La poderosa realidad de lo que somos para Dios me bendice tanto que me provoca una bendita sensación de eterna gratitud.
No es mi propósito en este espacio semanal abordar en profundidad, una exposición teológica sobre la verdadera naturaleza de la Iglesia o la razón de ser de la misma, pero sí quisiera aportar algunas reflexiones de carácter general sobre esta cuestión. Entendiendo la Iglesia de Dios como la comunidad de hombres y mujeres redimidos por la sangre de Jesucristo y, a la vez, regenerados por el poder del Espíritu Santo, produciéndose a partir de entonces el milagro de la conversión o nuevo nacimiento. Al decir de otros, descubrimos a un grupo de personas de todos los trasfondos sociales y culturales que conforman una especie de entelequia más idealista que realista, en términos humanos, basada en la experiencia mística de quienes la componen. Damos por supuesto que esta es una de las muchas definiciones que tratan de describirnos algunos teólogos contemporáneos.
Cuando uno observa las diferentes secuencias históricas de la Iglesia de Dios en el mundo, con sus luces y sombras, nos damos cuenta de que el factor humano ha sido, con frecuencia, el causante de diversas falsedades, herejías y desviaciones de todo tipo; pero también es cierto que Dios siempre se ha reservado a un remanente fiel a Él y a su Palabra. Tiempo nos faltaría para hablar del institucionalismo y sacramentalismo de algunos sectores que han desvirtuado completamente la verdadera razón de ser de la Iglesia. Por otra parte, también podríamos hablar de quienes presumen de ser la auténtica expresión bíblica de la Iglesia, muchas veces de forma muy pretenciosa cuando no legalista. En fin, que casi todos adolecemos de algún aspecto importante a tener en cuenta con respecto a la Iglesia, tanto si hablamos de su verdadera naturaleza y expresión pública como de su genuina ortodoxia escritural.
En otro sentido, también tenemos una gran cantidad de interpretaciones erróneas respecto a nuestra ortopraxis. En la cuestión de lo que podríamos definir como buenas prácticas, también adolecemos de una clara ética intencional, tanto interna como externa, en muchas ocasiones y, por supuesto, ya no hablemos en profundidad de esa enorme legión de charlatanes que engañosamente seducen a muchos con expectativas económicas inciertas (es difícil imaginarse a cualquiera de los apóstoles o al mismo Señor Jesucristo haciendo alarde de redenciones financieras y de una teología del éxito con un carácter más humanista que bíblico). A lo largo de estos cincuenta años en los caminos de Dios, he podido ver y vivir casi todo tipo de experiencias imaginables en el ámbito de la Iglesia del Señor en diferentes partes del mundo; algunas de ellas han resultado ser muy instructivas y tremendamente motivadoras y, en algunos casos, han sido realmente ejemplares. Sin embargo, también debo reconocer que he sido testigo de experiencias muy desagradables, cuando no fallidas, relacionadas con intereses personales y con alguna que otra de nuestras miserias humanas más execrables.
Pensando en la Iglesia imperfecta, ahora me quiero trasladar por unos momentos a la Iglesia perfecta, rescatando el relato paulino ejemplificado también en el matrimonio cristiano “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la Palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha Pablo nos está describiendo, por la revelación del Espíritu, a la Iglesia perfecta; así es como nos ve el Señor en Cristo, “perfectos, aunque aparezcamos como imperfectos”. Me tranquiliza enormemente saber cómo somos en Cristo y cómo nos categoriza el Señor con tan alto rango: “Más vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios…”. Realmente somos su especial tesoro. Esta poderosa realidad de lo que somos para Dios me bendice tanto que me provoca una bendita sensación de eterna gratitud por tanto amor y tantos honores inmerecidos que nos ha otorgado el Señor por su pura gracia.
Uno de los relatos que más me ha bendecido en este sentido es la historia de Balaam cuando es reclamado por Balac, rey de Moab, con la intención de que este profeta de alquiler que se había corrompido por dinero maldijera a Israel; y solo quiero destacar una de las muchas lecciones espirituales que aprendemos de esta historia real y es la severa instrucción del Señor al profeta para no dejarse sobornar por este rey pagano y, ante todo, la orden dada por Él mismo de bendecir a Israel ante este rey que viene a representar al reino de las tinieblas y al acusador de los creyentes. Aunque lo paradójico, apenas unos capítulos anteriores a este relato, es que Israel se había quejado y murmurado de nuevo contra Moisés y contra el Señor por la falta de agua (Números 20). Finalmente vemos a Balaam declarando una parábola profética ante Balac, que ilustra perfectamente cómo ve Dios a su pueblo: “Mira, he recibido orden de bendecir; si Él ha bendecido, yo no lo puedo anular. Él no ha observado iniquidad en Jacob, ni ha visto malicia en Israel; está en él el Señor su Dios, y el júbilo de un rey está en él. Dios lo saca de Egipto; es para él como los cuernos del búfalo. Porque no hay agüero contra Jacob, ni hay adivinación contra Israel. A su tiempo se le dirá a Jacob y a Israel: ¡Ved lo que ha hecho Dios!. Y esta es nuestra misma posición actualmente, Dios nos ve perfectos en Cristo, aunque sin duda alguna tendremos que rendir cuentas al Señor de lo que hayamos hecho en el cuerpo sea bueno o malo. Nadie tiene poder para maldecir a la verdadera Iglesia de Jesús porque el Señor la cubre, la exculpa y la vindica como el gran trofeo de su amor. Ni el enemigo de nuestras almas, ni nada ni nadie en el mundo entero nos puede sentenciar porque no se adormecerá el que guarda a Israel.
El Señor está por nosotros y aun, a pesar de nuestros extravíos, nos da nuevas oportunidades y nos ve preciosos y sin mancha en Cristo porque somos la señora elegida, la Iglesia perfecta para Dios, a la espera inminente de la manifestación plena de la Iglesia gloriosa… ¡Maranata!
Tito 3: 5 / Juan 3:5 / Efesios 5: 25-27 / 1ª Pedro 2: 9 / Números 23: 20-23; 24:5-7 / 2ª Corintios 5:10 / Salmo 121
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