Dios tenía planes con Ernesto Trenchard en España, y llegado el momento le daría la fuerza y la valentía para acometer con entereza cualquier tipo de contingencia.
Por Benji Gálvez
Ernest Trenchard intentó ganarse la vida como profesor de inglés en Madrid, pero lo que en un principio pareció una buena idea, pronto se convirtió en una tarea imposible. La inconstancia de los alumnos hizo inviable el proyecto. Le pareció que la providencia divina lo guio a aceptar un trabajo en Málaga, en la oficina de una empresa de exportación de frutos secos. Esto le permitió conocer la obra del Señor en otros lugares antes de tomar una decisión sobre el lugar donde debía establecerse definitivamente. Sabía que en general durante la dictadura de Primo de Rivera pudieron mantenerse abiertas las iglesias y escuelas evangélicas, pero que era muy difícil abrir nuevas. (1) Trenchard era consciente de que llegado el momento era muy probable que tuviera que probar la cárcel. De hecho, todavía no hacía cien años desde la última víctima de la Inquisición, Cayetano Ripoll, maestro de escuela de Valencia. Sus pensamientos hicieron una breve pausa, mientras tragó saliva, instante este que aprovechó una gota de sudor frío para recorrer su frente hasta aterrizar en su ceja derecha. Pero tampoco era necesario ser un cenizo —pensó. Dios tenía planes con él en España, y llegado el momento le daría la fuerza y la valentía para acometer con entereza cualquier tipo de contingencia.
Ya en Málaga, Ernest colaboró con la asamblea alternando su trabajo secular con la obra. Una serie de problemas de orden ministerial en el lugar lo hicieron decidirse por regresar a Madrid en abril de 1925 para dedicarse, ahora sí, por entero a la obra misionera. De regreso se puso de nuevo a las órdenes de Mr. Rhodes en el ministerio de la predicación, la enseñanza y la evangelización. El idioma español cada vez le resultaba más familiar, pero no era suficiente, así que seguía estudiándolo con ahínco. De nuevo la Sra. Rhodes le acomodó una habitación detrás de la Asamblea. Los caseros se alegraron al verle de nuevo.
[photo_footer]Escuela dominical en Sotillo.[/photo_footer]
—¡Bienvenido Don Trenchard! Un placer recibirle de nuevo en nuestra humilde morada. He preparado un bizcocho que quita el hipo, así que cuando quiera le preparo su té y baja usted al comedor y nos cuenta cómo le trataron los malagueños —le dijo María esbozando una sonrisa maternal con su peculiar acento maño.
—Gracias, señora María, es un honor poderme quedar de nuevo aquí donde tan bien me acogieron —respondió Ernest feliz porque cada vez era más capaz de distinguir los distintos acentos españoles.
—Don Ernesto, esta vez le hemos acomodado en una habitación un poco más grande. La “señora Ruedas” vino para asegurarse de que todo estaba en orden para usted. Le esperamos abajo, ¡no tarde, que si usted no ora por los alimentos la “jefa” María no me deja hincarles el diente! —le dijo Antonio guiñándole un ojo.
—Gracias, don Antonio, será un privilegio presentar batalla a ese bizcocho —contestó sonriendo Ernest.
Mientras Trenchard deshacía sus maletas pensó en esta pareja tan peculiar, una muestra de la riqueza de las gentes y la cultura de España. María de Zaragoza y Antonio de Jaén, ambos con acentos diferentes, trabajadores, sencillos, pero a la vez con un gran corazón. Recordó haber leído cómo los griegos y los romanos tuvieron en alta consideración a los íberos por su valentía y su ausencia de amedrantamiento ante la batalla. Quería recordar que los romanos en especial los describieron como bajitos, de complexión fuerte y con un gran corazón. Aunque también es cierto que temían sus falcatas. Una sonrisilla traviesa se dibujó en el rostro del joven misionero, y por un momento se imaginó a María y Antonio vestidos de antiguos soldados íberos y con sus extrañas espadas cortas poniendo en fuga a temblorosos ejércitos enemigos.
La encomendación de Trenchard como misionero a tiempo completo apareció en la revista EOS poco después. Empezó a acompañar a Mr. Rhodes en sus viajes en las afueras de Madrid, como Piedralaves o Sotillo. Allí se encargó de las reuniones de jóvenes, y precisamente en esa tarea se dio cuenta de que Génesis 2:18 necesitaba cumplirse también en él.
Argumentos no me faltan —pensó—. Estoy de acuerdo con Dios, no es bueno que Ernest esté solo. Y además… Mejores son dos que uno, dice el Predicador en Eclesiastés 4:9, tienen mejor paga de su trabajo… pero… ¡ay del solo! El Sr. Trenchard necesita una Sra. Trenchard… ¡vaya que sí!
Trenchard iba a recordar el versículo que le dedicaron en su bautismo más de una vez… Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo (2 Timoteo 2:3). El joven misionero enseguida fue puesto al frente de un grupo numeroso de muchachos revoltosos junto con algunos ayudantes, siempre insuficientes. La imagen de traer a María y a Antonio disfrazados de soldados íberos, con espadas de verdad, se le antojó que sería una buena manera de poner orden en el más de medio centenar de jóvenes hormonales. Pero no hizo falta, ya que Dios le dio la gracia suficiente para “gobernar aquella nave”. Al poco tiempo, mientras evangelizaba en uno de los pueblos de las afueras de Madrid, fue detenido por un policía que le avisó que si seguía predicando sería arrestado. Meses más tarde volvió y celebró reuniones con una buena asistencia. Poco después supo que el obispo estaba advirtiendo a la gente en contra de él. Finalmente, el alcalde recibió “órdenes” de prohibir las reuniones. A pesar de la oposición, Ernest disfrutaba su ministerio rural. Era consciente de que las cosas podían torcerse en cualquier momento, como le había ocurrido hacía poco al colportor agente de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, Félix Vacas, en el pueblo de Santa Marta (Badajoz), donde unos policías lo sacaron del pueblo y le propinaron tal paliza que a punto estuvo de costarle la vida. (2)
[photo_footer]Felix Vacas, colportor.[/photo_footer]
Ernest intentaría hacer las cosas bien, sin buscar la confrontación, pero sabía que su dependencia estaba en Dios. Disfrutaba tanto el ambiente rural que esa noche, con benévola sonrisa en sus labios, escribió en su diario:
No he experimentado nunca tanto gozo al predicar en una reunión bien preparada y ordenada, que en la modesta cocina de un campesino, debajo de un cielo de salchichas y cebollas, al calor de un fuego crepitante y, las más de las veces, humeante; consciente de que, si yo no estuviera en ese lugar, no iría nadie más.
Su amor por las obras rurales nunca decaería. Pero otro tipo de amor iba tomando forma en su corazón. Cada vez coincidía más con Gertrudis y su madre, la Sra. Willie, en las reuniones en el barrio de Tetuán (Madrid). Al principio Ernesto y Gertrudis discutían mientras colaboraban en la obra del Señor y Trenchard no sabía qué pensar. Por momentos se evitaban, y por otros se encontraban de nuevo trabajando juntos de manera inevitable. Y llegó el momento en que ni Ernest ni Gertrudis quisieron evitarse, sino todo lo contrario. Pero la pareja no tuvo en cuenta a la dominante Sra. Willie, quien en su afán de sobreproteger a su hija viuda la interrogaría respecto a Trenchard, para acabar mostrándole su total desaprobación ante la relación. Ernest tuvo que esforzarse en demostrar que era un pretendiente digno de Gertrudis, en especial cuando incluso los Rhodes vieron con reticencias la relación de la pareja. Aunque no era algo importante para los dos jóvenes, era una realidad que provenían de trasfondos sociales diferentes, y podría verse con extrañeza que una profesora se casara con el hijo de un granjero. Ambos oraban al respecto y sentían que Dios sí que aprobaba la relación. El joven Ernest se acercó a Gertrudis y le tomó las manos, mirándola a los ojos, le recitó el texto bíblico de Salmo 34:3… Engrandeced al Señor conmigo; exaltemos a una su nombre. Ernest le propuso servir al Señor juntos, como matrimonio. Gertrudis correspondió a la petición de Ernest mientras notaba como se ruborizaban sus mejillas. El amor había vuelto a aparecer en la joven viuda, y aunque lo hizo en medio de una tormenta ya nada podría pararlo.
[photo_footer]Gertrudis sobre el burro con la primera hija del segundo matrimonio, a la que llamaron Gertrudis Felisa Trenchard.[/photo_footer]
La boda de Ernesto y Gertrudis tuvo lugar en la Asamblea de la Calle Trafalgar, en Madrid, el día 17 de marzo de 1927. El convite consistió en unos sencillos bollos que pudieron degustar todos los hermanos asistentes. A pesar del buen trabajo que la pareja estaba realizando en Tetuán, por recomendación de Mr. Rhodes, el matrimonio fue a servir como misioneros al Valle del Tiétar, en Ávila. En Piedralaves y Sotillo ya hacía tiempo que estaban teniendo reuniones evangelísticas y escuelas dominicales. Para este entonces, como es natural, Trenchard iba tomando las riendas de su ministerio, lo que le costó algún encontronazo con Mr. Rhodes en cuanto a cómo enseñar la Biblia a los jóvenes. Pronto el joven matrimonio, con los dos pequeños Juan y Juana, se instalaron en Piedralaves y disfrutaron del ambiente rural. Trenchard iba tomando anotaciones sobre todo lo que veía, lugares, personas, ambientes… mientras pensaba…
Tal vez pueda escribir algo que despierte conciencias en Inglaterra y acreciente el interés por las necesidades espirituales de España.
Gertrudis y los niños ya dormían plácidamente. Ernest se preparó para irse a la cama, pero antes tomó una vez más las Daily Notes de la Unión Bíblica, leyó la porción y la pequeña reflexión sobre ella. Algo ocurrió… Tardó en darse cuenta de que estaba leyendo en inglés, y tuvo que comenzar la lectura tres veces… Tan metido estaba ya en la lengua española.
Alguien debería traducirlas al castellano para que puedan bendecir también a los cristianos españoles —caviló.
[photo_footer]Mellizos hijos de Gertrudis y John.[/photo_footer]
Benji Gálvez
Fuentes:
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