Hemos de reconocer, con la necesaria humildad, que la escasez de milagros entre nosotros hoy tiene mucho que ver con nuestra falta de fe.
Me gustaría disponer del tiempo suficiente para desarrollar lo que considero una tesis inapelable acerca de los milagros divinos de ayer, de hoy y de siempre.
Cuando leo las Escrituras desde el relato de la creación de todas las cosas, con esa inteligente y perfecta simplicidad de los primeros capítulos del Génesis, me quedo maravillado. Cuando observo atentamente la historia de la nación de Israel y su complejo desarrollo histórico, me impresiona la exquisita soberanía de Dios con su proyecto redentor para toda la humanidad, a través de este insignificante pueblo. Cuando veo las acciones sobrenaturales de Dios con Israel en el desierto, como la imponente apertura del Mar Rojo y la milagrosa provisión del maná, percibo la misericordia de Dios en estado puro. Cuando sigo contemplando la poderosa intervención del Señor en la conquista de Canaán y en todas las etapas históricas del pueblo de Israel, a través de sus profetas, advierto continuamente actos sorprendentemente milagrosos; cabe resaltar, además, las grandes proezas realizadas por medio de Elías y Eliseo, entre otros.
Cuando Cristo vino al mundo, vemos el mayor de los milagros personificado en su propia vida, en todos los actos de su ministerio terrenal y, de forma muy clamorosa, en su asombrosa resurrección. Desde que el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés en el aposento alto, los milagros han sido la característica más distintiva del Reino de los cielos entre los hombres, porque “el Reino de Dios no consiste en palabras solamente, sino en poder”.
Cuestionar los milagros, tanto de antaño como en la actualidad, sería como cuestionar a Dios mismo. En el mundo cristiano, tampoco faltan los nuevos saduceos que no solo objetan la sobrenaturalidad de la Palabra, sino que también envenenan la fe de muchos con argumentos más racionalistas que bíblico-teológicos. Aunque yo mismo nunca hubiera tenido la experiencia de ver o vivir ninguna acción milagrosa ante mis ojos, seguiría creyendo en el Dios de los milagros por la sencilla fe en la bendita Palabra del Dios que nunca miente.
No obstante, el factor milagroso siempre debe estar presente en nuestras expectativas de fe. No se trata de sobredimensionar las promesas de Dios, porque en sí mismas son suficientemente poderosas y efectivas; tampoco debemos minimizar su poder en la actualidad, porque este no es un bien escaso. Hemos de reconocer, con la necesaria humildad, que la escasez de milagros entre nosotros hoy tiene mucho que ver con nuestra falta de fe. Aquí no se trata de sublimar este tema sobre otros muchos igualmente importantes; sin embargo, desde mi observación personal, veo y percibo al respecto un preocupante escepticismo en amplios sectores de nuestras comunidades cristianas, trivializando la cuestión milagrosa porque ofende nuestra razón y nos parece demasiado desafiante para la lógica humana que no siempre coincide con la lógica divina.
Tampoco me identifico en absoluto con quienes invocan milagros por doquier y convierten esto en espectáculos puramente circenses, asimismo no estoy de acuerdo con el movimiento cesacionista que mata la fe en la indiscutible sobrenaturalidad de la Palabra de Dios y en el poder del Espíritu Santo que, por supuesto, no está desactualizado. Admitir la soberanía de Dios en los diferentes dramas de la vida no debe suponer necesariamente una claudicación de la fe, ni tampoco convertirse en una resignación que pudiera enmascarar nuestra propia incredulidad. Cuidemos las trampas psicológicas que erosionan nuestra preciosa fe.
En la historia de los padres de la Iglesia, se documentan infinidad de datos milagrosos entre las comunidades cristianas de la época, incluida la resurrección de muertos, la expulsión de espíritus malignos y las sanaciones de todo tipo, a través de las oraciones y la unción de aceite a los enfermos. No obstante, los Hechos de los apóstoles siguen siendo nuestra mejor referencia histórica y bíblica acerca de todo tipo de milagros y sanidades en la experiencia cotidiana de la comunidad mesiánica del primer siglo.
Sin duda alguna, el “nuevo nacimiento” en la vida de cualquier persona que lo experimenta sigue siendo el mayor de los milagros que pueda producirse hoy en día en cualquier parte del mundo; y este hecho hay que ponerlo en valor por encima de todo lo demás.
Yo creo en los milagros porque creo en el Dios Todopoderoso y todavía mantengo la esperanza de que, en medio de un mundo tan convulso e inquietante como el nuestro, seamos testigos de los milagros y de las obras mayores del poder de Dios.
Que todo ello sirva para la persuasión de muchos descreídos y para exaltar la gloria de Dios, definitivamente y ante todo, reconozcamos que el milagro más extraordinario de todos los que podamos anhelar es el mismo Jesús, Él es el milagro por excelencia y por ello damos infinitas gracias a Dios por su don inefable.
No incluyo citas bíblicas sobre el tema en cuestión porque tendría que mencionar la Biblia entera, en cuanto a milagros de toda índole se refiere.
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