufrimientos”. Literalmente significa la comunión con sus sufrimientos. Es en esa implicación con Cristo en la aflicción que aparece que somos herederos de Cristo, y que llegaremos a la gloria. Como dijo el autor puritano John Trapp: “Dios tuvo un solo Hijo sin pecado, pero no tendrá ninguno que no haya experimentado el dolor”. Esta es la vía a la gloria, la que Cristo recorrió y que es la nuestra también: “Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él”. (Filipenses 1.29). Como se decía antiguamente entre los evangélicos: “Sin cruz, no hay corona”. ¿Qué tipos de sufrimientos son estos? Pablo los define en el siguiente versículo, el 18 como “las aflicciones del tiempo presente”. De entrada, las que se padecen por ser cristianos, como es la persecución por causa de Cristo. Pero son incluso todas aquellas que se corresponden a la existencia en un mundo caído como el nuestro: guerras, exilio, enfermedades, separación de seres queridos, hambre, reveses financieros, etc. Y esto porque Cristo, al tomar forma de semejanza de carne de pecado, (Romanos 8.2), se sometió a sufrir los embates de un mundo caído, en rebelión contra Dios. En ese sentido, sufrimos con Cristo las desgracias de habitar en un mundo trastornado por el mal. Es imperativo resaltar que, a diferencia de los de Cristo, nuestro dolor ni nos salva ni contribuye a expiar nuestros pecados. Pero, en el padecimiento con él, nos identificamos con Él, somos reconocidos como sus discípulos. Así, cuando Saulo perseguía a la iglesia, Cristo le dijo: “¿Por qué me persigues?”, (Hechos 9.4,5). Cristo, pues, se unimisma con su iglesia en sus padecimientos. Por ello, Pablo afirmaba que le abundaban las aflicciones de Cristo, pero por eso mismo también recibía su consuelo, (2ª Corintios 1.5).
Finalmente, Pablo concluye que los cristianos serán glorificados juntamente con el Señor Jesús. Es decir, coglorificados, si se pudiera decir. Cristo ya sufrió, y ha entrado en su gloria, (1ª Pedro 1.11). Y, precisamente porque somos uno con Él, esa exaltación es también la nuestra. Eso es justamente por lo que padeció Cristo, para llevarnos a la gloria. Su oración sacerdotal, concluye con esta sublime petición que será ciertamente contestada: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo”, (Juan 17.24). Él ha pedido al Padre por todos sus hijos, para que ni uno solo de los herederos de Dios deje de llegar a la gloria. Solo allí alcanzaremos a recibir todas las bendiciones de nuestra herencia ya que, como enseña Pablo en los siguientes versículos, hemos sido salvos en esperanza, (Romanos 8.24,25). Su gloria será la de su iglesia. Ver su gloria será nuestra gloria, que consiste en contemplar y deleitarnos por toda la eternidad en la dignidad y el esplendor de la Persona del Hijo de Dios. Allí, sí que, como dice el apóstol Juan, no habrá más llanto, ni dolor, ni funeral, sino que Dios mismo enjugará toda lágrima de nuestros ojos, (Apocalipsis 21.4). Allí, sí que ya no existirá la aflicción. El mal no tiene lugar en ese estado de gloria y de paz.
Por tanto, el cristiano vive y sobrelleva sus sufrimientos con Cristo a la luz de esa gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. La cual es segura, porque precisamente el Señor Jesucristo padeció para que, como sus herederos, podamos, cuando llegue el momento, dejar atrás la tribulación y entrar en el gozo del Señor. No te desalientes, pues, persevera en el camino del Señor, pronto dejaremos a un lado el dolor y lo trocaremos por la gloria.
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