El diablo siempre está procurando sembrar discordias entre Dios y el hombre, y entre los hombres entre sí.
La Biblia no conoce el dualismo en el sentido de que Dios, origen de todo lo bueno, tenga frente a él desde la eternidad a un anti dios igual en poder e igualmente subsistente. Todo lo existente fue creado por Dios, incluso ese ser que llegó a convertirse en maligno por un acto libre y consciente de rebelión contra su creador.
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Los textos citados de Judas y 2 Pedro dejan claro que los demonios son ángeles caídos, o sea, creaturas que han pecado. Se trata de criaturas que, llevadas de la soberbia, se rebelaron contra Dios. Pero del hecho de que el diablo solo sea creación de Dios y no Dios, no se desprende que no sea persona real. De hecho, el hombre es creación y, no obstante, es persona.
En el Antiguo Testamento se cita al demonio muy pocas veces, mientras que causa sorpresa la multitud de citas que sobre él encontramos en el Nuevo Testamento. Aquí se le cita un total de 110 veces, y resalta el que se le cite bajo tantos y tan diversos nombres o calificativos: Satanás, Beelzebú, Belial, diablo, acusador, maligno, mentiroso, malévolo, engañador, león rugiente, tentador, príncipe de este mundo, dios de este siglo…
Resumiendo las distintas declaraciones que hace la Biblia acerca del demonio, obtenemos el siguiente cuadro: el demonio es un ser de gran inteligencia y de maldad abismal. Es un terrible agitador y un poderoso desestabilizador de la paz y del orden (la palabra griega diábolos significa ‘el que desordena’, el ‘alborotador’), el que seduce a los hombres a apartarse de Dios. Se aprovecha de su superioridad y poder para encandilar y confundir al hombre. En este sentido se nos dice que “Satanás se disfraza como ángel de luz” (2 Corintios 11:14). De esta manera engaña, haciendo creer al hombre que es un ser envuelto en la verdad divina. Así, le promete al hombre el cielo, solo para atraerlo bajo su influencia y, seguidamente, convertirse en su acusador inmisericorde delante de Dios, procurando su condenación, exigiendo del mismo Dios justicia sin gracia contra todo pecador. Esto realza su carácter homicida (Juan 8:44). Según él, Dios no solo debiera castigar al hombre, sino maldecirlo por la eternidad. Es un mentiroso indomable, tergiversando siempre la voluntad divina: “Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira” (Juan 8:44). A estas lamentables características hay que añadir la de su violencia brutal. El diablo siempre está procurando sembrar discordias entre Dios y el hombre, y entre los hombres entre sí.
Dios es el creador de la vida. La ausencia de Dios lleva a la muerte. Al robarle al hombre la posibilidad de creer en Dios, le está robando la vida. El diablo no tiene poder de crear, pero sí que tiene el poder de destruir la vida. Por esta razón es que los demonios no pudieron ser los supuestos “hijos de Dios” que fecundaron a las “hijas de los hombres” mencionados en Génesis 6.
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El pecado está directamente ligado a la muerte. El diablo se valía de su poder sobre la muerte para amedrentar y esclavizar al hombre (Hebreos 2:14). Y todavía usa este instrumento de terror sin escrúpulo alguno. Por eso Jesús dice de él que es “homicida desde el principio” (Juan 8:44).
Con la llegada de Jesús a nuestro mundo da comienzo la batalla crucial contra el demonio, que había arrastrado y colocado al hombre bajo su destructivo marco de influencia. De aquí que el ministerio público de Jesús se caracterice por su confrontación con los poderes de las tinieblas. Esta confrontación comienza ya al principio de su ministerio público con la tentación de Satanás, que Jesús rechaza victoriosamente (Mateo 4:1-11). Continua con la sanidad de los enfermos y la liberación de los endemoniados. En el Gólgota “despojó a los principados y a las potestades [demonios], los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15). Y alcanza su punto culminante con el triunfo de su resurrección sobre el poder de la muerte que ostentaba el diablo. Este triunfo lleva a Pablo a exclamar lleno de júbilo: “Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:55).
Por causa de la muerte de Jesús en la cruz, Satanás pierde su derecho de acusar a los hombres ante Dios. Por su resurrección, Jesús destroza el monopolio del poder de la muerte. Ahora surge el espacio para una nueva creación. El poder del diablo ha sido quebrantado para todo aquel que se coloca bajo la protección del señorío de Cristo. El diablo existe sin lugar a duda, pero Jesús lo ha vencido. Por eso los cristianos podemos vivir libres del “miedo de los paganos” a los espíritus. Ya no tenemos miedo del diablo, ni lo pintamos en cuadros, ni en paredes, ni le honramos dedicándole esculturas como las del ángel caído del Retiro de Madrid. Los cristianos proclamamos que el diablo ha sido derrotado.
De manera que toda la actividad de Jesús se puede resumir bajo la declaración que encontramos en 1 Juan 3:8, donde leemos: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo”.
No obstante lo dicho, tenemos que dejar bien claro que el triunfo de Jesús sobre los demonios no significa que éstos ya hayan sido quitados de en medio para siempre. No, lamentablemente, todavía no se ha llegado a esto. Aunque el diablo está herido de muerte, todavía continúa llevando a cabo su perverso juego con el hombre y la mujer. Será el día del juicio final cuando Dios acabe para siempre con las perversas maquinaciones de los demonios y los encierre para siempre en el infierno eterno (Apocalipsis 20:10). Hasta que llegue ese día deberemos estar atentos para no caer en los lazos del diablo; deberemos vestirnos con toda la armadura de Dios (Efesios 6:10-18) y resistirle con la ayuda de Jesús. Y aunque el diablo consiga una y otra vez seducir a los cristianos a pecar, debemos saber que ha fracasado en su función de acusador de “los escogidos de Dios” y ya nunca más conseguirá apartarnos de Dios. Y esto gracias a que Jesús nos ha dado vida eterna y nos protege en el hueco de su mano (Juan 10:28).
Los evangelios registran siete liberaciones demoníacas que opera Jesús en personas (Mateo 8:28; 9:32; 12:22; 17:14; Marcos 1:23; 7:25; Lucas 13:11). El número siete significa que no hay poder demoníaco que se resista a Jesús. El estudio de cada uno de estos pasajes nos muestra los rasgos básicos de la “demonología bíblica”. Se trata de las siguientes siete apreciaciones:
1- Los demonios son “poderes reales”. Como su persona de referencia, Satanás, tienen cualidades extraordinarias, solo que en sentido diametralmente opuestas a la deidad. Su inclinación al mal es sustancial y perpetua.
2- La realidad de lo demoníaco no se puede percibir con los ojos naturales. Esto se debe a que lo demoníaco, lo mismo que lo satánico, es un “concepto relacional”, al igual que el pecado o la necedad humana. El pecado no se puede ver, solo se revela a la luz de Dios. Igualmente, la necedad aparece solo de cara a la inteligencia.
3- Satanás y sus demonios no tienen ninguna clase de autonomía propia de la divinidad. Ambos son negativos y tienen que ser contemplados como “relación negativa”, como lo desligado de Dios, lo que se manifiesta por oposición.
4- El poder y la esencia de lo demoníaco alcanzó su máxima potenciación con la venida de Jesús al mundo. Viendo a Jesús caminar por la tierra, los poderes demoníacos se agruparon como si se tratara de un último llamado a filas. Esto lo evidencian las historias novotestamentarias de demonios, así como también personajes bajo influencias demoníacas, como Herodes Antipas y Poncio Pilato. Estos caracteres contrapuestos se amigaron con motivo de su negación de Cristo.
5- La obra de los demonios es una obra de destrucción. Está dirigida contra la esencia del hombre, contra su hechura a imagen de Dios. En el caso de la persona que se abre al influjo y dominio de lo demoníaco, experimenta una atrofia que corroe su sustancia. El hombre se encoje. Es menos. Menos en su sustancia personal, menos imagen de Dios.
6- Las liberaciones de demonios que opera Jesús no son otra cosa que la restitución del hombre a su imagen de Dios. Debido al poder demoníaco, su hechura a la imagen de Dios había sido borrada hasta lo irreconocible. Un espíritu extraño habla por boca del endemoniado y lo destruye interiormente. Este espíritu extraño tiene que ser diferenciado del espíritu propio de la persona. Solo así se le puede expulsar. Y así arranca Jesús al poseído de las manos del poder que le posee.
7- Cuanto más nos acerquemos al final de la Historia en la tierra, tanto más contundente y demostrativa se manifestará la negación de Dios. Los demonios extenderán continuamente su oferta de posibilidades. Pero, a pesar de todos los daños ocasionados por los demonios, la gran masa de las personas no aprenderá. Solo una ínfima parte estará dispuesta a renunciar a lo satánico y lo demoníaco.
La confrontación con lo demoníaco es un reto para tomar la mayor decisión personal de colocarse bajo el dominio del Dios personal y bajo el señorío del Redentor Jesucristo. La decisión entre Dios y el demonio, entre Cristo y Satanás, es una decisión personal y entre categorías personales. Ni Dios ni los demonios son fuerzas impersonales, sino personas; y el hombre está obligado a decidir a cuál de estas personas va a servir: a Dios o al demonio, a Cristo o a Satanás.
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