Esa mañana tomaría un buen desayuno. Quién sabe a qué gigante tendrá que vencer hoy.
Por Mati Sanchiz
El día estaba enfadado, su gesto hostil y gris era amenazante. No presagiaba nada bueno. Las nubes se confabularon para opacar la luz y el cielo se rasgaba rompiendo el firmamento. No le gustaban nada esos días nublados y húmedos, en los que el frío se adhería a las manos y a la nariz. Aborrecía las calles sombrías, embarradas y resbaladizas. Todo ello se convertía en armas en su contra. Pero nada le hacía perder su concentración ni olvidar su misión. Kristian era un cazador de gigantes. Estos eran devastadores y dañinos, su único propósito era destruir, solo vivían para hacer el mal.
Como cada mañana al despertar, Kristian tomó un buen desayuno, bien nutritivo, bien completo. De alguien escuchó, no lograba recordar de quién, que para estar saludable había que desayunar como un rey, comer como un príncipe y cenar como un mendigo. Así que su primera comida del día fue digna de un sultán. Una buena alimentación es fundamental para reponer fuerzas y energía. Su tarea lo requería también. Acto seguido dedicó un tiempo de estudio de las estrategias, de repasar sus fortalezas, conocer a sus aliados y a sus enemigos.
La parte que quizá menos le gustaba era el momento de la limpieza de sus armas. Tenía que engrasarlas, afilarlas y mantenerlas a punto para el momento de la batalla. Pero era tan necesario como el ponerse el atuendo apropiado para enfrentarse al cuerpo a cuerpo que inevitablemente ocurriría. De forma metódica, premeditada, estudiada hasta el último detalle, tomó su armadura. Ajustó a sus lomos la coraza que tantas veces guardó el halo de su vida. Calzó sus pies para que estuvieran protegidos, seguros y prestos para avanzar o para correr según el momento. Cubrió su cabeza con el abollado yelmo que salvó su cráneo de golpes y lesiones. Agarró con firmeza el escudo que coleccionaba las cicatrices de los dardos de fuego que detuvo protegiendo a su dueño. Y por último tomó en sus manos la afilada espada de doble filo, miró su brillo y recordó de cuántas batallas le había hecho más que vencedor. Gracias a ella había preservado su vida de tantos peligros, de tantas amenazas.
Entrenó su cuerpo y su mente a partes iguales. Ejercitar sus músculos y su intelecto era parte de su preparación, fundamental para asegurar sus victorias en el frente. Salió de su refugio y en campo abierto se colocó de cara a su enemigo. Amenazante, temible, bravucón y arrogante. El gigante le increpó. Su tamaño colosal, su agresividad, su rostro intimidante y el rugido de su voz, eran suficientemente aterradores como para salir huyendo. Kristian no se dejó amedrentar, conocía su potencial, manejaba a la perfección sus armas y protegía y ponía especial atención en sus flancos débiles. La batalla se presentaba dura. ¡Cuándo una batalla no lo fue! Los choques, las escaramuzas y los golpes arreciaban. No había descanso, ni tregua. Lucharon por largo rato, a veces sintió que el agotamiento le tentaba y acariciaba sus sentidos y temió por su propia vida, pero sacando fuerzas de debilidad asestó el golpe final que acabó con la vida de su terrible rival. El espeluznante sonido de la espada golpeando y rompiendo músculos, tendones, huesos, estalló en sus oídos.
De un sobresalto despertó de su sueño empapado en sudor. ¡La batalla fue tan real! Kristian se desperezó, tomó una ducha sin dejar de pensar en su sueño. Esa mañana tomaría un buen desayuno, prepararía concienzudamente su cuerpo y su alma para afrontar la jornada antes de ir a su trabajo. Quién sabe a qué gigante tendrá que vencer hoy. Pero antes de salir, mientras la bruma matinal se despejaba, decidió releer la antigua carta del viejo guerrero…
Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes. Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia, y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios […]. (Efesios 6: 10-17)
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