Lo queramos o no, todos somos pastores que vamos por la noche de este mundo comunicando a otros lo que Dios nos ha permitido gustar.
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“Y los que apacentaban los cerdos huyeron, y dieron aviso en la ciudad y en los campos. Y salieron a ver qué era aquello que había sucedido”
(Marcos 5:14)
Las grandes catástrofes son un foco de atracción para multitudes. Un gran fuego en una ciudad o un accidente en una autopista son buenas excusas para ir a ver. Para estos casos siempre se tiene tiempo. Y si ya se está en la cama, uno se levanta como sacudido por un terremoto. Esta es la historia que nos ocupa a continuación.
Los porqueros acaban de perder su trabajo, pues el hato de cerdos se ha precipitado en las aguas. Los propietarios han perdido su capital. Pero los valores de estos bienes no desempeñan en nuestra historia ningún papel. Lo destacable es el número de animales, en tanto que pone de manifiesto el terrible poder maligno que habitaba al poseído y el incalculable sufrimiento de éste, y resalta sobre todo el extraordinario poder de Jesús sobre esa legión de espíritus inmundos. Esta es la lección fundamental, el poder de Jesús.
Nuestro texto dice que “los que apacentaban los cerdos ‘huyeron’”. En griego esta palabra encierra la idea de darse a la fuga, escapar o querer ponerse a salvo porque uno siente que está en grave peligro. Así que, esto es lo que sintieron los porqueros ante lo que hizo Jesús. Qué triste, ser testigos de un grandioso milagro que ha hecho el mayor bien a un semejante y solo sentir miedo en lugar de admiración y gratitud, y el deseo de que también nosotros seamos ayudados y liberados de todos nuestros males.
Hay personas tan ignorantes o extrañamente contrarias al evangelio, que tienen pánico al nombre de Jesús. Un día me encontraba evangelizando por las calles en la ciudad de Torrevieja. Encontré a tres jóvenes de edad entre 18 y 20 años. Les presenté el evangelio brevemente. Los tres oyeron. Dos eran españoles y el otro latinoamericano. Al final pedí si podía orar por ellos. El latino quiso que orara. Los dos españoles no entendían nada y pusieron cara de extrañeza. Cuando empecé a orar, el latino y yo inclinamos la cabeza, y en eso estaba todavía cuando veo que los otros dos salen huyendo en estampida y se colocan expectantes en la acera de enfrente. Si este miedo puede asaltar a dos jóvenes veinteañeros por causa de una simple oración, ¿cuánto miedo no habría asaltado a aquellos porqueros ignorantes ante el portento que presenciaron?
La historia con los jóvenes en Torrevieja provocó en mí sorpresa y risa, pero rápidamente ésta se trocó en tristeza y pena por aquellos jóvenes. Y lo mismo despiertan en mi aquellos pastores de cerdos.
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Hay personas que ante la contemplación de un milagro reaccionan con rechazo hacia Jesús. Rápidamente abandonan el lugar del milagro y buscan a los enemigos de Jesús para denunciarlo. Este fue el caso de algunos de los que presenciaron la resurrección de Lázaro. Se nos dice que: “Algunos fueron a los fariseos y les dijeron lo que Jesús había hecho” (Juan 11:46). Como resultado de esta información, los fariseos “aquel día acordaron matarle” (Juan 11:53).
La misma perversa intención vemos en el desagradecido paralítico de Betesda. Este hombre fue sanado por Jesús de una enfermedad que le había mantenido en cama durante treinta y ocho años (Juan 5:5). Poco tiempo después de haber sido sanado, “le halló Jesús en el templo, y le dijo: Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor. El hombre se fue, y dio aviso a los judíos, de que Jesús era el que le había sanado”. Y continúa diciendo el relato evangélico: “Y por esta causa los judíos perseguían a Jesús, y procuraban matarle, porque hacía estas cosas en el día de reposo”. ¿Cómo podemos calificar el aviso que este hombre transmite a los judíos? Causa estupor contemplar a un enfermo completamente curado, yendo por sus propios pies a denunciar a su benefactor ante aquellos que buscan matarle.
Los judíos habían recriminado a este hombre por cargar con su cama en día de reposo. Él descargó su responsabilidad sobre el que le había sanado, no sabiendo que fuera Jesús. Cuando al poco Jesús lo interpela de nuevo en el templo, el hombre fue a denunciar a Jesús ante los judíos. Esto se nos antoja algo incomprensible, pero así es como algunas personas se comportan con Jesús incluso cuando han visto y gustado personalmente milagros portentosos. No, los milagros no siempre provocan fe y gratitud, sino lo contrario.
Ahora los porqueros asumen una nueva función. Han perdido su piara, y deben comunicarlo a los propietarios. Y en esta información está comprendida también la obra extraordinaria que Jesús acababa de realizar. Es Jesús quien lo ha hecho todo: el milagro, la sanidad del endemoniado. Pero él también ha sido quien ha dado permiso a los demonios para que entren en el hato de cerdos que han acabado ahogándose en el lago.
Comunicar todo esto no es una bagatela. Y explicarlo resulta mucho más engorroso. El suceso provoca multitud de preguntas que solo pueden ser contestadas por el mismo Jesús. Así que, todos los afectados por la noticia son personas que tienen la oportunidad de hacerle ahora una pregunta a Jesús. Qué privilegio.
Los porqueros se convierten en mensajeros. Pero, lamentablemente, no de buenas noticias, porque no han entendido lo que acaba de hacer Jesús con aquel pobre endemoniado. Con su información van a comunicar la obra que acaban de ver y oír. Pero la realidad es que no han entendido nada. Huyen con el miedo en el cuerpo, huyen hacia los propietarios que les han confiado sus animales, y lo que van a hacer es confundirlos y llenarlos del mismo miedo que los angustia a ellos.
Qué diferentes estos pastores de aquellos que presenciaron la irrupción del coro de ángeles aquella noche en los campos de Belén con motivo del nacimiento del Salvador. Después secundaron la instrucción del ángel, yendo apresuradamente al encuentro del niño recién nacido y de sus padres. Una vez ante ellos, “dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño”. Y con esto provocaban alegría y admiración entre todos sus oyentes. Al final, los pastores volvieron a sus ganados en el campo, y lo hicieron “glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto” (Lucas 2:15-20).
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Dos historias paralelas. Espíritus en una historia y espíritus en la otra. Maravillas en una y maravillas en otra. Y Jesús en el centro de una y otra. Hasta aquí las similitudes. Después, demasiadas diferencias: Porqueros que huyen espantados en medio de la noche y pastores que corren a toda prisa en la noche. Unos que anuncian desgracias y pérdidas y otros que proclaman salvación. Unos que causan temor y otros que provocan admiración. Unos que rechazan la gracia de Dios, pidiendo a Jesús que se vaya de sus tierras y otros que glorifican y alaban a Dios por las cosas que han oído y visto. ¿Con qué grupo de pastores nos identificamos nosotros? Lo queramos o no, todos somos pastores que vamos por la noche de este mundo comunicando a otros lo que Dios nos ha permitido gustar. ¿Cómo lo comunicamos y qué provocamos en nuestros oyentes?
Los porqueros dieron aviso en el pueblecito de Gérgesa y en los campos del lugar; es decir, en las fincas o granjas de la zona. Despertaron a los propietarios de los cerdos, y las voces y el ruido de las pisadas corriendo despertaron a propios y extraños, y todos salieron en tropel a ver qué era aquello que había sucedido.
Habían oído bien, porque la noticia de los porqueros era correcta en sus formas. Pero ellos quieren verlo con sus propios ojos. No son como Tomás, que quería tocar las heridas de Jesús con su mano, buscando un último argumento para poder creer, y que después casi se disculpa, porque su fe no era tan fuerte para poder creer sin ver.
No, los gergesenos no son creyentes. Oyeron algo y se acercaron para ver si encontraban otra cosa distinta. Corrieron hacia el lugar como corren muchos hacia un sitio donde se acaba de producir un accidente. Corrían atraídos para satisfacer la curiosidad. Sus motivos no eran nada elevados. Pero, de todos modos, fueron. Y esto tiene su importancia.
A veces, en el caso de algunas conversiones o avivamientos espirituales, ha ocurrido que el camino no era nada atractivo, pero en su recorrido ocurrió que la gracia de Dios obró, convirtiéndolo en un suceso de consecuencias perdurables. Podemos imaginarnos a aquel grupo variopinto, proveniente de la ciudad y de las granjas, que corre al encuentro de Jesús. Lo que los une es la noticia, el rumor y la curiosidad. No saben con qué ni con quien se van a encontrar. Corren con el miedo en el cuerpo, y este miedo les va a destrozar la gran oportunidad de sus vidas. La oportunidad de tener en encuentro personal de fe con Jesús, el poderoso Salvador capaz de cambiarlo todo.
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