El joven asaltante no encontró dinero, pero sí a una mujer que, sin miedo, lo trató como habría tratado al hijo que nunca tuvo.
Esta es una historia ficticia construida sobre fragmentos de un hecho real. El incidente ocurrió el martes 26 de abril en un pueblo semi rural del sur de Chile. Un muchacho, calificado como delincuente por la policía y como un niño desorientado por este autor, asaltó cuchillo en mano una tiendita de abarrotes. No encontró dinero pero sí a una mujer que, sin miedo, lo trató como habría tratado al hijo que nunca tuvo. Y terminaron abrazados y llorando.
Los protagonistas directos son dos: una señora recientemente enviudada y un muchacho que a sus dieciocho no sabía para dónde agarrar. La señora, a la que pondremos por nombre Mercedes, más conocida como Mercedita, era una mujer humilde y sin mayor educación. Tendría unos sesenta años muy bien conservados cuando la encuentra nuestra historia. No había alcanzado a terminar su secundaria cuando se tropezó con el amor y antes de pensarlo mucho, terminó casada. Francisco, más conocido como Don Pancho; su marido, tampoco había sido muy brillante a la hora de aprobar materias; sin embargo, tenía dos virtudes: era bueno para las matemáticas, y poseía un don natural para los negocios. Quizás fue eso lo que conquistó el corazón de Mercedita porque ella también era hábil con los números y le gustaba vender. Vender más que comprar.
Aunque eran ambiciosos, su ambición no llegaba muy lejos. Se conformaron con instalar un negocito modesto de abarrotes surtidos en el pueblo donde vivían. Eso les permitía ir saliendo adelante sin muchas zozobras. Pero más que eso, desde detrás del mostrador se convirtieron en amigos y socorro de todo el mundo. Muchas de sus ventas las hacían a la antigua: al fiado. Llevaban un cuaderno donde iban anotando, bajo los nombres de sus clientes, lo que estos compraban. La mayoría pagaba, total o parcialmente, a fin de mes.
Había otro elemento que los unía. Ambos creían en Dios. No en un Dios mitológico y lejano sino real, personal con quien se podía conversar. ¡Y vaya que conversaban! Eran unos creyentes simples. Ni católicos ni evangélicos. Solo creyentes. O quizás un poco católicos y un poco evangélicos. Nunca le interesaron los apellidos religiosos. Creían en Dios y eso les era suficiente. En su trato con la gente del pueblo que acudía a su almacencito a aprovisionarse de cuanto necesitaban para el día a día, no dejaban de proyectar su fe sencilla. A veces con un “Dios te bendiga”, otras con una sonrisa; otras con “llévelo después me lo paga” y, particularmente, regalando un confite a algún niño que entraba a su tiendita.
No tuvieron hijos. Habrían querido tenerlos, pero Dios no se los dio. Así fue como hicieron de sus clientes su familia: A los mayores, los trataban como sus padres y abuelos; a los de su edad, como sus hermanos; a los jovencitos y niños, como sus hijos y nietos.
Un día en que Don Pancho fue a la feria del pueblo a abastecerse de productos de la tierra para su propia clientela, contrajo el coronavirus y antes de una semana, había fallecido. El virus se había alojado en sus pulmones quitándole toda posibilidad de sobrevivir al mal.
Mercedita quedó sola. Sola con su Dios y sola con su gran familia: sus clientes del pueblo.
Siguió haciendo lo que acostumbraba con su marido. Pasar un rato conversando con Dios al momento de saltar de la cama. Se trataba de algo íntimo, sin aspavientos y sin la intención de impresionar.
Esta rutina le ayudó a aceptar la partida de su esposo como algo de lo que Dios no estaba ajeno. Y al no estarlo, entendió que él no la dejaría sola.
En una de tales pláticas, tocó el tema de la descendencia. ¡Cuánto había querido tener un hijo! No lloró como lo había hecho muchas veces cuando estaba su marido, sino que en paz dijo su amén y se fue a abrir el negocio. Eran las siete de la mañana. Hora en que el pueblo empieza a despertar.
Así pasaron los días. Como podía, se abastecía de los productos que sus clientes habitualmente buscaban. Cuando tenía que ir a la feria, se levantaba a las cinco de la mañana para estar de regreso a las siete y abrir el negocio.
Un día, como a las diez de la mañana y aprovechando que no había clientes, un muchacho desgreñado y sucio entró como una tromba. Llevaba en su mano derecha un cuchillo. Amenazó a doña Mercedes, se acercó a la caja y al querer sustraer el dinero, descubrió que no había nada.
Mercedita, mientras tanto, lo observaba en silencio. Al ver la frustración del muchacho al no encontrar lo que buscaba, le dijo:
—¿Cuánto pensabas encontrar?
—Lo que fuera: veinte mil, cincuenta mil. ¡Lo que fuera!
Sin decir palabra, Mercedita echó mano de su cartera, la abrió, sacó un fajo de billetes, contó cincuenta mil, se los ofreció al muchacho al tiempo que le decía:
—¡Toma, hijo! Lo que buscabas.
Sin creer lo que estaba viendo, el muchacho bajó la cabeza y escondió el cuchillo.
—¡Dame ese cuchillo que te puedes hacer daño!
El muchacho se lo entregó al tiempo que tomaba el dinero.
—¿Cómo te llamas?
—¡Emmanuel!
—¿Emmanuel? ¿Sabes lo que significa Emmanuel?
—¡No!
—Pues, quiere decir: ¡Con nosotros, Dios!
El muchacho hizo un gesto como diciendo “¡Y eso qué!” y guardó silencio. La ferocidad con que había irrumpido en la tiendita, se había desvanecido. Ahora su rostro reflejaba vergüenza.
—¿Quién te puso ese nombre?
—¡No lo sé! Creo que fue una anciana a la que yo le decía abuelita.
—¿Tienes familia?
A la pregunta sobre si tenía familia, Emmanuel se echó a llorar. Primero, en forma contenida; luego, a gritos desgarradores. Doña Mercedes se acercó al muchacho, y lo abrazó. Ella también se echó a llorar. En un momento en que enjugó su llanto, dijo, como para sí:
“¡Dios con nosotros! ¡Emmanuel! Más bien: Dios entre nosotros”.
Aun llorando, Emmanuel puso encima del mostrador el dinero que le había dado doña Mercedes y se secó las lágrimas con el dorso de sus manos.
Una vez recuperada la calma, le contó que no tenía familia. Que no recordaba haber conocido a sus padres. Que no sabía si tenía hermanos. Que había vivido en la calle, que comía lo que alguien le daba y que dormía donde lo encontraba la noche.
Mientras Emmanuel hablaba, Mercedita pensaba. Y recordó esa plática que había tenido con Dios cuando le dijo que habría deseado tener un hijo. Entre lágrimas, se dirigió al muchacho:
—¿Quieres tener un hogar? ¿Una madre? ¿Un lugar limpio donde pasar la noche? ¿El dinero que nunca has tenido? ¿Quieres que en tu vida se haga realidad eso de ¡Dios con nosotros!?
El muchacho no abrió su boca pero con una mirada, dijo que sí.
El abrazo que se dieron fue captado por la prensa regional y dio origen a la crónica que motivó esta historia. En una forma tan intempestiva, Dios le mandó a Mercedes el hijo que había estado pidiendo.
Su conclusión fue: “¡Si Dios lo ha mandado, significa que todo irá bien!”
Moraleja: “Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona”(“La paloma”, Sebastián de Iradier y Salaverri, España/Cuba, mediados de XIX).
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