Nuestra identidad no está en el pasado, está en nuestro origen, en las manos del alfarero.
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Uno no puede dar lo que no tiene.
Uno solo dará lo que tenga o haya regado, cuidado y hecho crecer.
Si uno se trata con autoexigencias, con desprecio y sin amor, eso será lo que proyecte a la hora de amar a quien tiene a su lado, porque “...de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34).
¿Cómo te tratas a ti mismo? Si hablaras a un amigo así, como lo estás haciendo contigo mismo ¿sería una relación sana? ¿Con palabras amables, que motiven y ayuden a mejora? ¿O sería más bien una relación tóxica que carece de amor y cuidado?
¿Qué ocurre cuando no cumples con tus expectativas, cuando no logras tus metas? ¿Qué ronda por tu cabeza cuando llega la decepción, cuando no alcanzas tus objetivos o te sientes incapaz?
Si en nuestro interior hay una gran hecatombe y la onda expansiva del autodesprecio impregna nuestro día a día, es el momento de reflexionar y plantearse otras alternativas en nuestra actitud.
¿Quién eres? ¿Quién dices tú que eres? ¿Perdedor? ¿Insatisfecho? ¿Inaguantable? ¿Débil? ¿Incapaz? Esa percepción de nosotros mismos que los vaivenes de la vida han grabado a fuego, nos atrapa en una espiral de insatisfacción que distorsiona nuestra manera de mirarnos y de mirar a nuestro alrededor.
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“Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Mateo 22:39
Jesús dice que después de amar a Dios esté es el segundo gran mandamiento.
Hemos leído tantas veces este texto que quizás profundizar en él con otra perspectiva sea sorprendente para nosotros.
Sólo hace falta releer este versículo y darle la vuelta para entender la importancia de amarse bien para aprender a amar: “Ámate a ti como a tu prójimo”. Trabajar el amor propio es trabajar el ajeno. No de forma egoísta, todo lo contrario, saber quiénes somos, reconocer nuestras capacidades, entender nuestra valía nos motiva y conecta con el otro para darnos con calidad.
Quizá nos hayamos roto en el camino, tengamos que reparar, formatear o mejorar. Puede que seamos un vaso que corta y necesita que las piezas encajen de nuevo para sentirse completo. En este mundo lleno de altibajos que hiere y distorsiona nuestra identidad, puede que hayamos dejado por el camino parte de nuestra esencia, esa que Dios creo de forma concienzuda, con todo su esfuerzo y dedicación. Pero nuestra identidad no está en el pasado, está en nuestro origen, desde donde partimos, donde comenzó la travesía, donde arrancó esta carrera. En las manos del alfarero:
“Tú creaste las delicadas partes internas de mi cuerpo y me entretejiste en el vientre de mi madre. ¡Gracias por hacerme tan maravillosamente complejo! Tu fino trabajo es maravilloso, lo sé muy bien. Tú me observabas mientras iba cobrando forma en secreto, mientras se entretejían mis partes en la oscuridad de la matriz. Me viste antes de que naciera. Cada día de mi vida estaba registrado en tu libro. Cada momento fue diseñado antes de que un solo día pasara”. Salmos 139:13
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Conocer nuestra identidad en Dios nos ayuda a amarnos mejor y por lo tanto a amar mejor al otro. Dios nos creó con un propósito eterno y en el camino nos moldea y repara, nos guía y capacita para acompañar a todo aquel que le necesita. Somos herramientas para transmitir su amor. Por lo tanto, debemos cuidar nuestro corazón y mimarlo, respetarlo y vivir en armonía con nosotros mismos, liberarnos de todo lo que nos atormenta y nos limita. Para ello nuestras cargas deben ser derramadas a los pies del maestro, debemos dejarnos transformar por el Rey de Reyes y el Señor de Señores confiando en que él, a través de nuestra debilidad, se hará fuerte en nosotros y así, con su fortaleza invadiendo nuestro corazón podremos ser una compañía firme en las tempestades de aquellos que sufren y necesitan un hombro donde llorar.
Hoy podemos restaurar nuestros pensamientos. Aquellos que nos hacen sentirnos incapaces y pequeños, aquellos que distorsiona la valía que solo Dios nos debe dar.
Amémonos para amar. Reparémonos para ayudar a reparar, para acariciar corazones rotos, para ser más como Jesús.
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