Siempre me conmueve el sentido de comunidad y de familia que existe entre los cristianos en muchos puntos donde son perseguidos, discriminados, ignorados.
No soy nadie para dar una lección teológica sobre el concepto estricto del diezmo (ofrendar estrictamente la décima parte), así que si he puesto esa pregunta por título de este artículo no es porque le vaya a dar respuesta, sino simple y llanamente porque me hago la pregunta y, honestamente, no me atrevo a decir que sé la respuesta. Pero, sin duda alguna, es una pregunta que inquieta.
Inquieta pensar que el concepto de diezmo como ley del Antiguo Testamento no encuentra referencias en los textos del nuevo pacto y nueva era de la iglesia tras Jesús. Y siendo que prevalezca, ¿por qué no aplicar también otras leyes de redistribución de la riqueza como el año de jubileo?
Inquieta pensar en parábolas como la de la viuda pobre, o las constantes referencias de Jesús a las riquezas y las posesiones como obstáculo para seguirle, o el propio ejemplo de las primeras comunidades cristianas. La verdad, más que inquietar, diría que asusta pensar en cuál era en realidad la idea de Jesús y sus discípulos sobre el compartir y el ser generoso, tanto en la teoría como en la práctica.
Sea como sea, ya no se trata solo del porcentaje de nuestros ingresos que deberíamos compartir, sino cuál es el sacrificio que debería suponer y cuál debería ser la actitud ante ese sacrificio. Y he ahí la razón de que este sea un tema tan puntiagudo. Porque, aun partiendo de la base de que lo que poseemos no es nuestro y de que, como dijo Ana Frank, “nadie se ha hecho pobre por dar”, la realidad es que a la mayoría nos cuesta la vida desprendernos hasta de unos zapatos sin usar.
Hace un par de años escuché hablar a un líder de la iglesia subterránea (literalmente subterránea) de Gaza. Nos contó testimonios muy impactantes de la iglesia perseguida allí y de cómo los que se rendían a Jesús desaparecían bajo tierra para unirse a la iglesia clandestina, sin ver la luz del sol en mucho tiempo, entrando en una nueva vida junto a una nueva familia.
Nos habló de cómo la comunidad lo compartía todo, pues no les quedaba otra, y de la unión que existía entre ellos a pesar de lo duro que era vivir bajo suelo sin ver la luz del sol, habiendo dejado familia y toda una vida detrás. Era difícil creerlo, sonaba muy idílico. De hecho, sonaba demasiado a la iglesia primitiva, demasiado utópico para nuestros días. Pero entendí que no era tan irreal cuando este líder empezó a mostrar prisa por terminar. El tiempo de oración de los sábados iba a comenzar en su comunidad. Nuestro invitado estaba ansioso por conectar por videollamada y pasarse toda la noche orando y alabando con ellos hasta que amaneciese.
Siempre me conmueve el sentido de comunidad y de familia que existe entre los cristianos en muchos puntos donde son perseguidos, discriminados, ignorados. En la mayoría de casos, a la iglesia perseguida también podríamos ponerle el nombre de “iglesia colectiva”, una iglesia que entiende la comunidad como una nueva familia en la cual compartir los recursos y el tiempo es un hecho natural.
Esto, entiendo, se da en parte porque la iglesia perseguida a menudo se encuentra en el contexto de culturas colectivas en vez de individualistas como la nuestra. Pero también porque hay una mayor conciencia de la debilidad y fragilidad ante el enemigo y, por tanto, también de la necesidad de buscarse y sostenerse unos a otros. Al fin y al cabo, en la debilidad, el poder de Dios se perfecciona, y el poder de Dios es la iglesia, esto es, la unión de Sus hijos.
Volviendo al principio, no puedo decir cuál es la verdad absoluta respecto al concepto del diezmo en la actualidad. ¿El concepto del diezmo nos acomoda y limita nuestra generosidad al 10%? ¿Sin el concepto del diezmo la mayoría ni siquiera daría y las iglesias no se sostendrían? No lo sé. Pero una cosa tengo clara, Dios nunca me echará en cara compartir lo que tengo, sean recursos o tiempo o lo que sea, con quien lo necesita.
Su Palabra es clara: “Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Juan 3:17); “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10); “No digas a tu prójimo: Anda, y vuelve, y mañana te daré, cuando tienes contigo qué darle” (Proverbios 3:27). Por poner unos mínimos ejemplos.
Pero vayamos más allá de poner un sobre en la bolsa de la ofrenda. No compartamos solo de propia cuenta y vistiéndonos de incógnito. Compartamos también en familia, en comunidad. Nuestra cultura individualista nos empuja a hacer la guerra por nuestra cuenta, pero así no se ganan batallas. “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor unos con otros” (Juan 13:35). Y qué mejor forma de mostrarnos amor unos con otros que compartiendo sacrificialmente unos con otros.
Empecemos por quienes son nuestra comunidad verdadera. Nuestra comunidad dentro de la comunidad. Nuestros amigos, nuestros grupos pequeños, células, grupos ministeriales, etc. Dejemos a un lado la vergüenza y el orgullo y compartamos nuestras necesidades, pongámoslas en oración y preguntémosle a nuestro Dios: “Señor, ¿qué quieres que hagamos con esta necesidad?”. Y estemos con el corazón dispuesto a oír la respuesta de Dios.
Quizá suene idílico y utópico, pero por si alivia pensarlo: en otros lugares donde la iglesia es fuertemente perseguida, lo que es utópico es no hacerlo.
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