En medio de las tormentas de esta vida la bendita esperanza de la resurrección se vive con una intensidad particular.
José de Arimatea contó el viernes por la noche a su esposa que había puesto a disposición su propia tumba para sepultar a Jesús de Nazaret. "Pero cariño, ¡con lo que cuesta una tumba así!", exclamó su mujer.
"No te preocupes," respondió José, “Jesús lo necesita sólo hasta el domingo por la mañana."
Por supuesto, se trata solamente de un chiste. Sin embargo, resume muy bien un aspecto de nuestra fe que me parece fundamental: desde el Día de la Resurrección de Jesucristo, nada es ya como era. La muerte ha perdido su finalidad y su terror. Ya no tiene la última palabra.
“Porque yo vivo, vosotros viviréis”, dice el Señor en Juan 14:19. Es una palabra que nos abre la mente para tener una nueva visión de la vida. Y de paso nos quita un gran peso de encima.
Tenemos que acostumbrarnos a ver nuestra vida como una continuidad, y no como una discontinuidad. La muerte no lo termina todo. Para los que quedan atrás es una ruptura, una despedida dolorosa. Pero para aquellos que han depositado su fe en Jesucristo, este viejo enemigo ha perdido su horror. No es el final. Es el principio. No es un inciso, es una continuación en circunstancias inmejorables. Y esta visión tiene sus consecuencias.
La vida de mucha gente es un continuo lamento de cosas que han perdido u oportunidades que se les han escapado. Por eso nuestros tiempos están caracterizados por un desenfreno como nunca ha existido antes. Nadie quiere perderse nada. Donde hay una fiesta, nos apuntamos. Es el gran engaño que nos rodea sugerirnos que esta vida es la única que hay. Y por esta razón hay tantas personas desengañadas, insatisfechas, defraudadas y vacías.
Sin embargo, el creyente puede estar relajado. Sabemos que no nos perderemos nada aquí. De hecho, los momentos más felices aquí en la tierra son nada en comparación con lo que nos espera.
En la “Última Batalla”, el libro final de las Crónicas de Narnia, cuando Jewel el unicornio finalmente llega al país de Aslan, exclama:
“Finalmente llegué a casa. Este es mi país. Pertenezco aquí. Este es el país que estaba buscando toda mi vida, y no me he dado cuenta hasta ahora. Amamos a la Narnia antigua, porque a veces se parecía a este.”
La resurrección de Cristo, como hecho precedente de lo que va a pasar con aquellos que confiamos en él, es particularmente real en la vida de aquellos que están pasando por pruebas. La resurrección y todo lo que significa, es muy relevante para los que se ven amenazados por gobiernos hostiles o simplemente porque vuelven de un examen médico donde se les acaba de detectar un cáncer.
En medio de las tormentas de esta vida la bendita esperanza de la resurrección se vive con una intensidad particular.
La certeza de que con esta vida no acaba todo ha inspirado a grandes hombres y mujeres a través de la historia - sobre todo en situaciones de persecución.
La fe en la resurrección llevó Esteban, el primer mártir de la historia, a sufrir su ejecución con la mirada puesta en Jesucristo. Sabía que los que le lanzaban las piedras podían quitarle la vida física, pero jamás la vida eterna.
La misma fe inspiraba a un hombre de 86 años a resistir a todas las ofertas de preservar su vida bajo la condición de negar su fe en Jesucristo. Su nombre era Policarpo.
Y desde estos primeros mártires hasta los hombres que fueron degollados por los sicarios del Estado Islámico en una playa de Libia, la frase “porque yo vivo, vosotros viviréis” no ha perdido nada de su importancia. La fe cristiana en la resurrección es más que una creencia: es una certeza absoluta.
La razón es sencilla: Dios, en su providencia, nos ha dado suficientes pruebas de la historicidad de nuestra fe. Los primeros discípulos -en contra de todo lo que ellos esperaron - se encontraron con el argumento más sólido posible: la presencia física de alguien que tan solo tres días antes encerraron en una tumba, vigilada por soldados romanos y sellada con una piedra de varias toneladas de peso.
Pablo incluso habla de más de 500 personas a las cuales Jesucristo había aparecido. Incluso los propios hermanos de Jesucristo, muy críticos con su ministerio, se convencieron de su resurrección.
No en vano se ha dicho que la resurrección de Cristo es uno de los acontecimientos mejor atestiguados de toda la historia.
Para el creyente la muerte no es algo deseable. Pero cuando llegue, la entenderemos como una puerta hacia una nueva dimensión de nuestra existencia.
Viviremos para siempre en un lugar perfecto, en un entorno que no conoce tristezas, decepciones y dolor. No habrá más llanto. Podremos encontrarnos con muchas personas que hasta el momento no conocimos personalmente. Tendremos un nuevo hogar, preparado por nuestro Señor con mucho cariño. Pero, sobre todo: veremos cara a cara a aquel que nos amó desde la creación del universo: nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Y mirando atrás no podremos entender cómo era posible depositar tantas esperanzas en un lugar que realmente no era comparable ni por asomo con lo que ahora es nuestro para siempre.
La resurrección de Cristo es el rayo de luz de todos los días que alumbra nuestro camino hasta llegar a la última puerta que nos separa de esta nueva realidad. Atrás quedará este valle de las sombras con sus horrores.
La visión del cielo, el paraíso conseguido por la muerte y la resurrección de Jesucristo es algo que deberíamos fomentar con todos nuestras fuerzas. Las iglesias más débiles son aquellas que hablan de la resurrección solamente por cuestiones de calendario, con mucha cabeza, mucha pompa, pero sin corazón, ni convicción.
Jesucristo vive. Y nosotros viviremos con Él. Es una verdad sencilla pero poderosa. Toda nuestra vida en este lado de la realidad debería evaluarse a la luz del significado de estas palabras. La tumba de un creyente no es el destino final, es simplemente un monumento que da testimonio de la victoria sobre la muerte.
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