Dios, en la persona de Jesús, sitúa su gloria abajo, cerca y dentro, construyendo un hogar entre nosotros.
“El Verbo se hizo carne”. Así aparece dicho en las Sagradas Escrituras. Y, entonces, nosotros pensamos que el Dios que visita este planeta ha de ser comprendido en clave de grandezas y gigantismos, manifestaciones de gloria como en Sinaí y un modo de estar en este mundo marcado por la espectacularidad pirotécnica de sus hechos maravillosistas. Pero va y resulta que es al revés.
El evangelio de Juan se abre con un Jesús que camina por las aldeas de Galilea llamando a los que formarán la comunidad del seguimiento. No los busca en la sinagoga, ni en el Templo; no los escoge entre los sacerdotes, ni entre los escribas y fariseos, sino que los encuentra entre el pueblo pobre y trabajador. Prefiere contar con sinceros y sencillos pescadores, que aliarse con la pompa de los sabios y entendidos que enseñan sin autoridad.
El evangelista no quiere convencernos de que Jesús es Dios, esa es una afirmación incuestionable: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios” (Jn. 1:1). Lo que Juan hace es llevarnos a la comprensión de algo más profundo: Dios es Jesús. Y a ese Jesús vamos a contemplarlo como un Dios inesperado e insospechado que desborda todas nuestras expectativas, poniendo en crisis todas las imágenes distorsionadas que hemos construido sobre él.
Nosotros identificamos la gloria de Dios en la grandeza, el honor, la majestad y el poder, siempre arriba, siempre lejos e inalcanzable. Pero Dios no se muestra donde nosotros queremos verle, sino en lugares insospechados. Por eso dice Juan que estamos ciegos de Dios: “A Dios nadie le ha visto jamás…”. Para que le veamos, Dios, en la persona de Jesús, sitúa su gloria abajo, cerca y dentro, construyendo un hogar entre nosotros, convirtiéndose en carne de nuestra carne, apareciendo en este mundo como alguien nunca imaginado, pero cercano, accesible y sorprendente: cerca de los pobres, amigo de pecadores, curando a los enfermos, reivindicando y dignificando a las mujeres y acercándose a todos los que están lejos. Porque Jesús es el rostro humano del Dios verdadero.
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