Es evidente que estamos en caída libre. Es como si se nos quisiera destruir y hacer desaparecer. Pues bien, para estos insoportables, como el endemoniado, ha venido Jesús.
“…y nadie podía atarle, ni aun con cadenas. Porque muchas veces había sido atado con grillos y cadenas, mas las cadenas habían sido hechas pedazos por él, y desmenuzados los grillos; y nadie le podía dominar”
(Marcos 5:3-4)
La realidad del endemoniado era muy triste. Este hombre era tres veces impuro: vivía en una región que los judíos consideraban impura, tenía su vivienda en los sepulcros y le poseía un espíritu impuro. La suerte de los endemoniados en Israel era igualmente trágica, si bien se les permitía vivir en sociedad e incluso asistir a la sinagoga (Marcos 1:23ss).
Este endemoniado vivía en un lugar impropio para las personas. Los sepulcros son para los muertos y los muertos para los sepulcros. Aunque en sentido espiritual, intelectual y social este hombre estaba tres veces muerto. Nadie tenía poder sobre él, todo el poder sobre su persona lo ejercía el espíritu inmundo que le dominaba por completo.
El hombre normal no tiene poder sobre los espíritus impuros, porque éstos son agentes del diablo. Y el hombre no puede enfrentarse al diablo descansando en sus solos recursos humanos.
Algunos poseídos lo son hasta el extremo de no tener voluntad propia. Se parecen a los hipnotizados. La hipnosis es un estado en el cual una persona ejerce un dominio total sobre otra, sin bien con el previo consentimiento de ésta. Lo primero que el hipnotizador requiere es que la otra persona se le entregue de manera total para que él pueda ser dueño de su voluntad. Se ha usado la hipnosis para el tratamiento de ciertas enfermedades, pero, en su base, subyace algo denigrante. Y es que, constituye una degradación conducir a una persona al extremo de hacerle entregar su propia voluntad a otro.
Además de la posesión demoníaca y de la hipnosis, hay personas que intentan dominar emocionalmente a otras. Todo pastor debe tener cuidado de no incurrir en el abuso de autoridad espiritual. Este abuso se da con más frecuencia de lo imaginado. Hay dirigentes espirituales que atan a las personas a sí mismos. Esto resulta relativamente fácil cuando tenemos delante a una persona con miedo a la libertad. Hay quienes sufren ante la necesidad de tomar decisiones. Por esto viven en permanente angustia. Cuando contactan con un líder espiritual inclinado al autoritarismo, se sienten aliviados y prestos para sujetarse a ellos. Les consultan para todo y así, poco a poco, se va forjando una dependencia fatal que, a la postre, hará sufrir mucho.
El difícil arte de educar a los hijos requiere también de mucha sabiduría, porque hay padres que, al educar, quebrantan la voluntad de su hijos para dominarlos mejor, y esto ocasiona daño a los pequeños. Ni los padres, ni ningún otro educador, deben anular la voluntad de sus hijos, sino guiarles con sana enseñanza y amor cristiano para que sus pupilos sean capaces de inclinar su voluntad a lo bueno, a lo puro, a lo que es de provecho y a lo de buen nombre.
Hay también sectas que revelan rasgos demoníacos por ese empeño en dominar a los que han caído en sus garras. Toda educación, toda religión, toda política, todo dominio que busque anular la voluntad de las personas, procede del infierno.
Todo líder espiritual cristiano debe guiar a los demás hacia la libertad en Cristo. La influencia del líder debe ir menguando en la medida en que las personas vayan madurando. En este sentido debemos obrar como hacen algunas aves con sus retoños. Cuando éstos no quieren abandonar el nido, cuando no quieren distanciarse de los cuidados de sus progenitores, éstos los empujan para que abandonen el nido y se enfrenten por sí solos a la vida porque ya están preparados para ello.
Solo a Dios, a Cristo, al Espíritu Santo, debemos rendir nuestra voluntad. Nuestra voluntad debe aspirar de continuo a conformar nuestra vida en todo a la voluntad de Dios. Así, nuestra oración debe ser como la de Jesús: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya.” Aun la sumisión de nuestra voluntad a Dios es un ejercicio diario de libre voluntad. Dios es el único que no anula nuestra voluntad.
La voluntad de Dios es nuestra libertad. Jesús dijo: “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.” La libertad que nos trae Jesús es la capacidad de decir siempre sí a Dios, la libertad de dar la espalda a una forma de vida en la que Dios no pinta nada o casi nada. En esa libertad se encuentra nuestra felicidad.
“Y nadie podía atarle, ni aun con cadenas”. Esta frase describe la fuerza extraordinaria del endemoniado. En Hechos 19:13ss se nos relata cómo un solo endemoniado propina una paliza a siete exorcistas en Éfeso. Algunos enfermos psíquicos revelan hoy una fuerza extraordinaria sin que estén poseídos.
La expresión “ni aun con cadenas”, indica que habían intentado atarle en varias ocasiones. Al principio los familiares o los allegados del poseído intentaron ayudarle. Primero se valieron de las buenas palabras: ¡Tranquilízate! Entonces dijo alguien: ¡A este hay que atarlo bien! De ahí pasaron a los gritos, y seguidamente usaron de la violencia para reducirlo, atándolo de pies y manos. Las manos con cadenas, los pies con cintas de cuero y esparto u otra planta. Pero todo intento resultó vano. Las cadenas las rompía y los grillos los desmenuzaba. Para librarse de la amenaza que significaba este hombre para el pueblo, lo expulsaron de mala manera, a voces, a pedradas y a palos. Y así el endemoniado acabó viviendo en los sepulcros. Es verdad que los muertos no le hacían nada, pero tampoco le protegían de sí mismo, de autolesionarse. Solo, desnudo y a merced de los demonios, así acabó una vida humana. Y así hay también hoy muchas personas viviendo en triste soledad.
Qué historia tan triste. Date una vuelta por tu barrio o pueblo y observa cuántos hombres y mujeres están solos, sin amigos, enfermos, mal vestidos y mal alimentados, y concibe un plan para ayudarles. Ocúpate de ayudar a uno solo o crea un grupo de creyentes con la finalidad principal de ayudar a estas personas. Los solitarios y destruidos de hoy no pueden sernos indiferentes. El amor hace milagros y puede transformar a esas personas, devolviéndolas a la sociedad como ciudadanos útiles.
El evangelio dice que este gergeseno estaba poseído por un espíritu inmundo. Los casos de posesión demoníaca se dan hoy también. Para reconocer estos casos hace falta madurez espiritual y la capacitación que otorga el Señor. No todos los cristianos tienen el don de “discernimiento de espíritus” (1 Corintios 12:9), necesario para enfrentarse a esta problemática; ni tampoco todos los creyentes han sido revestidos por Cristo del poder de echar fuera demonios (Mateo 17:14-21). La experiencia cristiana aconseja que a la hora de atender espiritualmente a una persona con signos de posesión, lo mejor es que lo hagan juntos varios cristianos maduros. Este tipo de trabajo requiere de su previa preparación en oración y del revestimiento de la armadura cristiana. Solo bajo el poder y la dependencia del Espíritu Santo podemos asumir este enfrentamiento. De nada nos servirá aquí nuestras propias fuerzas o habilidades. Es lo mismo que cuando hablamos con alguien para guiarlo a Dios, a Cristo. Una verdad irreversible es que nuestra fuerza o poder no son suficientes. Es el Señor quien lo hace, y quien se vale de nosotros como sus instrumentos. Para eso estamos nosotros ahí. Nuestra influencia o efecto sobre otros son siempre influencia del Señor, que tiene por digno usarnos como sus instrumentos.
En las calles de nuestras ciudades nos encontramos con relativa frecuencia con hombres sin techos, que viven solitarios, en extrema suciedad y alimentándose de la caridad ajena o de los restos que descubren en los contenedores de basuras de nuestras calles, y durmiendo a la intemperie en los bancos de los parques o bajo algún techado donde guarecerse del viento y la lluvia. Estos hombres sufren de algún trastorno mental o se encuentran bajo una fuerte depresión. Su débil voluntad ha sucumbido a algún problema que ha destruido sus vidas. ¿Cómo tratamos nosotros a estas personas, cómo tratamos a los niños difíciles, a las mujeres histéricas o a los hombres drogodependientes? Cristo quiere que luchemos por ellos, que no cesemos de creer en su restauración, que no nos sean indiferentes o invisibles, que puedan vivir entre nosotros y ser tratados con todo el respeto y la dignidad que les confiere el ser criaturas hechas a la imagen de Dios.
La situación del pecador es como la de este poseído. ¡No hay fuerza humana capaz de dominar al pecado!
Se le puede predicar y decir al pecador: ¡No hagas más esto! ¡Tienes que empezar a vivir de otra manera! Pero los buenos consejos, con demasiada frecuencia, no sirven de nada.
Ponte delante de un manzano silvestre y dile: Escucha, quiero que este otoño produzcas manzanas de mesa. ¿Y qué diría el árbol si pudiera hablar? Diría: Eso quisiera yo, pero no puedo. Es imposible. Va contra mi naturaleza. Soy un manzano silvestre.
cristianos. No hagas esto, no hagas lo otro, esfuérzate. Pero todo en vano. No funciona. Vanos esfuerzos. El ser humano no puede mejorarse a sí mismo. Puede ejercer alguna clase de auto control, pero no puede anular la ponzoña que lleva en su interior, el pecado que le esclaviza.
Tiene mucha razón el viejo dicho: “El camino del infierno está empedrado con buenos propósitos”. A principios del año se conciben buenos propósitos, se forjan las mejores intenciones, pero, a medida que van pasando las semanas, uno se desliza lentamente por la pendiente de la perdición. Si los buenos deseos pudieran ayudarnos, Dios no hubiera tenido necesidad de realizar el gran sacrificio de su único Hijo Jesucristo. Entonces Jesús no habría tenido que pasar por las estaciones de su encarnación, Getsemaní y Gólgota. Si tuviéramos suficiente con un puñado de buenos principios, a buen seguro que Jesús no habría derramado su sangre por nosotros en la cruz.
Cuántas veces te has propuesto no hacer esto o lo otro. Quizá tienes una lengua muy larga y aguda. Y te has propuesto no juzgar de manera tan rápida y mordaz. ¿Pero qué está escrito en Santiago 3:8?: “Ningún hombre puede domar la lengua.” Así que, te has propuesto algo que ha resultado totalmente imposible para toda persona. ¿Y qué has conseguido con tus buenos propósitos? Tan solo una derrota tras otra.
O quizá es otra cosa la que te hostiga y de la que quieres verte libre. Suspiras por causa del pecado que te arrastra y te derrota una y otra vez. No quieres secundarlo en sus demandas, pero acabas sirviéndole una vez tras otra. Es un asunto enojoso y difícil liberarse de una práctica pecaminosa.
El apóstol Pablo habla de esta realidad en la que vive toda la humanidad, describiéndola en categoría de “posesión” (Romanaos 7): “Porque lo que hago no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago…De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí…Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí…¡Miserable de mí!” (Romanos 7:15,17,24). Uno puede estar sano como una pera, tanto en lo físico como en lo psíquico, y se puede ser una persona culta, con sólidos principios y valores, respetado y admirado y, sin embargo, se puede estar sufriendo experiencias con un “poder que te posee”, que te hace verte a ti mismo como un extraño, que no te deja vivir la vida, ni hacer eso que estás llamado a hacer. Uno no es capaz de dominarse a sí mismo, de mandar en su corazón, de ser dueño de sus ideas y de sus actos. Continuamente se quiere otra cosa de la que en realidad se desea. Las consecuencias de todo esto es que se cae en una conducta contradictoria y auto denigrante. Uno no se puede soportar a sí mismo, ni tampoco los demás nos pueden soportar. El número de nuestras amistades se hace más pequeño y se reduce cada vez más. Es evidente que estamos en caída libre. Es como si se nos quisiera destruir y hacer desaparecer. Pues bien, para estos insoportables, como el endemoniado, ha venido Jesús. Por eso, leer con detenimiento la historia del endemoniado gadareno nos puede hacer mucho bien.
Deja de luchar contra el pecado que te domina y te humilla, y ven a Jesús. Dile: Señor, libérame. Rompe las ataduras del mal en mi vida. Perdona mis pecados y devuélveme a la comunión con Dios Padre. Si pides esto con la confianza de la fe, ten por cierto que Jesús te liberará de la diabólica necesidad de pecar, y destruirá el imperio del pecado sobre ti. Esto no significa que no vas a pecar nunca más; significa que el pecado no te dominará y que cuando tropieces, te levantarás rápidamente.
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